Una cuestión esencial para comprender el pensamiento del autor de Paradiso tiene que ver directamente con su concepción de América. Mal comprendido desde el momento mismo del encuentro de culturas de 1492, el subcontinente que hoy conocemos como Iberoamérica fue objeto de las más diversas incomprensiones de los europeos, hasta incluso negar Hegel, en el tránsito mismo del Siglo de las Luces al siglo XIX, que América hubiese entrado en la historia.
José Lezama Lima, en el que sin duda es el mayor de sus ensayos, La expresión americana (1957), no solo parece conocer la solemne incomprensión hegeliana, sino que también subrayaba la necesidad urgente de que la historia de América fuese por completo estudiada en tanto entidad integral:
Solo lo difícil es estimulante; solo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad ¿qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro? ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad en su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica. He ahí, pues, la dificultad del sentido y de la visión histórica. Sentido o el encuentro de una causalidad regalada por las valoraciones historicistas. Visión histórica, que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia.
Tal exigencia se vincula en forma directa con problemáticas de vida social, pero igualmente de teoría a la vez historiográfica y culturológica, inquietudes suscitadas por la especificidad iberoamericana. El llamado Romanticismo de nuestro subcontinente, en su conexión directa con la Independencia, es el primer síntoma de uno de los ejes más complejos y heterogéneos.
Una visión histórica de la cultura
Lezama inicia una obra capital como La expresión americana con una advertencia sobre la necesidad absoluta de la visión histórica de la cultura, de modo que yuxtapone la noción de dificultad, que él asocia no con la oscuridad de los orígenes, sino la urgencia de la consideración del devenir. ¿Qué hay en la entraña de esta inopinada obertura? En ese primer párrafo está ya la esencia dominante de La expresión americana: la literatura continental no puede ser comprendida si no se alcanza una percepción a la vez estética e histórica, tanto del concepto como de la imagen —se está tentado a decir que razón e intuición—, de cómo la cultura latinoamericana construye un devenir de su expresión literaria.
Esa propuesta de Lezama está recordando al lector que no es tan fácil valorar la literatura de nuestra América. En primer lugar, porque la propia idea de América está oscurecida, tergiversada, sin concluir, y esto es verdad no solo porque la Europa conquistadora no pudo, mientras duró lo principal de su dominación colonial, construir de forma válida una teoría —histórica, política, económica, biológica, antropológica— sobre el mundo conquistado, sino también porque los propios pensadores de América Latina, en su opinión, no habían alcanzado —en el momento en que se publica La expresión americana— una verdadera imagen teórica de su propio mundo.
“La literatura continental no puede ser comprendida si no se alcanza una percepción a la vez estética e histórica, tanto del concepto como de la imagen, de cómo la cultura latinoamericana construye un devenir de su expresión literaria.”
Lezama se atreve con una cuestión de tan difíciles aristas, que este ensayo, por sí mismo, da la medida del alcance de su pensamiento. Pues no solo es un texto sobre la expresión literaria, sino sobre toda la comunicación artística del subcontinente, y, de otro lado, en una etapa histórica en que acababa de definirse (por Wölfflin y otros investigadores e historiadores del arte europeos) la inmensa realidad del Barroco, apenas medio siglo antes de la reflexión lezamiana, tenemos que convenir en que el gran solitario cubano se proyectaba hacia una formulación teórica trascendental no ya para Iberoamérica, sino para todo Occidente: el problema de la estética barroca.
La dimensión estremecedora del problema que abordaba Lezama se comprende mejor si se traen a colación las palabras con que, en 1991, Leopoldo Zea iniciaba el prólogo a su valiosa recopilación Fuentes de la cultura latinoamericana:
A lo largo de la historia de la América Latina se han planteado dos grandes problemas estrechamente relacionados entre sí: el de la identidad y, a partir de ella, el de su integración en relación distinta a la que le han venido imponiendo los coloniajes desde 1492. Esta doble preocupación antecedió a los movimientos de emancipación política de la región al inicio del siglo XIX. Preocupación que adquirió mayor fuerza al lograrse la emancipación. ¿Qué somos? ¿Indios? ¿Españoles? ¿Americanos? ¿Europeos? Posteriormente, alcanzada la independencia, otra generación, la de los civilizadores, empeñados en ordenar el mundo que ha alcanzado la emancipación, consideran que es insuficiente si no es seguida de la “emancipación mental”. El argentino Domingo F. Sarmiento vuelve a preguntar: ¿Qué somos? De la respuesta a esta interrogante dependerá el orden e integración de la región en la libertad y no ya bajo el signo de dependencia alguna.
La expresión americana entronca con esta problemática. Lo hace, además, a partir de destilados lazos subterráneos —no en balde es un texto lezamiano— con ejes diversos de la meditación sobre la cultura del Continente Mestizo. No es posible abordarlos todos: algunos, sin embargo, son imprescindibles para comprender la dimensión americana de Lezama.
La óptica eurocentrista
Las primeras indagaciones teóricas sobre América datan del siglo XVI, pues de forma implícita Las Casas, Cortés, Cieza de León —entre otros— abordaron la cuestión. Y el proceso continuó en la centuria siguiente, sobre todo por la vía de historiadores como Antonio de Solís, mientras que en Europa, Montaigne es uno entre diversos pensadores que encuentran necesario reflexionar sobre el Continente Nuevo.
Por mil razones —económicas, filosóficas, políticas—, el siglo XVIII estimuló una nueva y más amplia teorización europea sobre América, la cual involucró a diversos pensadores iluministas. Buffon, por ejemplo, abrió un camino peculiar y heteróclito a la valoración europea sobre América. Fue él quien dio cuerpo a la idea de que ella era un ámbito de debilidad, al considerar que aquí las especies animales no solo son diferentes a las europeas, sino también que resultan más débiles. Buffon caracteriza el ámbito americano a partir de rasgos biológicos negativos. Los animales domésticos —en particular ovejas y cabras— aclimatados en estas tierras resultarían más débiles. A partir de ese referente, considera que toda la Naturaleza, en general, es hostil al hombre europeo, mientras que el amerindio, en su opinión, no había logrado dominarla.
Uno de los aspectos más subrayados por él, es la fría humedad —lo cual habría sido señalado ya por Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra Firme del mar Océano (publicada en 1535)—. De esa humedad se deriva una podredumbre general, asociada por Buffon a las aún vigentes teorías sobre la generación espontánea (que habían sido sostenidas por los más variados estudiosos, ya fuera San Agustín o Giambattista Vico). La consecuencia de la humedad corruptora, en el campo de la sociedad, sería la pereza que, en la óptica eurocentrista de estos pensadores, es el rasgo esencial de la población americana, infiltrado, desde los amerindios, a los criollos, corrompidos también por la humedad ambiente.
Lezama, al analizar como visión histórica la gestación del arte americano, parece tener en cuenta esas perspectivas torcidas: “La concepción mimética de lo americano como secuencia de la frialdad y la pereza, se esfuma en ese centro de incorporaciones que tenemos de lo ancestral hispánico”.
Junto a tales deformaciones de la realidad americana, sin embargo, Buffon apuntaba una cuestión de suma importancia por su perfil histórico, vale decir, porque sugería que el amerindio era un tipo de hombre nuevo, idea que habría de filtrarse, transformada, en el sistema conformado por Hegel y, sobre todo, también hacia el pensamiento de Bolívar y, luego, hacia buena parte del pensamiento culturológico latinoamericano de los siglos XIX y XX:
Así, pues, todo parece indicar que los americanos eran hombres nuevos, o, por mejor decir, hombres trasladados a aquellas regiones desde tiempos tan antiguos, que habían perdido toda noción, toda idea de este mundo de donde habían salido. Todo parece coincidir asimismo para demostrar que la mayor parte de los continentes de América eran una tierra nueva, todavía fuera de la mano del hombre, y en la cual no había tenido tiempo la naturaleza para establecer todos sus planes, ni para desarrollarse en toda su amplitud.
El largo viaje de América hacia sí misma
La meditación sobre América en la Europa iluminada no era un pasatiempo erudito: estaba vinculada con los impulsos más característicos del enciclopedismo y su aspiración de organizar un saber universal como sistema sustentador de una voluntad de liquidar el feudalismo en provecho de la burguesía.
Antonello Gerbi destaca la importancia del trabajo de un pensador muy menor, Corneille de Pauw, quien, en 1768, publicaba sus Investigaciones filosóficas sobre los americanos. Gerbi analiza que esta obra, lamentable por más de un concepto, da cuenta, empero, de la importancia que, para el iluminismo, había adquirido el dilucidar la esencia de América. De Pauw concluye, de modo contundente, que los americanos son degenerados, como resultado de una Naturaleza corrompida.
“Las ideas estrafalarias de De Pauw contribuyeron a agravar un dilema que ha caracterizado hasta hoy el pensamiento latinoamericano sobre la cultura.”
De Pauw, al parecer, desarrolla su deprimente interpretación de América en función de destacar el papel hegemónico de Europa. Obviando los disparates expuestos —hay indígenas con cráneo cónico, sus hábitos sexuales, en cuya descripción se detiene con obsesión freudiana, son por completo degenerados, etc.—, este autor subrayaba, con énfasis mayor que Buffon, que el clima y el contexto natural americanos son causa de la imposibilidad de América.
¿Qué sentido tiene detenerse en las ideas estrafalarias de De Pauw? Sus abstrusos disparates tuvieron más resonancia de la que puede parecer. Por lo pronto, entraron a formar parte del muy amplio conjunto de nociones que, a pesar de su falsedad, llegaron a América y contribuyeron a agravar un dilema que ha caracterizado hasta hoy el pensamiento latinoamericano sobre la cultura y jalonado lo que Leopoldo Zea llamara su “largo viaje hacia sí misma”.
Del mismo modo, el tránsito al siglo XIX significó, en el pensamiento de Hegel, un rechazo cabal: su ya aludida negación de la historicidad de América ha seguido motivando respuestas de mayor o menos violencia. La extrema afirmación de Hegel no puede, sin embargo, ser reducida a un absurdo total.
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