Me hago la ilusión de que algún cubano lee lo que escribo aquí, y en ese caso algunos deben estar pensando ya: el viejito ha perdido la chaveta.
A ver: no le regalemos el diccionario a la ideología.
Actualmente nos informan que existe la postverdad, es decir, que la verdad es póstuma, lo que uno encuentra de lo más verosímil ciertamente. No existe la realidad ni sus hermenéuticas diversas y discutibles. Existe la ideología, que es la versión de la realidad en la que me conviene creer, aunque sea por extravío o incapacidad, aunque esa versión carezca de cualquier relación con la realidad constatable día a día, y aun cuando esté disprobada por los hechos más evidentes. Los peores políticos actuales, de cualquier bando, son maestros de, y de su, ideología. Es algo muy antiguo: en la época perfumada de Platón se les llamaba sofistas.
El daño que hacen los ideólogos actuales sería menos terrible si no fuera porque los instrumentos de la comunicación digital han extendido la mecánica de la creación de ideologías, que consiste en repetir mentiras o renovarlas, a millones de personas que no son políticos, que no tienen vocación cívica, que son comprobadamente escasos de mente y de corazón, pero que tienen derecho a voto y pueden esclavizarnos a todos de la misma manera en que ellos ya lo están. Y por el momento intentan marearnos con sus confusiones erigidas en frases rotundas y terribles, ante las cuales no se piensa, sino que se retrocede con miedo.
"Resulta que Carlos Marx no defendía a los obreros sino que odiaba a los ricos."
Como el secuestro de la realidad no genera una hermenéutica real, se acude, pues, al diccionario y sus sugerencias. Por ejemplo, si comentas que Rosita se ha casado con Helena, te dicen horrorizados: ideología de género. Sin embargo, vemos que Helena y Rosita se llevan muy bien y son muy felices: ayer me trajeron una natilla. Ellos se comerían la natilla, desde luego, con muchísimo gusto. Pero no renunciarán a su horror, o a contaminarnos de pánico.
Resulta que Carlos Marx no defendía a los obreros sino que odiaba a los ricos. Yo quisiera ver a uno de esos ideólogos trabajando diez o doce horas diarias en una textilera, sin poder parar ni para almorzar, de lunes a sábado, sin vacaciones, ni pagadas ni sin pagar, sin derecho a enfermarse y sin jubilación, viviendo en tugurios entre criminales hasta la enfermedad y la muerte. Leer no a Marx, sino la novela Germinal de Emile Zola. Y los ricos vistiendo de armiño en palacios elevados por esos infelices. Marx podía odiar cuanto le diera la gana y no estar nosotros de acuerdo con ese odio ni con ningún otro, pero los obreros tenían que ser defendidos, tenían que defenderse, se organizaron para la defensa colectiva con Marx y con muchos otros, y esa es una de las razones por la que el obrero vive hoy, bajo el capitalismo, de muy otra manera. Los ejemplos pudieran multiplicarse: la tecnología tiene vida propia (hasta ahora la hacían los humanos), y Ucrania no existe.
Es abrumador.
La continuidad de los cubanos
En Cuba tenemos la continuidad.
Dicho sin ideología: que los mayimbes van a seguir en el poder haciendo lo de siempre, que es estar en el poder.
Subrayo la frase porque lo que exhibe el gobierno de La Habana se aparta sustancialmente, en el orden práctico, de mucha realidad anterior. Hasta ahora perduran las mypimes, y recuerdo aquella frase indignada de Carlos Aldana, ideólogo jefe luego expulsado por infidelidad ideológica, de que aquí no íbamos a permitir un estamento de tenderos, cuyas consecuencias ya se apreciaban en Europa del Este. Los trabajadores internacionalistas cubanos en la República Democrática Alemana −carne de cañón para limpiar fosas−, se asombraban de que en ese país los restaurantes y cafeterías fueran privados. Y hasta tenían, esos dueños, su partidito político…
Carlos Rafael Rodríguez −un ideólogo que los jóvenes dudan ahora si existió pero que era el único hombre inteligente en el gobierno−, ya en su momento, siempre oportuno, estudió en un libro cómo la nacionalización de los timbiriches del año 1968 había sido un error… pues había sido reconocido el error. Y de cuando en cuando se trataba de corregirlo. Pero qué va, ni el más mínimo asomo de actividad privada podía alterar los nervios de los guerrilleros convertidos en estamento de tenderos. Ahora mismo una ola de cartas protestando contra las mypimes debe estar llegando a las nerviosas autoridades.
Hay quien dice que nuestras calamidades actuales se deben a que nos hemos apartado del rumbo único, claro y perfecto de nuestro Líder Máximo. Que hay procesiones por las calles, opio para el pueblo. Que nos hemos olvidado de los clásicos (no Haydn ni Mozart, sino Marx y Uliánov). Que la gente posee dólares. Que hay homosexuales. Que no hay continuidad.
Y si la intentan, sería tal vez el acabose.
Porque se trata de la continuidad de una ruptura.
Una de las características de este proceso revolucionario, y véase la fórmula ideológica, fue juntar la ruptura total con la tradición nacional. En la Unión Soviética no se invocaba ninguna tradición como fuente o legalidad del poder soviético. Al contrario, bastaría leer unas páginas de El estado y la revolución de Uliánov para darnos cuenta de hasta qué punto ese líder llevaba en mente una ruptura total de la civilización existente: el propio Estado desaparecería poco a poco con el poder de los obreros. Una sociedad entera y benditamente nueva, con un hombre nuevo.
Uliánov ideó entonces una revolución cultural para abolir el pasado burgués y establecer la novedad proletaria. Sin embargo, se dice que lloró oyendo a Beethoven; otros creen que padecía un dolor de muelas. Uliánov estaba lejos de los excesos de sus posteriores homólogos chinos, sabía que la abolición de todos los valores culturales era imposible e improcedente, creó unas mypimes a ver si el país se levantaba, y se levantó; se robó el realismo literario ruso decimonónico para cocinar el socialista; pero el planteamiento se cumplía en muchos otros órdenes de la vida. Esa ruptura era posible ahí por dos razones: porque la mayoría del pueblo era analfabeto o inculto, y porque el Imperio Ruso carecía de una tradición libertaria. Anular el modo de vida zarista era más que posible, era una necesidad impostergable. Que fuera sustituido por un despotismo mayor, resultó un daño colateral.
La tradición libertaria cubana
El caso de Cuba es bien distinto. La vanguardia leninista existía, pero como partido político resistente y manso, y careció de importancia en la guerra civil que llevó al poder a un líder que alardeaba de no ser comunista. Esa guerra se había justificado acudiendo a la tradición libertaria y revolucionaria nacional a la que debíamos la independencia política y la república democrática. La guerra había sido originada no por el proletariado y el campesinado, sino por la clase media de las ciudades −como en aquel momento recordara el Carlos Rafael−; y su primer propósito era recuperar la democracia política, rota pero no del todo abolida por el dictador.
La época era violenta. En el país los diputados siempre se habían entrado a tiros incluso en la Cámara de Representantes, Chibás y Roca se fueron a las manos en el Senado, y una ideología de heroísmos sangrientos, herencia de las guerras mundiales, invadía las cabezas de la gente joven de las clases medias. Cuba había logrado en cincuenta años pasar de un país de esclavos a uno orgulloso de sus libertades, y sus índices de civilización competían con los más avanzados del área. Aun así, nadie estaba conforme con el atraso. Queríamos progreso, civilización. Queríamos ser Estados Unidos.
"El Máximo y todavía no Único líder había prometido democracia política y justicia social. Obsérvese: primero la democracia."
Las pretensiones delirantes, la impaciencia desbocada, la falta de perseverancia en el trabajo lento y duro de la construcción de un país, la desconfianza en los métodos de la democracia representativa, el culto del macho que se impone por la fuerza, un elenco de miserias normales en un país reciente, acabaron por arrastrar a la violencia contra el dictador a un número enorme de jóvenes instruidos de la clase media. Muy pocos de ellos militaban en una opinión de izquierda; muchos eran abiertamente anticomunistas. El Máximo y todavía no Único líder había prometido democracia política y justicia social. Obsérvese: primero la democracia. Con esa consigna pudo convencer y dirigir a esos jóvenes y capturar la devoción de millones de ciudadanos.
El líder había sido educado precisamente en esas tradiciones libertarias nacionales. Hasta qué punto las había asimilado, las entendía o creía en ellas, da igual. Lo que cuenta son los hechos. Instalado en el poder por una guerrita civil de apenas dos años, puesto que tanto el ejército como el dictador se negaban a pelear y el valedor del Norte los privó de armamentos, el líder optó por la dictadura que aplaudían unos millones de ciudadanos que habían permanecido al margen de esa violencia, que odiaban. Lo que el líder tenía en mente nada tenia que ver ni con la democracia ni tampoco con la justicia social tal como quería lo mejor del pueblo. No tenía ganas de obedecer a la tradición nacional democrática que, en fin de cuentas no había logrado madurar y había acabado en dictadura.
Ahora él era el creador de tradición epónima, perínclita y absoluta; rápida, perfecta, cósmica. Pero desde luego, anunciar una ruptura inmediata con la tradición amenazaba su por entonces débil poder. El 2 de mayo de 1959 el Máximo y ya casi único líder −ese año desaparece Cienfuegos y es encarcelado Huber Matos−, declaraba en el programa de televisión Ante la prensa conducido por Jorge Mañach, que él no se iba a aliar con la Unión Soviética y que el marxismo era incompatible con nuestras tradiciones libertarias. En cuestión de meses ya era un discípulo soviético. Mareando al pueblo crédulo −siempre obediente a la autoridad de los tipos durísimos− con su supuesto respeto por la tradición cubana, empezaba a desmontarla con urgencia. Reconociéndola invencible, optó por apropiársela.
Todavía recuerdo aquella frase de 1968, que nos repetían en sexto grado: Ellos, hoy, habrían sido como nosotros. Al muchacho le resultaba muy extraño que los patriotas del XIX, con esos trajes, bigotes y sombreros, se fueran a convertir en los que veíamos en la pantalla del televisor. Pero a ese grado de fantasmagoría habíamos llegado. Ese año se proclamó el Triunfo de la Revolución, que había comenzado en 1868. Cien años de lucha… Se había exterminado, con la Ofensiva −véase el término militar− Revolucionaria de ese año, casi todo vestigio de propiedad o actividad privada en el país: quedaban unos campesinos miserables y unos dueños de taxis. Se trataba de un solo proceso histórico con un solo objetivo: el comunismo. Esta tesis, para nada marxista, fue bendecida por distinguidos historiadores áulicos, y que yo sepa sigue en pie hasta hoy, aunque la fecha del Triunfo volvió discretamente a 1959.
"Siendo Martí la cumbre de nuestras tradiciones libertarias, desde el principio se proclamaron sus discípulos."
Hace unos años la Gaceta de Cuba publicaba con orgullo el dato de que el Máximo Líder se presentaba en las votaciones como diputado por el municipio de El Cobre. Los redactores de la Gaceta no ocultaban su satisfacción por ese homenaje a la devoción mariana cuyo santuario se encuentra ahí. Pues el acto de nacionalización, esto es, de robo de las tradiciones cubanas era desde luego total, y hasta Lezama y Sarduy han quedado en la nómina de las propiedades socialistas. Y lo que definitivamente no ha podido ser robado, se ha eliminado, borrado, desaparecido.
Mi primer libro sobre Martí fue secuestrado durante años por oponerse, desde la primera página, a la marxistización del Apóstol. Siendo Martí la cumbre de nuestras tradiciones libertarias, desde el principio se proclamaron sus discípulos. Usted puede enterrarse a la sombra de un demócrata, pero el marxismo, por no hablar del leninismo, es incompatible con el liberalismo y la democracia, que es precisamente lo que los comunistas siempre rechazaron con burla, y lo que se proponían destruir para siempre jamás.
Esa continuidad artificial
De manera que el poder de los mayimbes se lanzó a la aventura práctica de suponerse una continuidad absoluta y victoriosa con las tradiciones libertarias cubanas, al mismo tiempo que abrazaban puntualmente, como con papel carbón, o elevando la parada, el novísimo y negador régimen soviético.
Junto a la imagen y el recuerdo de José Martí, comienza la Primera Declaración de La Habana: junto, no ante, no buscando inspiración sino apoyo; un recuerdo, sí, de cosa antigua, y al parecer superada por los tiempos de ahí mismo. De Martí se usaría básicamente el llamado antimperialismo, otra frase ideológica. Búsquelo con un find en las Obras Completas: el término imperialismo solo aparece una vez y no se refiere a los Estados Unidos. Martí rechaza las proyecciones imperiales del gobierno norteamericano, pero no las identifica con el país, ni con el sistema liberal mismo, pues buena parte de sus argumentos coincidían con los de la prensa liberal norteamericana.
El mismo hecho de que creyera que la independencia de Cuba podía frenar esas pretensiones imperiales en América, significaba que podía haber otro futuro con ese país y en ese país, y en el mundo. Martí rechaza toda conducta imperial y todo emperador, por amor absoluto a la libertad, nacional e individual. Pero el Máximo carece de ese amor. La única libertad que le interesa es la suya, y con los años en un documental yanqui se declara prisionero. Ningún emperador puede ser antimperialista. Y acaba imperializado por otros imperialismos o por su propio imperio. Pero como había dicho Marinello en la época del Partido Revolucionario Cubano Auténtico, Lenin, y no Martí, tenía las soluciones para Cuba. La democracia martiana fue suprimida, y la de Varela, y la de Agramonte; y muchísima gente cree que los tres eran amantes de los tiranos, y casi candidatos.
¿Cuál era el argumento para este secuestro de una tradición evidentemente hostil, aunque bellísima e imprescindible? Ninguno. Era un acto de voluntad incontestable de un supuesto genio encarcelador y fusilador. Pero ese secuestro constituía un recurso puramente ideológico, porque para todo lo práctico la guía era Uliánov. Incluso se hizo su revolución cultural, que salió mediocre porque el país seguía siendo, según la tradición, occidental y libertario. Y de paso se eliminó o se silenció o se redujo a categoría académica cuanto elemento de la tradición intelectual fuera incompatible con el país nuevo y el hombre nuevo soviético. Todos éramos educados en manuales soviéticos y no en La Edad de Oro. Se nos hablaba mucho de David y Goliat, pero nos sentíamos tan débiles y tan poco capaces que habíamos cambiado la honda del joven judío por la subordinación al Goliat ruso, para que nos defendiera del otro; aunque en los momentos críticos el ruso se plegaba al Goliat más fuerte.
El país malvivía del dinero soviético. Si el sovietismo nos hubiera traído paz, progreso, libertad y justicia, ahora se pudiera creer que las tradiciones decimonónicas cubanas habían sido superadas por el espíritu de los tiempos. Pero el sovietismo ha fracasado en donde quiera, y en Cuba ha logrado lo increíble: que nos enemistemos con nuestra tradición libertaria, que creamos que Martí es el autor intelectual del desastre, que no valemos nada ni como estado ni como nación ni como pueblo. Un país de amargados, de ofendidos, de fugitivos, que necesariamente odian el país en que nacieron y que los ha llevado a la despersonalización, la asfixia y la ruina. Un país en que muy pocos tienen ni quieren tener la menor continuidad con el glorioso legado de la nación.
Estoy a favor de la Continuidad con Félix Varela, Ignacio Agramonte y José Martí.
Todo está en contra, pero es el camino.
Y si hay algún comunista que pueda descontinuarse de la fracasada cuanto ajena herencia de Marx, UIiánov y Stalin, bienvenido sea. Que actúe en consecuencia.
Cuba no va a extinguirse por estas boberías. Por mucho que duelan y duren nuestras actuales miserias, acabarán siendo un paréntesis en la historia secular de la nación.
A Cuba no la descontinúa, con ninguna maniobra, nadie.
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