Es Dulce María Loynaz, en el siglo XX, como Luisa Pérez de Zambrana en el XIX, otro obcecado ejemplo de poeta fiel a sí misma, ajena a toda moda estética, ambas vivieron larga vida y en ambas se deslizaron los cambios del gusto poético sobre la roca milenaria de la expresión. Intuyeron las leyes de la poesía, lo que es esencia primigenia, constancia del espíritu que permanece en el tiempo. Lograron asir lo que es volátil, transmutar lo poético en savia personal, íntima, en un acto que sólo se otorga contadas veces en un siglo.
Ellas fueron de las privilegiadas y tuvieron una lúcida conciencia de su singularidad como creadoras, y como cubanas. Esa lucidez, en ciclos históricos ensombrecidos por las guerras y en el que Cuba aún buscaba su definición, las muestra cercanas, referentes vivos. Ambas estaban signadas para captar el dolor que produce la ausencia, la impotencia ante la pérdida. Ambas lo confirmaron con autenticidad, impulsadas por sus propias experiencias, por los choques inevitables con una cultura que no lograba entenderlas y asumirlas en sus contradiciones y en la indagación ontológica de sus creaciones.
Carecieron a solas y las sostuvo la fe, con la que resistieron la acumulación de los años y la pérdida de sus vigores. Ambas se defendieron de la muerte, como aquella momia egipcia, también con unas pocas palabras, con la poesía, de la que lo esperaron todo. Siempre hay en estas poetas una reafirmación del sentido de la existencia, que está incluso, en el caso de Dulce María Loynaz, situado más allá de los roles tradicionales achacados a la mujer.
Dulce María se canta a sí misma, y justifica y le da sentido a su propio destino a partir de la diferencia, del rechazo a cumplir meramente una función reproductiva.
Su Canto a la mujer estéril se convierte, en el momento en que aparece, en la década del 30, en una reivindicación sin precedentes de la mujer en el contexto republicano. En este poema, cuyos valores poéticos son innegables y que la declamación ampulosa del que fue objeto no pudo dañar, Dulce María se canta a sí misma, y justifica y le da sentido a su propio destino a partir de la diferencia, del rechazo a cumplir meramente una función reproductiva, derivando su defensa de la feminidad hacia otras zonas menos cómodas e incorporando estos cuestionamientos a la tradición del No, de la negación en la literatura cubana que refiere Vitier en Lo cubano en la poesía.
Versos que gritan irreverentes sus constantes expresivas: «Madre prohibida, madre de una ausencia / sin nombre y ya sin término...—esencia de madre... / Madre de nadie... ¿Qué invertido prisma / te proyecta hacia dentro? ¿Qué río negro fluye / y afluye dentro de tu ser?... ¿Qué luna / te desencaja de tu mar y vuelve / en tu mar a hundirte?».1
Dulce María refuerza en la tradición poética de captación de lo cubano la fragilidad, lo volátil, el misterio de lo inapresable, el sopor de la ausencia, el espíritu que vaga por los elementos naturales y humanos que conforman la Isla y que por momentos presentimos, hasta inhalamos en determinados crepúsculos, pero que no logramos atrapar, hacerlos nuestros del todo. Más que de agua, como ella gustaba definirse, la vislumbramos como una criatura de humo, de soplo silencioso:
Soy lo que no queda
ni vuelve. Soy algo
que disuelto en todo
no está en ningún lado...
[...]
Humo que se crece,
humo fino y largo,
crecido y ya roto
sobre un cielo pálido.2
Armó una catedral con sus versos, con la laboriosidad de una hormiga, en silencio. Y de ahí emergió la voz. Apretó a la cintura de la creación el cilicio de su proceso. Sangró, arrojó parte de sí y no por ello su poesía nos sabe repensada y falta de espontaneidad. A veces con ironía, otras con dolor, otorga voz a un mundo que moría ante los ímpetus y la prisa, los ruidos y la despersonalización del futuro que se avecinaba. Son las visiones patricias de que hablaba Ángel Rama, que en ella se erigen en antídoto ante la crisis de la modernidad, metáfora de la resistencia. Osadamente transmuta su sujeto lírico en objetos, detalles del paisaje, pasiones, personas desvalidas, márgenes; les otorga voz, o más que voz, son cuerpos que sienten, piensan, se emocionan, nostalgian, prevén...
En su poema Últimos días de una casa convierte el hogar que va a ser demolido en una especie de símbolo de lo femenino insular y latinoamericano realizando una de las personificaciones más sorprendentes de la poesía cubana. Ya no se denota a la casa como mero paisaje de añoranza, paraíso perdido de la infancia; ahora, sin despojarse de las connotaciones habituales otorgadas al espacio sagrado o detestado donde transcurren las diferentes etapas de la vida humana: infancia, madurez, vejez y muerte, asistimos a la casa que se torna «un estado del alma, una intimidad»,2 para expresarlo con palabras de Gastón Bachelard.
Ya no solo es el temblor, percibimos nuevos latidos.
«Como un ondulamiento de viento» sobre los arbustos de la Isla reincorpora a nuestro ser la extrañeza y el frío que entrevió Casal, pero a diferencia de este no la hace desde el desgarramiento y la dubitación, sino desde la certeza y la pertenencia. Lo que halla en sí misma de negativo, lo convierte en un acto de rabia, jamás histérico, por la voluntad y lucidez que lo acompaña, en signo de firmeza:
No temas que sienta el miedo de la noche o que el frío me arredre. No hay invierno más frío que mi invierno ni noche más profunda que mi noche... ¡Yo soy quien va a congelar el viento y a obscurecer la tiniebla! De veras te digo que sigas tu camino, que para esperarte tendré la inmovilidad de la piedra. O más bien la del árbol, agarrado a la tierra rabiosamente.3
Y creo que esta es otra de las ganancias de Dulce María Loynaz. Ya no solo es el temblor, el tono quejumbroso que atraviesa la poesía de Luisa Pérez de Zambrana; en Dulce percibimos nuevos latidos, es tangible la rabia que se asoma en la fragilidad, la montaña que habita en todo grano de arena:
«Y qué cansada estoy, parece que luché con el mar... Parece que el mar me golpeó el cuerpo y me empujó contra las piedras y que yo, enfurecida, cogí el mar y lo doblé en mis brazos».4
Nada mejor que estos versos para expresar en qué consiste la femenino en la Loynaz, lo imaginario de cifra positiva rebelado contra su propia debilidad y sencillez, que enseña los dientes y el lado oscuro. De la misma manera que se dobla como una hierba ante la pena ajena, se yergue ante la propia y cuando el rayo la hiere, es rayo hincando al rayo, y ante el ojo es estrella; ante la estrella en el cielo, guijarro en la mano.
La Loynaz expresa toda la complejidad de nuestro ser femenino, los matices que se dan en solo un golpe de pensamiento. Lo blanco y lo negro, las zonas grises de un solo puñetazo, sin previo tránsito. Una paradoja siempre en espiral. Su aparente sencillez expresiva es una trampa en la que caemos sus lectores, lo mismo que su sosiego; Dulce se nos entrega como un misterio que no se deja desentrañar del todo. Ella atesora toda la complejidad de su género: el altivo y viril de la Avellaneda, el candor humilde de Luisa: los símbolos de la roca y la flor fundidos en una sola imagen andrógina. Abocetada ha quedado la dama con una rosa en una mano, y en la otra mano, un látigo.
1. Dulce María Loynaz: «Canto a la mujer estéril», en Poesía, Ed. Letras
Cubanas, La Habana, 2002, p. 62.
2. Dulce María Loynaz: «La mujer de humo», ob. cit., p. 22.
3. Gastón Bachelard: La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, S. A., México, 2000, p. 78.
4. Dulce María Loynaz: «Poema LIX», ob. cit., p. 121.
5. Dulce María Loynaz: «Poema LXXXVIII», ob. cit., p. 132.
(Este ensayo forma parte del libro Liturgia de lo real, que compila textos de Ileana Álvarez y Francis Sánchez y fue ganador del Premio Nacional de Ensayo "Fernandina de Jagua 2010" en Cuba. Está publicado por Ediciones Deslinde y a la venta en su sitio web).