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Escritoras | Nina Berberova: Letras femeninas y emigración

EL escritor cubano Luis Alvarez disecciona la noveleta "Ronquenval", donde la escritora rusa Nina Berberova "construye un mundo diverso por su gravitación espiritual y su sentido de crecimiento interior".

La autora rusa Nina Berberova.
La autora rusa Nina Berberova. | Imagen: Clarín

La emigración es letal. Si lo sabrá Cuba que la sufre incesantemente desde el siglo XIX. Las literaturas nacionales han perdido con ella mucho de su posible impacto y fuerza. A veces. Otras, gana intensidad y lucidez Hay autores emigrados que, luego de una espera interminable, han podido, ya en la vejez, verse acogidos inesperadamente por el público. Entre estos, pocos han tenido que esperar tanto tiempo para alcanzar la consagración literaria como la autora rusa Nina Berberova.

Muy joven, con su marido, el poeta Vladislav Jodasiévich, abandonó Rusia en los albores de la Revolución, Nina Berberova se vio transplantada a Francia. Una vocación literaria irrefrenable, la hizo comenzar a escribir con una evocación constante de la patria perdida, la cual será ya, en todos sus libros, el trasfondo medular de su expresión. Periodista, maestra, narradora, fue esencialmente una criatura arrasada por la nostalgia de un país cuyos perfiles apenas podía captar —más allá de la remembranza— en la existencia atormentada y melancólica de los emigrados rusos.

Así pudo hacer suyo un tono a la vez asordinado y comprensivo, una mirada que se dirige a penetrar, más allá de la superficie o la anécdota banal, el océano de nostalgia y desamparo de sus compatriotas radicados en Francia. Una y otra vez al borde de la miseria económica, la Berberova, que apenas comienza a darse a conocer al público francés, tuvo que probar un segundo exilio, esta vez en Estados Unidos. Especialmente aguda en la narración breve, sólo obtuvo una recepción cabal cuando había dejado muy atrás la juventud.

La noveleta Roquenval ha sido tal vez uno de sus textos más destilados y, al propio tiempo, menos apreciados por la crítica, que, habituada a exaltar sus cuentos, se ha quedado quizás sin armas frente a una narración que se aproxima a los límites de la novela. En Crónicas de Billancourt el lector puede encontrar los componentes más nítidos y habituales del universo narrativo de Berberova: la narración concisa, la anécdota difuminada, pero patética; la percepción enamorada de lo pequeño, lo cotidiano y tangible de la vida; y, sobre todo, la presencia directa y común del emigrado ruso en Francia. Roquenval, sin dejar de hacer patente el estilo más tenaz de la autora, parece en principio ajeno a ese pequeño mundo de Billancourt. Así como El libro de la felicidad —por su carácter de novela plena tanto como por su intensa implosión erótica— se aparta de los caminos más celebrados de su estilo, en esta noveleta Berberova construye un mundo diverso por su gravitación espiritual y su sentido de crecimiento interior.

El argumento no puede ser más simple —trillado, incluso—.  Boris, un joven, adolescente casi, de origen ruso y radicado ahora en París, no recuerda prácticamente nada de su patria, por más esfuerzos que hiciese: “Pero yo no hacía sino confundir ciertos apartamentos y vagones, y mi memoria solo se animaba en los puntos más cercanos: casi en Calais, adonde habíamos ido desde Inglaterra, un poco antes de la muerte de mi padre y el matrimonio de mi hermana”. Su memoria de Rusia lo abandona, y el acervo que ella le niega, lo encuentra en su literatura: Tolstoi, Turguéniev, Chéjov. En ellos encuentra una remembranza sustituta, que le permite, mágicamente, rescatar la visión de una mansión rural en la que, muy niño, había habitado. Esa nostalgia impotente, pues, resulta compensada apenas por los dones de la literatura: “A partir de aquel día, al oír la palabra «Rusia» en mi mente aparecía infaliblemente aquel rincón mágico, aquel frondoso rincón de tilos, aquel camino que iba en diagonal desde las puertas del campo hasta el porche blanco de nuestra casa”. Esa carencia será llenada de una manera verdaderamente novelesca. El protagonista es invitado por Jean-Paul, un amigo del liceo a pasar las vacaciones con su familia. Así se interna Boris en un mundo por completo inesperado.

La noveleta rusa Ronquenval.
La noveleta rusa Ronquenval. | Imagen: Circe

La casa donde lo han invitado es un castillo que ha avanzado ya hacia una ruina dolorosa. Jean-Paul es hijo de una familia aristocrática, sometida a un hundimiento causado por el devenir de los tiempos y la disolución moral y económica de su familia. El castillo de Roquenval debiera haber sido algo por completo nuevo y ajeno al joven ruso, pero, como tan a menudo ocurre en la imprevisible vida cotidiana, será la vía de recuperar —por medios no meramente literarios— la terrena emoción que le faltaba a su remembranza de su tierra natal. En ese castillo ruinoso, Boris encuentra a Praskovia Dmítrievna.  Esta mujer, abuela de su amigo, Boris descubre el desvanecido aroma de un pasado que debía de haber formado parte de sus propios recuerdos, no por su pertenencia a una clase social, sino por su idiosincrasia indoblegable y por su enraizamiento en el siglo XIX:

Al pasar frente al comedor, inevitablemente se detenía, dirigía su bastón hacia el aparato de radio (una enorme caja, uno de los primeros modelos) y quedándose sin aliento, decía:

-Un peu de Schumann?

Y si en ese momento no se podía captar nada de Schumann, ella se molestaba y permanecía en silencio, sospechando que alguien se había llevado algo. De otro modo, ¿acaso se podía explicar que en aquella caja en la que ayer había habido Schumann, hoy no lo hubiera?

Lo que resulta materialización de la nostalgia no tiene que ver con el esplendor material —Roquenval es una ruina—; ni con la idealización de valores —los condes de Roquenval, franco-rusos, aparecen como una familia en trance de disolución moral tanto como económica—; ni con la belleza estética —que no resulta particularmente exaltada—. Fascina a Boris la imagen de su propia cultura originaria, incluso porque resulta difuminada y hasta deformada por su transplante e hibridación en el seno de otra cultura. A diferencia de Balzac —que evocó con nostalgia idealizadora una clase que se precipitaba en el abismo de una nueva historia social—; lejos de Proust —cuya evocación de la sociedad francesa estaba matizado por una crítica implacable, en lo estético y en lo moral—, Nina Berberova describe con delicadeza sutil el hondo proceso por el cual se descubre que una cultura, en sus ejes intangibles, se defiende del paso del tiempo y, a la vez, se disuelve en una dinámica implacable. Su pregunta fundamental, entonces, es si el hombre cultural deja en realidad una huella para el futuro, o solamente andrajos que, en una etapa subsiguiente de la cultura, se percibirán como desajustados e imprecisos:

Sí, allí estaban esas viejas piedras y también esos viejos árboles, y una vieja dada, pero quizás no era solamente ella quien estaba aquí un poco fuera de lugar. Quizás todos nosotros lo estuviéramos. También me preguntaba si un día llegaríamos a ser así, como ella, como su tocador, como estos tilos, y si también nosotros reflejaríamos para alguien —o no reflejaríamos— los años veinte de nuestro siglo: Jean-Paul, yo, Kira con sus quince años y su cálida voz que hacía latir mi corazón.

El tiempo, pues, se levanta como un personaje especial en esta noveleta. Pero es un tiempo fuertemente dinámico. La nostalgia es móvil: su distanciamiento del presente tiene un carácter de selectividad que proviene de la conciencia que el hombre debe alcanzar en relación consigo mismo y con su medio. Pero de aquí proviene una afirmación de inestimable fuerza:  sólo una comprensión del pasado nos permite dirigirnos al futuro. Boris, que había construido en su adolescencia —y a partir de referentes literarios— una imagen memoriosa de su origen, puede únicamente superar su obsesión por la avenida de tilos de su infancia cuando una experiencia vital se la devuelve en sus esencias. Pero ello mismo le permite proseguir su marcha, ahora con valor consciente, hacia el futuro que es la meta constante del ser humano. Berberova subraya la perdurabilidad de la imagen en la memoria; empero, esta afirmación se acompaña de una defensa del instante que se vive, de la etapa porvenir. Remembranza y futuro, por tanto, se asocian y fortalecen mutuamente.  Por esta razón la noveleta, que se cierra con el desplome final de Roquenval, no es meramente la clausura de un mundo fenecido, sino que se convierte al mismo tiempo la puerta por la que el personaje puede iniciar, ahora con firme ademán, su paso hacia la vida:

Até mis libros, cerré mi maleta y fui a despedirme de Monsieur Moris. Todo lo que abandonaba en ese momento se cubría de un silencio triste, desesperanzado: nuestras habitaciones, los salones con los muebles cubiertos con fundas, la escalera. En medio del monótono murmullo del otoño, también el parque se cubría de silencio. Por última vez sonó la puerta y rechinó la llave. Y también tras de mí guardó silencio mi avenida de tilos, semejante aquella mañana a un monumento erigido para perpetuar algo desaparecido hace mucho tiempo, algo que ya no existe ni aquí, ni en mi país, ni en ninguna parte del mundo.

Luis Álvarez

Luis Álvarez Álvarez

(Camagüey, 1951). Poeta, crítico literario e investigador cubano. Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La Habana, donde trabajó durante varios años. Distinguido con el Premio Nacional de Literatura (2017) y miembro de honor de la Fundación Nicolás Guillén (2019).

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