Los barrotes de la cárcel de Leningrado se cubrían de lodo y nieve y fuego y nieve y sangre y nieve… Silencio y nieve.
A Ana Ajmátova le florece la nieve y la nieve enseña los brillantes frutos, los cristales que hechos racimos le cuelgan de los ojos, de sus pechos y le brotan aún más blancos, traslúcidos del útero todavía tibio, todavía púrpura.
Caen los ahusados frutos frente a la puerta de la cárcel, se deslizan intactos sobre la piedra fría, menesterosa de los escalones. La piedra que ha visto al cuervo posarse en su propia sombra. El hijo adentro, bien adentro escucha las manzanas de nieve de su madre desvanecerse en la soledad, bajo la piel cetrina, flácida del olvido.
Los retratos de Stalin cubren la pared inmensa, el musgo traspasa el papel, le crece debajo a los bigotes, a los ojos, a las cejas espinosas. Hay un silencio entonces, un aliento descansado al contemplar cómo la humedad lo puede todo.
Afuera cae la nieve con dulzura. Con dulzura infinita me posee. Como una isla anclada al horizonte. La tomo entre mis manos, los bellos cristales se derriten en mi cuenco, doy un poco de agua tibia a los labios de Ana, unas gotas de mi sal.
Ella entona un himno, un réquiem para el esposo, para el amigo que se ha fundido al hielo siberiano…
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.