Hace un año intentaba yo una breve cronología de la represión contra los escritores y artistas cubanos en las décadas revolucionarias. En 1959 huye Gastón Baquero, comprometido con Batista. En el 60 ya están friendo a nadie menos que al gran martiano vivo, editor de La historia me absolverá (algunos dicen que mejoró el texto): Jorge Mañach, que se exilia enseguida en Puerto Rico, despojado de la cátedra universitaria de la que vivía. En el 61 deciden escapar, espantados por la persecución contra los católicos, Cintio Vitier y Eliseo Diego; después se arrepienten. En ese mismo año… Incluía yo lo más destacado, lo que conocía mejor… pero llegó un momento en el que, aun con esta cuota, empecé a vivir en un horror excesivo. Porque descubrí que las evidencias de la persecución no eran año tras año, sino literalmente mes tras mes, sin excepción de año.
La propuesta de que el llamado caso Padilla —los intelectuales socialistas acaban hablando con la lengua de sus amos— interrumpió un idilio entre el poder y los muchachones inteligentes, por la rebelión personal de Heberto, Belkis y algunos más, integra el número de afirmaciones interesadas de los inteligentes que han estado en un confuso idilio con gente bruta que los financia durante demasiado tiempo. Y desde luego, la hostilidad abarcaba también a periodistas, científicos, tecnólogos, maestros, empresarios de mérito. La crema y nata del país, para nada revolucionaria y mucho menos comunista, debía ser retirada. Este proceso, asombroso en una república liberal donde ni siquiera hubo demasiada Inquisición durante los años medievales de la Colonia, ha sido tan hábil que aun hoy seguimos debatiendo sobre qué pasó o que podría haber pasado, como si lo mismo, y peor, no estuviera pasando ahora. Hay que poner fin a esta debilidad de concepto y de carácter.
Todo lo que vaya contra la libertad individual responsable tiene que ser enérgicamente rechazada por cualquier individuo, inteligente o no, instruido o no, y mucho más por los creadores para la cual esa libertad es el primer requisito. Y por cualquier político que se proclame patriota, porque los Padres Fundadores, y especialmente Varela, Agramonte y Martí, fueron inflexibles en la defensa de esa libertad. Agramonte pidió un disparo de cañón para el que atentase a las libertades individuales. Ninguna maniobra contra la libertad individual responsable es admisible. No existen justificaciones de ningún tipo para eliminarla, ni siquiera la constatación de que hemos fallado en el ejercicio de esa libertad o que el país es pobre y esa libertad merecería ser limitada para conseguir que deje de serlo. No hay pobreza comparable a la miseria de carecer de libertad. Y en cuanto a los errores o debilidades de este o aquel individuo sometido a la presión de la barbarie, ni considerar esos bizantinismos.
Durante años oí las quejas de escritores oficiales acerca de cómo Heberto no se había atrevido a ser héroe o por lo menos mártir, de cuántos beneficios no hubieran adquirido los florones de la cultura oficial si Heberto hubiera dicho y hecho lo contrario de lo que hizo y dijo esa noche. Yo me preguntaba, en cambio, qué hubiera dicho o hecho yo en aquella reunión fatídica. Sigo preguntándome eso, espantado. Cuidado: la degradación de la vida pública cubana puede llevarnos de inmediato a unas circunstancias en la que el proceso contra Heberto Padilla, su esposa y sus amigos llegará a parecer un chiste.
Un periodista destacaba hace unos días que ningún comisario cultural integra ahora el nuevo Comité Central. Los emperadores siempre han querido ganarse la posteridad con el cuento de que protegieron el arte, la literatura, la ciencia, las actividades del espíritu. Si ya no hay emperador, desde luego que esas pretensiones se transforman en excesivas para gente más modesta, más interesada en políticos que intenten verificar la hazaña de criar pollos que en escribir canciones o libros. Una rebelión de los herederos de Heberto, jóvenes en su mayoría, pero también tembas y ocambos, marca el fin definitivo del idilio entre el Estado Imperial (aunque antimperialista, excepto en Ucrania), y los escritores y los artistas sin más recursos que los de ese Estado. Los sobornos, pequeños o grandes, han dejado de funcionar.
La política cultural se revela, filológicamente, como oxímoron. Hay demasiada gente fina fuera del juego. Los que están dentro y ostentan algún cartel de finura, se abstienen delicadamente de defender un juego que nunca les gustó y que saben que aceptaron por vulgar o cobarde pragmatismo. Haber hecho daño mes tras mes durante años y años, acaba acumulando daños para los dañosos mismos. La única respuesta que les queda es el enfrentamiento incivil y la violencia de cualquier tipo. Pero con eso, el oxímoron queda al desnudo. Cuántas veces me explicaron los oficialistas que esas represiones habían quedado atrás, que nunca y de ninguna manera volverían a repetirse. Que las libertades para un grupito impecable de ciudadanos cultos seguirían creciendo, que ya casi se podía ser gay o católico y hasta poner una cafetería con el jazz o el rock al que ellos tuvieron que renunciar en aquella época compleja de la feroz lucha de clases. Que los antiguos reprimidos exhibían ahora casas exquisitas, bebían té jazmín y viajaban el mundo; y que lo mejor estaba por venir, porque en fin de cuentas la lucha de clases tiende a disminuir después de los fusilamientos, y Shostakovich, que estuvo parametrado, llegó a volar una avioneta, y Maya Plisetskaia, que al final se hizo ciudadana española y renunció a un país en donde según ella había dudas acerca de dónde venían los niños, viajaba en limusina. Que Brecht estableció las formas para decir la verdad en el socialismo y fotocopiaba sus obras y las escondía en un banco en París. Ni sobornos ni narrativas: silencios cómplices, mutis lo menos teatrales posibles, sepelios sin despedidas de duelo.
Medio siglo después de Heberto, ya no hay forma de barnizar el juego, de poner aire acondicionado y orquídeas en el barracón para culturosos del Campamento Nacional. Incluso las apasionadas discusiones en torno al color y olor de los grilletes resultan también inútiles e inadmisibles, totalmente fuera del juego. La cultura llamada socialista tiene que ser aceptada ahora por sus cultores como barbarie sans phrase, como decía Marx. O quedan fuera del juego, y lo peor, sin un centavo.
El porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber. Puede usted cumplir con su deber, como Heredia, y luego equivocarse o confundirse o lo que sea, porque el deber cumplido ya tiene garantizado el porvenir. Voy a contar cómo el atentado contra la dignidad plena de Heberto Padilla, su esposa y sus amigos afectó mi vida. En 1971 yo tenía catorce años y me interesaba el teatro. Aquel grupo infantil estaba dirigido por una joven actriz habanera, que había aceptado un empleo tan modesto en Camagüey para escapar del sórdido ambiente de Teatro Estudio durante las represiones de la fecha. Ella nos contó lo que pasaba, no sé por qué, a un grupo de niños. Probablemente para desahogarse, o porque nos veía como una generación que podía escapar de ese infierno. Cuando a los dieciocho años renuncié a la beca que me habían otorgado para estudiar Filología en Santiago, tuve en cuenta esa historia, puesto que en esos cuatro años había visto cuán real era lo que nos había contado la actriz Ida. Estudié Economía, fui expulsado de la universidad, etc. Nunca trabajé en Cultura. Tampoco fui miembro de la Unea (perdón, yo lo escribo sin C).
La tristeza de Ida, sus desesperados y frustrados deseos de hacer teatro renovador con unos niños (una versión de Abdala, para la que con extraña puntería me escogió como protagonista), su negativa a renunciar a Kafka, a insultar a Vargas Llosa, a declarar inmorales a los homosexuales, me hicieron entender a tiempo que cada cual tiene que defender su libertad como pueda y desasirse de las cómodas y remuneradoras mixtificaciones de la esclavitud y la idiotez voluntarias. La he pasado mal, voy a pasarla peor, pero le estoy agradecido a Heberto por su escándalo, por la lucidez y el coraje de su previo deber cumplido, único en fin de cuentas en aquella época entre nosotros.
Lo mejor es que Heberto y yo vamos a pasar pronto de moda. Ya veo salir de la Catedral camagüeyana rumbo al parque Ignacio Agramonte a esos dos muchachos de dieciocho años, que se vuelven al periodista de Árbol Invertido que está amenazándolos con un micrófono. Padilla fueron ellos, dice el mulato escritor arreglándose la portañuela.
Y la rubia, que no sabe nada de arte: ¡Viva Cuba Libre!