Si en un género, entre los múltiples que cultivó Virgilio Piñera (Cárdenas 1912-La Habana, 1979) se ponen de manifiesto con mayor dureza y desnudez las fuerzas contrarias que se agitaban en su temperamento y que lo hacían cumplir sucesivas muertes y resurrecciones, es la poesía. Esta parte de su creación, tan inexplorada aún, tan incomprendida o situada al margen hasta por el mismo autor, necesita hoy situarse en el centro de las interpretaciones, pues en ella precisamente habitan las cifras para entender su obra como una totalidad que se construye a partir de colisiones de capas, la estética cautivante y fundacional, sin la cual la literatura cubana no habría alcanzado en el siglo XX esa dimensión de ruptura que puede caracterizarla como una promesa de experimento más allá de los mitos y la modernidad crepuscular. Revivirlo, pues, en el acto fecundante de la lectura, deviene responsabilidad de cada generación. La lectura contemporánea de un autor ya canon, se realiza en una especie de continuum al infinitum, al agregar al texto nuevas y hasta encontradas resonancias que dialogan entre sí y con lecturas anteriores que a la larga enriquecen los sentidos primarios de la obra artística.
Tal es así, que ubicado ya como un texto iluminador de nuestra insularidad y cubanidad, “La isla en peso” (1943), su poema más conocido y tal vez el más ambicioso, ha transitado por múltiples etapas interpretativas, desde la negación de muchos contemporáneos, algunos tan cercanos como los origenistas Eliseo Diego, Cintio Vitier y Gastón Baquero, hasta la afirmación y la influencia significativa rotunda ocurrida en las décadas de los 80 y los 90, cuando promociones de jóvenes poetas desde la poesía y sus necesidades ontológicas, sobreponiéndose al rol científico de la crítica, rescataron para sí esa visión antiutópica de la Isla, asumiendo el texto como metáfora que explicaba y resumía actitudes e indefiniciones de un contexto sombrío.
Porque, en efecto, recepciones sucesivas, que van desde la negación hasta la afirmación tácita —jamás indiferencia— ha causado siempre la poesía de Virgilio Piñera. Esto reafirma su poderío expresivo de amplia apoyatura conceptual, que se fundamenta en el sentido proyectivo y dialéctico de su escritura, al contener y sobrepasar incluso los gestos que llevan implícita su negación posible. Así en el tiempo él estampó, y otros vendrían a corroborar, su obra como una conversación que fluye sobre las ruinas del pasado inminente, y su recia fibra que nace de una experiencia personal e histórica, una realidad como ha dicho el propio Vitier, “desustanciada”, de lo que se desprende un fruto de gran exquisitez estética y densidad humana. Escritura que se muerde la cola, de naturaleza abierta y polémica, pero que exprime y desborda el tejido vivencial y niega incluso esa historicidad hasta situarse en un límite no temporal, algo semejante a la trascendencia.
Los origenistas, allí donde creyeron que se había atomizado lo “esencial político”, buscaban una salvación en lo que Lezama llamó “una teleología insular”, a la manera casi mística proclamaban el poder actuante de la imagen en la historia, eran unos utópicos, su proceder poético derivaba de la certeza de que la poesía puede salvar y cambiar el estado de cosas. Por ello, el “todo es triste”, que Virgilio repite enfáticamente en su poema “Elegía así”,1 difícilmente podía ser entendido, mucho menos aceptado —aunque no creo que ese haya sido el propósito de Piñera— por poetas como Vitier, al cual le provoca juicos tan mordaces como este: “[...] cambió la ingenua poesía por los infernillos literarios y con su obra se ha empeñado en demostrar que, como decía el estribillo de su ‘Elegía así’, ‘todo es triste’. Pero no ha logrado convencernos”. 2
Esta elegía, desde su mismo comienzo —“Invito a la palabra/ que pasea entre perros su desierto ladrido”— estaba removiendo una buena parte de los principios sobre los que se levantaba la catedral imaginaria, pero sobre todo el ethos iluminista, del Grupo Orígenes, pues la palabra y la vida del poeta es igualada a la vida y el ladrido de un miserable perro callejero, es “terrosa”, “perfora la vida y los espejos”, y detrás de las palabras “las serpientes se ríen”. Un poema que se erige en una especie de ofensa para Vitier, suscita en este un comentario no menos beligerante. Piñera había lanzado sus “aperradas flechas”, sus “dentadas”, quizás sin proponérselo, sobre una estética de matriz patriarcal y católica, sobre una forma de habitar y construir la identidad nacional, sobre una condición promulgada por ese grupo que a él sí no lo convencía, pues ya había sido negado demasiado, ya había sufrido y carecido demasiado.
Ahora, cuando tantos modelos ideológicos tenidos por certezas inamovibles han quedado en evidencia y caído, dentro de este absurdo presente casi sin pasado ni futuro que vamos viviendo —sin poner en duda la posibilidad inconmesurable de una poesía como la de Lezama y la sugestión de sus insólitas asociaciones—, en comparación con sus colegas que coinciden dentro del mismo cuadro de hostilidades ostensibles a que se enfrentaron, a mí me resulta más vivo y cercano el testimonio dramático de Virgilio Piñera en “La Isla en peso”. Hoy, su “juego de palabras con ladridos”, me revelan la voluntad de sinceridad y capacidad de superación de un gran agonista en el terreno del arte, lo que me avisa sobre otras posibilidades asombrosas de la metáfora que no se desvían del carácter paradójico y efímero de la existencia.
Los instantes de la cotidianidad que Virgilio literaturizó en sus poemas, me alimentan y ayudan a entender mi circunstancia, del mismo modo que creo que ayudan a cualquier lector sensible a situarse directamente en la carne, en tiempo y espacio, y ver desde adentro la encrucijada existencial que es la sobreabundancia de la Nada de Piñera. A diferencia de lo que plantea Vitier, su pupila analítica está muy lejos de ser “desustanciadora”, ya que explica y escudriña con dolorosa lucidez un escenario donde el vacío y la tristeza carcomían cualquier acto fecundo y dejaban en entredicho incluso vestigios hipócritas de discursos mitificadores, asimismo el gran dramaturgo en la hora de su poesía descarnada ofrece un lado incómodo de la psicología del cubano, un lado de su conciencia nacional muy diferente a lo que una élite intelectual voluntariosa y una clase social viciada e interesada habían convertido en cliché o en folclor por los simulacros concurrentes de las afectaciones literarias y el fraude político.
Para Vitier y otros origenistas, fieles a “esa Cuba intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas”, 3 tan reciamente católicos, resulta amargo que ya esté ocurriendo que, como si hubiese sobrevenido el fin de la historia: “la santidad se desinfla en una carcajada”.4 Vitier afirma que su “testimonio de la isla está falseado”, 5 pero la isla de Piñera es tangible, concreta, y por eso duele, aunque él sabe que no es la única posible, y aquí tal vez radique el gran mérito suyo, reflejar otras imágenes de la historia que permutan inevitablemente el cuerpo de su yo material con la naturaleza de su espacio autóctono, un saber que lo afirma aún más en su autenticidad de hombre maldito y maldecido, como lo trasluce poco antes de morir en su conmovedor e irónico poema “Isla“:“tendido como suelen ser las islas / miraré fijamente al horizonte, / veré salir el sol, la luna, / lejos ya de la inquietud, / diré muy bajito: / ¿así que era verdad?“ 6
Sus visiones, llenas de mutilaciones del cuerpo y autofagia, están abiertas a la cópula y al renacimiento. En definitiva su lenguaje insular, su poesía que habla desde la condición o máscara de la isla en que se proyecta su voz hacia lo desconocido, donde la insularidad está definida precisamente por la indefinición y por el cáncer del horizonte acuoso que roe, se mezcla como en un coro, para reflejar un sentido de pertenencia que es pago de impuesto obligado en las fronteras de la historia, y aunque sea mediante el rito protocolar de la ironía y el patetismo travestido, con otras voces y visiones, otras netamente oníricas, menos problemáticas, como esas donde ocurre la “fiesta innombrable“ y colorida de Lezama, o aquella “esbelta y juncal“ de Dulce María Loynaz, o la de la tierra de Fina García Marruz, coronada por un cielo acariciable porque muestra un color “que ondeaba tierno en las banderas viejas“.
Por esa capacidad copulativa que se presenta ya plenamente desarrollada en la poesía de Piñera, sobre todo en su veta conversacional e iconoclasta, por esa explosión del vacío histórico que surge de la certera incertidumbre y la firme inseguridad, nunca llega a quedarse el lector completamente a oscuras en la soledad de sus versos, sino con más ansia de luz y justicia. Se siente el eco de San Juan que decía vivir “deseando nada“, cuando asistimos a la energía activa de Piñera, movilizado por la fuerza del pathos, que se despliega en versos donde la emoción va a fijar el centro del pensamiento poético con expresiones como “hay que morder, hay que gritar, hay que arañar“.
Comparto con David Leyva 7 el asombro y hasta el dolor ante las opiniones vertidas sobre Virgilio por Vitier —pensemos que provienen de una persona imbuida en la espiritualidad martiana—, primero en Orígenes, luego acentuadas y recrudecidas en Lo cubano en la poesía, donde le cataloga de “poeta frío de la desolación física y las nefastas meditaciones“. 8 Pero aún más me asombra, también, que muchos estudiosos que vinieron después no se hubieran percatado a tiempo de aquellos prejuicios que habían estado cargando los dados contra el autor enjuto, homosexual y de familia pobre, para que a posteriori, y como de gratis, otras generaciones 9 hayan seguido repitiendo un eco crítico que no tomaba en cuenta el verdadero calibre de la obra de un hombre genial como Virgilio Piñera.
Al mismo Vitier hay que agradecerle la exégesis del poema “Vida de Flora“. Coincido con él en que “una desolada ternura nos detiene y sobrecoge“. He escuchado este poema en voz de Virgilio y no deja de estremecerme la intuición para penetrar la vida de una mujer humilde, alguien que posee lo que Vitier llama una “punzante humanidad“. Puede parecer peregrino, pero a mí me resulta un poema de defensa a los derechos elementales de la mujer y un canto o elegía a ese cuerpo otro que carga el peso de la sobrevida cotidiana o la subsistencia constante en el medio hostil de una sociedad machista. Es un canto al cuerpo deformado por el trasiego de las cargas pesadas de una existencia sin sentido, y un canto a su espíritu, a su capacidad fabulativa, a la fuerza de su imaginación y de sus resistentes sueños mínimos. En ese “Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje“, y en ese “Flora, te voy acompañar hasta tu última morada“, encontramos quizás la mayor y más dramática identificación de un poeta con los destinos de una mujer anónima y de “pobreza irradiante“. El alma femenina de Flora deja de ser parte de su función vegetativa o puramente instrumental, mientras el poeta la describe por su movimiento último y definitorio, en el acto amoroso del acompañamiento hacia la muerte, como alma del propio poema.
Bajo la impresión que me causaran estos versos, hace algunos años escribí un poema que incluí después en mi libro escribir la noche (Ed. Letras Cubanas, 2010), dedicado a Virgilio y a la Flora que me habita. Es con un fragmento de mi poema que quisiera terminar. Quizás a través de este diálogo intertextual que realizo con sus versos logre explicarme mejor y retomar la huella que la poesía de este poeta controversial, dispensador de nieblas, profundamente humano y solo, ha dejado en mí:
solo existimos en la luz la espera y yo. flora y yo entre las planchas del hastío que sabremos quebrar, miramos juntas, apenas como un par de dientes encajados, el vacío que se extiende por encima del horizonte que dios maduraba con una sola sajadura, el río de la nada que ha cercado al país, con otro par de miradas cerriles domesticamos nuestros cuerpos, el frescor de los árboles que la sed hurtó parsimoniosa. trabadas nos acomodamos sobre la hierba de los días idénticos, mordiéndole la cola a la tristeza; y ya llegan los pájaros a cantar entre nuestros dedos largos y húmedos.
todo tan natural como quien toma un té de raíces.
nostalgia del jardín al romperse la tarde, sin otro pensamiento que degustar el hondo aroma, así, humildemente acompañadas, van surgiendo de nuestra mirada las criaturas que le faltan al horizonte de dios. 10
1 A Virgilio López Lemus le recuerda el nevermore de “El cuervo“ de Poe, cf. el ensayo de este autor “Vida verdadera del poeta Virgilio Piñera“, en Oro, crítica y Ulises o creer en la poesía, Ed. Oriente, 2004, p. 108.
2 Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, p. 484.
3 Cintio Vitier: ob. cit., p. 480.
4 Virgilio Piñera: “La isla en peso“, en La isla en peso, Edición del Centenario, Ed. Unión, 2011, p. 31.
5 Cintio Vitier: ob. cit., p. 481.
6 Virgilio Piñera: ob. cit., p. 210.
7 Cf. David Leyva: Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco, Ed. Letras Cubanas, 2010, p. 16.
8 Cintio Vitier: ob. cit., p. 484.
9 Cf. las opiniones de Enrique Saínz en La poesía de Virgilio Piñera: ensayo de aproximación, de Virgilio López Lemus en “Vida Verdadera del poeta Virgilio Piñera“ y de Alberto Garrandés en La poética del límite.
10 Ileana Álvarez: “la espera es una sombra descosida“, en escribir la noche, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010, pp.74-75.