Y nada destruirá jamás esta fuerza explosiva de la risa, que pulveriza y dispersa los prejuicios y errores humanos.
Iuri Bórev
En algo que la mayoría de los críticos se han puesto de acuerdo al referirse a la obra de la narradora Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es a la configuración, desde su producción literaria más temprana, de una poética muy peculiar basada en la capacidad de combinar elementos aparentemente tan discordantes como pueden ser lo culto y lo popular, lo triste y lo jovial, a través de un lenguaje intertextual que se mueve en un mismo golpe de pensamiento desde un extremo a otro.[1] Pasa de una cultura de élite a lo marginal entendido como “la posición que ignora a conciencia el mundo de la norma”,[2] y también, desde la reflexión comprometida con circunstancias inmediatas, a la indiferencia.
La intertextualidad manifiesta en narradores y personajes llega a ser de tal exuberancia que requiere un receptor siempre avisado, a riesgo de perderse en el complejo entramado narrativo que crea la autora a partir de lo que pudiéramos denominar el grado cero de la anécdota. Desde cierto alarde de sencillez suelen añadirse, no en capas sino por una visión laberíntica, otras historias que complejizan el argumento principal. El trabajo con el tiempo vertebra esta riqueza espacial e ideotemática, el narrador adelanta acontecimientos futuros con la misma regularidad que escarba en las memorias de los personajes, produciéndose a veces hasta una simultaneidad de los tiempos pasado, presente y futuro.
Ena Lucía publica su primera novela cuando la década de los noventa no había llegado a su fin, y en este periodo sitúa precisamente las diégesis de sus tres primeros libros. Se trata de una etapa crítica, bien delimitada por acontecimientos traumáticos como la caída del muro de Berlín, que dejará a la Isla sin el sustento del “socialismo real” europeo, y la llegada del llamado eufemísticamente Periodo Especial, cuando la economía cubana tocará fondo. El sistema general de valores iba a sufrir cambios y quebraduras muy fuertes. La evolución de la literatura nacional, que hasta entonces había tenido su punto de inflexión más importante en el reconocimiento del triunfo revolucionario de 1959, no sería ajena a las influencias de los mayores peligros que sufría esa linealidad histórica y al desmontaje de estructuras psicológicas y morales. Como parte de la crisis, y de la necesidad de supervivencia, junto con otras aperturas económicas y tentativas, también se da la búsqueda de actualización cultural y comienzan a influir en el campo literario nacional, aunque con cierto retraso respecto a su auge en los centros metropolitanos, el pensamiento y las teorías de la postmodernidad. En este clima podemos pensar que se formaba Ena Lucía Portela, por entonces integrante del grupo El Establo, uno de los tantos proyectos de inquietos jóvenes que habían comenzado a desestabilizar la organización centralizada de la cultura. La apropiación de nuevos modelos y el tanteo de una estética liberadora provocan también un cambio estructural en la narrativa, donde lo lúdico pasa a ser un principio de defensa de la individualidad contra la preceptiva que densificaba las relaciones entre imaginación e historia, pues como ha dicho el ensayista y narrador Alberto Abreu:
[...] desde comienzos de la década del noventa el juego deviene el mecanismo estructural que rige la escritura, el gesto narcisista de obras que, continuamente, reflexionan sobre su propia textualidad urdida no desde los principios de fidelidad a lo real y a la razón, sino desde los de un sujeto fronterizo, enclavado entre la verdad (su verdad) y el mito, la fabulación.[3]
Sus tres primeras novelas: El pájaro: pincel y tinta china (Ed. Unión, 1998), La sombra del caminante (Ed. Unión, 2001) y Cien botellas en una pared (Ed. Unión, 2003), se centran en el duro ámbito de La Habana de la década de los noventa. Los personajes, jóvenes en su mayoría, envueltos en un mundo de rigurosas reglamentaciones, y de férreas normas que intentan moldear la conducta de los individuos desde la infancia, recurren, como protesta y escape, a diferentes gamas del humor que pueden ir desde la risa blanca o la fina ironía hasta el sarcasmo y la burla más descarnada. El humor y la sátira pasan a ser la materia prima esencial. Pero en ninguna novela quizá Ena va a adentrarse tan decididamente por estos terrenos como en La sombra del caminante, la cual exige gran complicidad por parte del lector, pues la autora lo trata con tan poca seriedad como a sí misma. Obra tremendamente ambiciosa, aunque se limite a un espacio y tiempo muy concretos, Ena consigue abarcar un mundo cultural y conductual muy amplio a través de citas, parodias, apelaciones históricas y literarias. Se trata de universos igualados en la trama por una risa que llega a poner en juego conceptos hasta entonces tan canonizados como pudieran ser la verdad, la justicia, el arte y hasta la vida humana, algo que se subraya desde el mismo inicio, con los asesinatos que comete el personaje dúplex de Gabriela/Lorenzo[4] en un campo de tiro donde los jóvenes se preparaban para formarse en la imagen de “ese indescriptible arquetipo que se denomina el Hombre Nuevo”,[5] porque para la autora la risa tiene una relación inevitable con la muerte, “con el acto de provocar la muerte”.[6] Y la muerte no es solo vista como el fin de la vida, sino también como el cese de determinadas estructuras y pautas impuestas por un Estado totalmente absorbente, es decir, como la subversión de los límites de lo que era aceptable dentro de la autocracia. No por azar la risa, fundamentalmente en su variante satírica, ha sido vista por teóricos rusos como Iurí Borev, que padecieron este tipo de sociedades, como “uno de los más fuertes y eficaces instrumentos contra los prejuicios y errores [...], un medio que contribuye a la democratización y el progreso de la sociedad”.[7]
En torno a la obra de Ena Lucía se ha establecido, sin embargo, cierto “eco crítico” —curiosamente, esto viene a ser apropiado o cómodo para los defensores del inmovilismo— que identifica su humor con la superficialidad carente de penetración o interés por actuar sobre la realidad. Este eco puede rastrearse por el estudio “Erizar y divertir: la poética de Ena Lucía Portela”, de Nara Araújo, donde se señala entre sus características un supuesto “apoliticismo explícito” mientras se define una “mirada jovial, alegre y festiva”, y precisamente, por ejemplo, acerca del carácter marginal de los personajes (Fabián, Camila, Bibiana y Emilio U), llega a afirmarse que “[...] están desprovistos de marcas transgresoras porque ignoran la medida de la transgresión y/o la perversión; no se trata de inmoralidad sino de amoralidad”.[8] Este argumento alcanza una proporción aún más significativa en el ensayo “Guanajerías postsoviéticas: apuntes ético-estéticos en torno al humor en la narrativa de Ena Lucía Portela”, de Odette Casamayor, y que encontró su validación en el premio “José Juan Arrom”, coauspiciado por La Gaceta de Cuba. A pesar de enfocarse específicamente en Cien botellas en una pared, Odette hace generalizaciones sobre su novelística y, basándose en consideraciones de los teóricos Giles Lipovetsky y Fredric Jameson sobre el valor de la risa postmoderna —donde se ha cambiado la concepción bergsoniana de la risa con una significación social, colectiva, de crítica al entorno, por una risa vacía, ingrávida, narcisista—, llega a aseverar, cuando alude a la protagonista de la novela ganadora del premio Jaén 2002:
La burla, en fin, asoma juguetona entre las palabras de quien no puede imaginar que exista otra vida más allá del cínico flotar sobre lo cotidiano. Pero insisto en que es burla ingrávida, risa vacía que no busca ejercer ninguna presión sobre la actualidad. No hay, en resumen, miradas melancólicas ni resentidas, solo risitas, guanajerías.[9]
La aplicación quizás demasiado simplificadora de estas concepciones de teóricos claves del postmodernismo a la risa y la parodia en la obra de Ena Lucía, en mi opinión, reducen, esquematizan las múltiples “sonoridades semánticas” de sus historias y personajes, incluso el papel de las nuevas funciones éticas de que son portadores inevitablemente. Aunque el criterio sobre el carácter vacío o flotante de la parodia y la risa en el arte y la literatura postmoderna sea el más extendido, voces autorizadas han disentido y presentan un cuadro menos homogéneo o absoluto del asunto, como es el caso de Linda Hutcheon, quien en su artículo “La política de la parodia postmoderna” se refiere al hecho de que esta “es una forma problematizadora de los valores, desnaturalizadora, de reconocer la historia (y mediante la ironía, la política) de las representaciones”,[10] y cuestiona el hecho de que Fredric Jameson considere “pastiche o parodia vacía a la cita irónica postmoderna”,[11]pues, según ella, “a la luz de las voces paródicas pero individuales de escritores como Salman Rushdie y Angela Carter, para mencionar solo dos, semejante posición parece difícil de defender”.[12] Todavía más: para Hutcheon, esta posición “podría ser pasada por alto —si no hubiera demostrado que tiene tantos seguidores”.[13]
Entre lo espeso del entramado social que Ena Lucía refiere en su segunda novela —quizás la más difícil para el receptor, de las cuatro publicadas hasta el momento, debido a los constantes juegos lingüísticos, cambios estructurales, espaciales y temporales, así como de narrador— parece que nada escapa a su ojo afilado. No escapan ni las estratificaciones dominantes, ni las instituciones de control y represión sociales, las nuevas élites de la estructura socialista (burocracia, militares, gerentes), ni los medios de información y propaganda (al espacio estelar de la televisión le llama “el noticiero del ñame”), ni las normas del habla y retóricas restrictivas, además de las expresiones de supervivencia y adaptación más regulares del cubano, como el clásico camaleonismo, instinto de simulación o conservación: “Gabriela optó por simular. Sí, porque simular equivalía a subsistir.”[14] Dentro de este simulacro destaca, poco espiritualizada, modelo de “casta malvada”,[15] la vida literaria.
En la “batahola tropical” de los años noventa, la “palabra autorizada” queda a ras del piso, y más abajo también; el llamado canon cultural se invierte, se carnavaliza, se torna objeto paródico, y establece un diálogo intertextual problemático, para nada gratuito, con la cultura del pasado, cultura que a la vez sirve de vehículo a la autora para satirizar el presente y la efectividad de los mecanismos de poder sobre los individuos. Nada ilustra mejor esto que aquel pasaje de su vida estudiantil que un personaje, Hojo Pinta, le cuenta en un cine habanero al protagónico, Gabriela/Lorenzo. Se trata de las memorias de una frustrada puesta en escena de la tragedia Otelo por un grupo de estudiantes en una típica escuela al campo, prototipo de la institución reguladora de las nuevas generaciones dentro de la Revolución, mixtura de estudio y trabajo. Tal como lo entiendo, estamos ante uno de los fragmentos de mayor comicidad en la historia de la narrativa cubana. En consonancia con las continuas alusiones al cine durante toda la novela, este “cuento” caricaturesco de la representación accidentada tiene una visualidad cinematográfica impactante y le hace un guiño a las comedias del cine silente, en especial a aquel espacio de la televisión cubana que fuera entretenimiento obligado cada fin de semana para los pequeños (amiguitos, papaítos y abuelitos) de la generación de la autora. La risotada, el choteo y la broma aportan, al volumen de sentido de la poética de Ena, una reacción contra lo excesivo del papel didáctico asignado a la cultura y la rigidez del medio escolar. Resulta sintomático que la fuerza corrosiva de su comicidad se constate más por la distancia psicológica respecto a un marco social que es constantemente ridiculizado, denunciado como extremo o estándar del vacío de la retórica normativa, aun cuando sus personajes —es el caso de Gabriela/Lorenzo o de Zeta en Cien Botellas...— parezcan vivir al margen, apolíticos, “flotando” indolentes.
La aparente indiferencia, manejada por un narrador divertidísimo y avispado, perspicaz, axiomático a retazos, deviene arma poderosa que plantea la distancia necesaria para el análisis a fondo de múltiples contextos o potencialidades históricas. A la vez que se recrea una ruptura con los cánones de la cultura occidental, y con paradigmas del modelo político cubano, se construye también una relación de responsabilidad crítica con las circunstancias epocales. El diálogo paródico con Shakespeare y su teatro, es el pretexto —como lo fuera para el clásico inglés en su época, cuando jugaba con la historia de otros países a fin de meditar o iluminar la suya propia —, para enjuiciar imaginarios y subjetividades configurados desde el poder o a través de la centralización de los discursos oficiales. La Educación, sistema de asistencia y de control privilegiado desde el siglo XIX en América por las fuerzas del positivismo, y reclamada no menos por la Revolución como uno de sus pilares, es desviserada desde el mismo inicio de la novela, cuando el narrador arremete contra la “gloriosa Colina” y sus prácticas, hasta este pasaje a que he hecho referencia. El estilo de la enseñanza va a llenarse de tantos pasteles lanzados que, ahora, caídas las máscaras, y sustituidas las modelaciones por la huella humana y física, exhibe finalmente su fétida desnudez. Veamos cómo el narrador presenta el espacio donde se celebrarán los acontecimientos referidos por Hojo Pinta:
De aquella escuelucha de mala muerte en Alquízar, una más entre tantas regadas por la campiña de la Isla endiablada. Una del montón sin énfasis en la ciencia y la tecnología, en general sin énfasis, donde los muchachos, en modo alguno superdotados, no padecían once turnos diarios ni estudiaban dos lenguas extranjeras a un tiempo con técnicas audiovisuales en un sofisticado laboratorio, y sí trabajaban en el campo, bajo el ardiente sol de todas las tardes en una infinita, detestable, policroma sobre lo cálido, rojo amarillo naranja, preciosa plantación de margaritas japonesas [...][16]
Y es que las historias contadas por los narradores de Ena Lucía siempre tienen un doble fondo, un fondo que atraviesa las membranas de esa comicidad, esa jovialidad en apariencia light, de luminosa indiferencia, para instaurarse en el reino de la tragedia y la oscuridad. Tras el rapto de la carcajada, al lector no se le permite la tranquilidad de la simpleza dulzona de una risa cándida que deje de lado la amargura de una verdad triste por cercana, y demasiado contundente como para que la ficción pueda desnaturalizarla. Por tanto, el sabor que permanece no será nunca el del simple espectador de la muchedumbre que anda de paso y ríe frente al ridículo ajeno, ni tampoco la inocente trivialidad de Gabriela/Lorenzo. La impresión más fuerte que cala en nosotros, es, por el contrario, esa que encontramos en Hojo Pinta, o sea, la del que ha quedado en ridículo, y que es lo que lo convierte en el tipo corrosivo, cínico, “sin paz con nadie”, redactor de El Hideputa. Su propio nombre (mal escrito/sobrescrito) es en sí mismo una advertencia para el lector. Como el «ojo pinta» que se deja sobre la superficie recién pintada con el propósito de alertar al caminante a quien, de hecho, se supone distraído, el nombre del personaje es también un llamado de atención. Más aún; con solo leer su nombre, con solo pasar la mirada sobre el ojo del personaje, el lector inevitablemente queda pintado, esto es, marcado por esa corrosividad que mencioné antes. En uno de los no escasos ejemplos de metatextualidad con que tensa la autora sus narraciones, vemos cómo esa capacidad de desorientar, y que parece meramente lúdica, trivial, en realidad exige un lector que se percate de esos cuerpos oscuros que pueden proyectarse en la cueva de la risa, y sobre otro fondo no menos esencial, el terrible fondo de la tristeza:
Quizás por eso, por andar de conspiradora y embustera, muy a solas consigo misma, no captó el doble fondo de la historia de Hojo, un doble fondo que consistía, por una de esas paradojas con las que tal vez Alguien juega a desorientarnos, en la más absoluta falta de fondo. Confundió lo transparente con lo denso, lo árido con lo fértil, lo dulce con lo amargo. Como quien observa a través de un catalejo o se asoma a un pozo en busca de la prenda extraviada, confundió lo distante con lo próximo. El cetro partido de la tragedia con el gorro de cascabeles de la comedia, tan revueltos en la vida, tan revueltos en los dramas de Shakespeare y en las novelas y relatos de Emilio U.[17]
Propongo que los personajes de sus tres primeras novelas, situados en un espacio signado por la necesidad de sobrevivir, lejos de despegarse de sus resistencias temporales, agonizan y están debatiéndose entre el componente circunstancial de sus identidades, espoleados duramente por la violencia, ya sea sexual, étnica, política o familiar, que siempre deja marcas, en la carne y en el espíritu. Eso sí, son personajes que exhiben en sus acciones y pensamientos las cicatrices y carencias que provocan el desamor y la intolerancia, y el humor solo es una coraza contra un sistema de normas y creencias que limitan su libertad o tuercen su destino.
Gabriela/Lorenzo busca, sobre todo busca su unidad, su mismidad y alteridad, el amor (“Yo buscaba que me abrazaran para hacerme la idea de que me querían, aunque fuera por un rato [...] Pero, así y todo, yo quería que me quisieran...”),[18] porque es un caminante, alguien centrado en la posibilidad permanente de descubrir desde el sacrificio. Y un caminante no se distingue por su ingravidez, sino por su indetenible apego al camino, aunque sea, como es el caso, como una sombra. Las hermosas páginas finales de esta novela, de un lirismo impactante, aún cuando no se desplace del todo el estilo burlón, cínico, mantenido consecuentemente, confirman la anhelante búsqueda. El encuentro con Aimée, “la más generosa de las mujeres”, aunque conlleve a la muerte o al abandono del cuerpo propio “como una cáscara vacía”[19] sobre el de ella, insiste en la reafirmación del ser individual y es un canto a la posibilidad de que la utopía íntima, llevada al límite del “infierno de los otros”, o traspasado este límite, sea una imagen no menos real y habitable.
[1] Al respecto puede consultarse el trabajo, de Nara Araujo, “Erizar y divertir: la poética de Ena Lucía Portela”, referido a sus primeros cuentos y a su novela El pájaro, pincel y tinta china, en: Diálogos en el umbral, Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2003.
[2] Nara Araujo, ob. cit., p. 110.
[3] Alberto Abreu Arcia: Los juegos de la escritura o la (re)escritura de la Historia, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2007, p. 12.
[4] El narrador, casi al inicio de la novela, en un acto de generosidad con el lector, le explica, acudiendo a juegos con la propia historia de la literatura, la naturaleza de su personaje protagónico: “Entre ellos, proyectos de ciudadanos prósperos, felices y muy patrióticos, futuros hombres nuevos por ahora igualiticos a sus congéneres de todas las épocas, se encuentra Lorenzo Lafita. Y, en su mismo espacio, también se encuentra Gabriela Mayo. No se trata de dos personas distintas, ni de una sola con doble personalidad, ni de la metamorfosis de Orlando [...] Solo están ahí ambos. A veces se manifiesta Lorenzo y a veces Gabriela [...]” Ena Lucía Portela: La sombra del caminante, Ed. Unión, La Habana, 2001, pp. 11-12.
[5] Ena Lucía Portela, ob. cit., p. 11.
[6] Ibídem, p. 57.
[7] Iuri Bórev: “La sátira y la democracia”, en El pensamiento cultural ruso en Criterios, trad. Desiderio Navarro, Ed. Centro Teórico Cultural Criterios, La Habana, 2009, p. 307.
[8] Nara Araújo, ob. cit., p. 98.
[9] Odette Casamayor: “Guanajerías postsoviéticas: apuntes ético-estéticos en torno al humor en la narrativa de Ena Lucía Portela”, en La Gaceta de Cuba, no. 6, nov.-dic., La Habana, 2009, p. 4.
[10] Linda Hutcheon: “La política de la parodia postmoderna”, en: El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica en Criterios, comp. y trad. Desiderio Navarro, Ed. Centro Teórico Cultural Criterios, La Habana, 2007, p. 300.
[11] Ídem.
[12] Ídem.
[13] Ídem.
[14] Ena Lucía Portela, ob. cit., p. 33.
[15] Ibídem, p. 52.
[16] Ibídem, p. 140.
[17] Ibídem, p.151.
[18] Ibídem, p. 254.
[19] Ibídem, p.151.