En uno de sus más impactantes ensayos, Historia de la locura en la época clásica, Michel Foucault sacó a plena luz reflexiva el carácter cultural del criterio de la insania y, asimismo, dejó sentado que el modo que la Modernidad había asumido para narrar la evolución humana, había estado lastrado por una percepción parcial y esquemática, según la cual solo merecían ser considerados como rasgos de civilización aquellos elementos de la vida individual y social que cupiesen en los cánones —falsamente considerados como perennes y transhistóricos— de la cordura.
Todo lo que pudiese ser catalogado como enfermedad o como demencia, fue desterrado del campo de la historia cultural escrita desde la modernidad. Foucault cuestionó esa compartimentación ficticia. Su historia de la locura contribuyó a que nos replanteásemos el problema mismo del ser, en tanto sujeto de la cultura, en su doble contingencia individual y social. No en balde el nombre y la obra de Foucault confirman la consolidación de lo postmoderno —o, si se prefiere, de una fase diversa de la modernidad— en la cultura euroccidental.
Hay, pues, de manera consciente o no, una resonancia de la visión foucaultiana de la cordura y la insania como valores culturales antes que estrictamente clínicos.
El cuestionamiento profundo que en 1961 formulase Foucault en Historia de la locura en la época clásica, encuentra en muy poco tiempo, en 1966, un eco —consciente o no— en una de las novelas más apasionantes que haya escrito una mujer del Caribe. En efecto, apenas cinco años después de la indagación reflexiva de Foucault, Ellen Gwendolen Rees Williams publica, siempre con su pseudónimo literario de Jean Rhys, esa obra extraordinaria que es Wide Sargasso Sea (El vasto mar de los sargazos), texto cuyo eje estructural básico es la preposteración del consagrado enfoque temático de Jane Eyre, obra canónica de Charlotte Brontë.
El vasto mar de los sargazos, en efecto, trastrueca los valores de su hipotexto británico, y convierte al personaje demente y caribeño de Antoinette Cosway en el único personaje realmente lúcido, objeto de la alucinante transculturación que intenta imponerle su esposo Rochester, y de la cual termina escapando por la vía de la destrucción simbólica del castillo que, nítidamente, encarna la cultura europea de la cual reniega esta extraordinaria heroína.
Hay, pues, de manera consciente o no, una resonancia de la visión foucaultiana de la cordura y la insania como valores culturales antes que estrictamente clínicos. Y es interesante que la narradora anglocaribeña comparta, de modo implícito, ese replanteo del problema, porque ahora, de nuevo, una mujer de estas islas encara el tema desde las páginas de una novela de innegable atracción.
En efecto, en esta difícil contemporaneidad nuestra —del planeta, de América, del Caribe—, Margarita Mateo publica su libro Desde los blancos manicomios (Premio Alejo Carpentier en el género novela del año 2007), en la cual pasa a primer plano la perspectiva de difuminar, hasta la evanescencia total, los límites entre razón —instrumental, filosófica, social— y locura.
Bajo esos innumerables antropónimos, se despliega, inacabable, el misterio mismo de la existencia humana, que es, en sí misma, torrente heracliteano.
Novela más que peculiar, se trata de un libro jalonado por signos muy sutiles de interacción entre la óptica narrativa y el lector. Organizada en cuatro puntos de vista internos, de los cuales provienen tonos de expresión diferenciados con sumo cuidado, Desde los blancos manicomios es una novela que fluye con una precisión de lenguaje y una destreza de estilo de fuerte calibre, lo cual es ya síntoma de la profunda paradoja que encierra esta narración singular: la inmersión en un ámbito de locura que, en principio, aparece como privativo tan solo de una familia, se revela gradualmente como un proceso incesante de transfiguraciones de lo humano.
La revalorización de la demencia como estado de peculiar iluminación, permite que el lector se descubra —a sí mismo tanto como a los cuatro personajes del texto— sumergido en una fluencia cuyos polos no son la cordura y la insania, sino lo humano esencial y la despersonalización.
La protagonista resulta diseñada a partir de un extraordinario juego de espejos, en el cual los nombres son otras tantas máscaras de diversa sinceridad y desnudez. Por tanto, María Mercedes Pilar de la Concepción es y no es equivalente total de María, de Gelsomina, de esa madre evocada con un dejo de exasperación por el hijo, quien asimismo se desdobla en una catarata de denominaciones: Clitoreo, Babalao Veloz, Pelusito, Curi-Curi, Caracolito. ¿Qué sentido puede tener tal multiplicidad de nominaciones? Entre los caminos posibles de interpretación, prefiero elegir el de marcar ese polimorfismo como un indicador de transitoriedades, fases externas, accidentes del ser, disfraces.
Bajo esos innumerables antropónimos, se despliega, inacabable, el misterio mismo de la existencia humana, que es, en sí misma, torrente heracliteano, oscilación entre el deseo, la angustia, el terror y la epifanía del bien. Ese movimiento interno se proyecta en una visión de caleidoscopio: la protagonista no solo existe en sus nombres numerosos, sino, en esencia, en la fragmentación inevitable de la vida —la suya propia, la nuestra, la de cualquiera—.
El dinamismo infinito de lo humano esencial, su atomización vital, constituye un componente indispensable del texto estricto de la novela, y la autora lo hace evidente en una frase capital de María Zambrano: “[…] la inmovilidad en el ser humano es intrascendencia. Conocerse es trascenderse. Fluir en el interior del ser”. La advertencia sutil de la filósofa española se constituye en profunda estructura del discurso narrativo.
Toda la novela, que en su epidermis parece una estrecha peripecia —el transcurrir de una recuperación clínica, la espera de curación y reintegro a una existencia cotidiana—, deviene, por el contrario, un proceso ritual de estremecida resonancia: un ser humano nos hace asistir a un desbordamiento dinámico de sus experiencias; presenciamos el dramático proceso en el cual un ser de múltiples nombres busca el autoconocimiento buceando en lo más hondo de sí mismo.
En su día, uno de los grandes fundadores de la novela moderna, Henry James, señalaba en su Art of fiction, al exponer su personal visión de la construcción novelística, que un movimiento psicológico, por intangible que fuese, podía, sin embargo, dar lugar a un maravilloso proceso narrativo. Desde los blancos manicomios concuerda, implícitamente, con esa noción jamesiana, ahora con la acumulación de un siglo más de experiencia en el novelar.
“Las lágrimas que no fluyen son dolorosas, las más dolorosas. Se vuelven pequeñas agujas de hielo que pinchan duro, por dentro, los ojos y la nariz."
En Desde los blancos manicomios se expone, con obsesiva minuciosidad, no ya el estallido de una conciencia, sino un transcurso más afín con nuestra quemante contemporaneidad: se trata más bien de la reconstitución de una entidad disgregada por la más cruel atomización, la ocasionada por la vida cotidiana. La novela, más allá de las numerosas peripecias de la protagonista, muestra la reintegración por la vía del autoconocimiento, única forma de trascender la disolución ocasionada por la erosión de un vivir cotidiano carente de asidero. Gelsomina, en efecto, declara: “A la vez, lloro con tal intensidad que llego a imaginarme que estoy nadando en el mar de mi propio llanto. Finalmente, yo misma voy fluyendo en cada lágrima, diluyéndome en el agua, deshaciéndome a través de ese líquido salobre que pudiera ser el mar”.
Una tal visión de la angustia vital como proceso de fusión disolvente, es una característica de la atmósfera de esta novela. Es posible, asimismo, descubrir un eco de un momento memorable de Oppiano Licario, de Lezama Lima, en el cual el dolor aniquilador que experimenta un personaje, resulta visualizado como inmersión en el mar devorador; y, también, con esa frase devastadora del Soler Puig de El pan dormido: vivir es derretirse.
Y, sin embargo, en esta supuesta postmodernidad en que vivimos, donde la literatura ya no tiene ni moralejas ni mensajes —y a veces tampoco cabal sentido literario—, Desde los blancos manicomios se atreve a diseñar, aquí y allá, una advertencia, un signo de complicidad y reafirmación: el dolor es necesario e inevitable, pero solo llega a purificar cuando se lo acepta con entereza. Gelsomina lo intuye y, en uno de sus momentos de más razonable locura, expresa:
“Las lágrimas que no fluyen son dolorosas, las más dolorosas. Se vuelven pequeñas agujas de hielo que pinchan duro, por dentro, los ojos y la nariz. Sigo llorando, pero esas lágrimas congeladas, que se quedan quietas dentro de mi cara, son cada vez más frías, más duras, más témpanos de hielo, más afiladas y cortantes”.
Al cabo, la disolución tiene una contraparte: es el camino del posible autoconocimiento y, mediante él, de la reconstitución del propio ser. Por eso, la protagonista, al sumergirse en el inmenso mar de la existencia propia, descubre señales de lo perenne y esencial, como expansión de vida, vibración en consonancia con el cosmos.
Esa reintegración final se levanta sobre una conciencia —diluida en el transcurso mismo de la novela— de que razón e insania, goce y angustia, soledad y amor, son polos aparentes, destinados —como los difíciles, tiernos, obsesivos personajes de esta novela— a ejercer su potencial condición humana, que es unitiva, orgánica y tenaz, y se niega siempre, en lo más íntimo de sí, a la ausente blancura, a las crueles carencias en que se reconocen los sellos de la enajenación y que derivan de la renuncia del ser a su propia identidad.