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Los mundos internos de los poetas

Figuras fantasmagóricas (lente fuera de foco)
Foto de Silvia Corbelle | Imagen: Silvia Corbelle
Imagen: Silvia Corbelle

Habrá que imaginar a una persona, a un simple mortal, renovando el mito; creador de la especie, sobre un papel en blanco, tratando de aprehender allí la espiritualidad de las co­sas, el bullente empuje de sus ensoñaciones que serán sometidas a revisión, hasta que queden fijadas en ese blanco cuadrilátero donde se juega todo su destino. Allí comienza y termina su faena, su nacimiento y su agonía; de su esfuerzo y su pasión dependerán su triunfo o su derrota. Se le ha dado esa vocación de un modo enigmático, porque mientras miles de otros seres traman su itinerario vital con una posesión práctica de las cosas ma­teriales, él va a fiar su suerte, su vida entera, a los resultados alógicos de su imaginación. Hay un escalofriante misterio en el origen de esa vocación, ya que es inexplicable todavía cómo se engendra y cómo perdura a través de toda una existencia, sin que pueda torcerla evento alguno. Ni el castigo de la pobreza, ni la exclusión de los círculos áulicos de una sociedad utilitaria, ni el rechazo que se levanta a su alrededor, ni las catástrofes de la negatividad que lo censura, consiguen amilanarle y hacerle renunciar a esa música interior que lo exalta y tiraniza.

En verdad, es un oficio —si así puede llamarse— extraño el suyo, enteramente ajeno a la comprensión del hombre corriente, ya que vivirá en perpetuo asombro en pos de lo des­conocido, de una palabra, de un sonido que mitigue la desesperación de su búsqueda. Descubre, diariamente, un nuevo mundo. Parado en una calle, empujado por los transeún­tes, o en un recoleto sitio que escogió para meditar, o en el bullicio de los bares, o en un rincón donde los rumores no le alcanzan, en mitad de la noche o de las madrugadas, un impulso incomprensible y súbito lo arroja al vértigo de la creación, en un obnubilado y ciego arrebato que termina despedazando su razón y su equilibrio. Y así, entre la inmovi­lidad y la acción, transcurre la existencia de esta criatura escogida por el candor. Para dar de beber a su prójimo las aguas inusuales del estremecimiento.

Foto de silvia corbelle #1
Foto: Silvia Corbelle | Imagen: Silvia Corbelle

Un universo mágico todos los días, ése es su afán. Y en ese afán consumirá sus energías todas, porque quien esté alcanzado de veras por ese rayo impreciso que soliviante su alma, estará quemado para siempre. Ningún consejo, ninguna insinuación servirá nunca, nunca y a nadie, para hacerle desistir de ese camino.

Recordemos que Rubén Darío, a quien se le requirió un consejo en ese sentido, respondió, tranquilo y lúcido: “Yo no aconsejo nada. Aquel que lleva su fuego en el pecho, que soporte la quemadura”. Soportar la quemadura. Ni más ni menos. En el firmamento de la hoja en blanco se librará su jornada: el fin del mundo está allí más allá de los mapas, donde el océano se vuelca en un infinito universo hirviente. Como los argonautas, se arrojará a un fantástico viaje, riesgoso y lleno de amenazas, a una región de abismos y tormentas, donde hay pájaros radiantes y cetáceos fosfóricos, islas y pródigos, y además, por sobre pasiones, todos sus delirios. Lo que antaño fue el sueño de los audaces, Cipango, el Oriente, los jardines de perlas, las tierras encantadas, la malaquita y el marfil, el oro y las especias, son poca cosa para él en comparación con el iris de una palabra, con la magnificencia de una sílaba, con la maravilla de un verso conquistado. Como aquellos, a veces sentirá temblar la tierra bajo sus pies, y el viaje le resultará mucho más arduo de lo previsto. Sentirá que las estrellas le extravían el rumbo, que lo acecha el desvelo por haber oído un llamado misterioso a medianoche, que en la vida se le fueron cerrando los cami­nos de la dicha, y cuando ya el desaliento parece apoderarse de su alma y está a punto de abandonar la empresa, el rayo súbito de un momento único, el de la inspiración, le ofre­cerá el bálsamo de una idea feliz, de una palabra milagrosamente encontrada; del ha­llazgo, en fin, de un verso que enardecerá su corazón, y el desvalido sentirá que le bulle otra vez la sangre, que el pulso se le afirma de nuevo, que la canción brota renovada de sus labios ardientes, y con los ojos enfebrecidos y con la boca sonriente se dispondrá a explorar las aguas inquietantes, la noche inexplicable poblada de sonidos.

En esta persecución formidable de lo casi inasible, el creador puede sufrir alteraciones visibles en su equilibrio. Rimbaud afirmaba tener “los sentidos desarreglados”, Bécquer, el inefable Bécquer, no sabía ya cuál era la realidad y cuál el sueño en su existencia. Le sucede al creador lo que a un hombre perdido en la selva, confundido el rumbo en las picadas, y viendo una alucinante superposición de colores y rumores, y todo como un engaño de la naturaleza inmensa que le cubre, que parece desviar y esconder la salida que está allí, a un paso, mediante esa mágica operación de multiplicar hasta el infinito sus propias potencias. El hombre es entonces menos que un insecto, atrapado en el descon­cierto y en la fiebre. Atrapado está, sin duda. La razón, en muchos casos, zozobra y se despedaza. En mi país y en otras partes. Hemos visto a esas criaturas cautivadas por el demonio de la ilusión, caminando por los pueblos, perdidos, recitando versos como so­námbulos o contemplando la vida estando fuera de la vida. Un rumor espantoso los arrojó a la demencia y están ya sordos y con el alma muerta. Sin embargo, musitan su canción deshilvanada. En estas zonas yermas fluye aún el manantial de repente. En la obnubilación fulguran los relámpagos que todavía se prolongan en una creación incesante. El cuadro es patético y a la vez sublime, feroz e inexplicable.

Este cerebro, el del poeta, no descansa jamás. Pueden sucederse los días y las noches sin que encuentre reposo. Todo será sacrificado a esa duermevela: el sosiego de las cosas simples y hasta el amor. Porque, aunque parezca paradójico, cruel e inhumano, hasta los disfrutes del amor caen marchitos ante la presencia abrumadora de la ideación imaginaria. ¿Qué resta entonces por inmolar en aras de esa pasión? Nada quedará, definitivamente. Es que, de veras hay una dicotomía entre el ensueño y la realidad, y no hay posibilidad de conciliar esos extremos antagónicos. El disturbio de la ensoñación y el equilibrio están reñidos por siempre y para siempre. Todo artista conoce eso desde los más remotos tiem­pos. La fantasía y lo terrenal han entablado una batalla a muerte. O lo primero o lo se­gundo. Y aquel que escoge lo primero, presiente que su destino se cumplirá de manera muy distinta al de los demás, que habrá un hilo roto en el indispensable enlace entre la realidad y sus ensueños, entre lo cotidiano y su fantasía.

Querría uno, a veces, preguntarse: ¿necesita el creador un ámbito favorable donde desen­volver sus facultades? ¿Tal vez un “cuarto propio” que una escritora inglesa requería? ¿Acaso una mesa? ¿Una cómoda silla? ¿Cuáles son sus requerimientos?

Psicólogos y ahondadores de la conducta humana, han rastreado en ese misterio, tratando de penetrar en las motivaciones que desata la inspiración (ese instante de tensión única y fecunda) y terminaron declarando su impotencia en el rastreo. ¿Qué necesita entonces el demiurgo para su vigilia fértil? ¿Una biblioteca, un silencio propicio a la meditación, un recoleto retiro? La pregunta quedará siempre sin respuesta, porque nadie ha podido imaginar siquiera cuál es esa necesidad. Un papelito a veces, estrujado en un bolsillo, puede llevar los gérmenes de una obra genial, el soplo inicial de una tempestad que se desatará no se sabe cuándo, no se sabe dónde. Fue anotado ese germen, acaso solamente una palabra, eso sí, dictado por una fuerza interior que resplandeció de pronto, casi sin aviso, colándose en medio del trajín de la vida. ¿Pero es así realmente? Tampoco puede afirmarse eso de manera absoluta, pues ya se sabe que hubo poetas en quienes la creación significó un suplicio, un esfuerzo inaudito, una siembra meticulosa de la voluntad, en tanto se dio en otros como un acto casi feliz, fácil, displicente. Obras hay, como La divina comedia que han sido concebidas como un fresco fantástico por la inteligencia, sin que ninguna de sus partes esté librada al azar y donde la poesía fluye en un orden perfecto. Lo mismo puede decirse del Fausto de Goethe, donde la pasión y el equilibrio están or­ganizados con la lucidez apolínea de una mente que nada, ni el fuego de la creación misma, desequilibro jamás. Mientras, en Rimbaud se daba la creación como un acto de total desgarramiento, no podríamos imaginarnos a Federico García Lorca bañado en lá­grimas al gestar su prodigioso Romancero gitano, sino más bien con el rostro arrebolado por la gracia. Así pues, ¿qué se necesita para crear? Por suerte, y para mayor prestigio de la poesía, nuestra pregunta también estalla en el vacío y no hay eco que la responda.

Miles son los que, en todos los tiempos, intentaron esta magia; en cada sitio del mundo están los desvelados, los que persiguen sin descanso, sin tregua el deslumbramiento. Y sin embargo, pocos son los elegidos, los visitados por ese hechizador efluvio que rompe la crisálida, los que dejan una palabra válida a los hombres de su tiempo y de los venideros tiempos. De esa legión de apasionados que cubre el mundo entero, muchos acaban tam­bién desalentados como si un viento helado les sosegara la frente; algunos desisten a mi­tad de camino, los hay que de pronto pierden el fervor juvenil, la capacidad del ensueño y se arrojan a una fría práctica de los menesteres de la vida; otros siguen sin fin y vana­mente, aunque ya se les haya escapado la posibilidad del triunfo; los hay que se derrum­ban —como hemos visto— con la razón deshecha en el afán delirante; millones caen, im­potentes, ante una polvareda de olvido. Y está el que sigue sin detenerse, a pesar de todo y contra todos, el que presiente la llegada de su hora, invicto aunque le cerque el desam­paro, sin prestar atención a una posible caída, los ojos arrebatados y ardientes, los labios secos con sed devoradora siempre. Aquellos, los que han cambiado de estrella en mitad del camino, tienen los ojos marchitos, nostálgicos, a pesar de todo, del Edén sin compen­saciones que les ofreció la poesía; éstos, los perseverantes, tienen el alma de un tamaño distinto, porque en ella se alojan la ilusión y la fe, la adolescencia intacta y la esperanza.

Pero no debe extrañarnos que alguien desfallezca a mitad de camino. Encontrar en el laberinto inexplicable del idioma una suerte de lenguaje para sí mismo, hacerse de un bagaje propio, conseguir que una palabra sea reconocible como de su pertenencia: ¿puede imaginarse mayor osadía, ambición semejante?

Sin embargo, la batalla es ésa: hallar el alfiler perdido en las arenas del desierto. Y hay, dijimos, quienes no se arredran ante las dificultades, y no se arredran porque su acto es, en cierto modo, un acto irracional. No cuentan con procedimientos codificados del pasado que les sirva; no les son útiles las teorías rígidas ni frígidas que le ayuden en la búsqueda; contarán solamente con su intuición o su “pálpito”, según decimos, nosotros, con lo que extraigan de sí mismos, en un proceso de vivisección, completamente inconsciente, de sus sensaciones. La lógica les sirve de poco, la “cochina lógica” que decía Unamuno, pues con ese instrumento no avanzarán mucho tampoco. Y tanto es así, que los grandes teóricos de la literatura (que también son miles), aquellos que analizan todos los estilos y lo saben todo, muy rara vez, producen una página original, una imagen memorable, una secuencia estremecida. Si la lógica tampoco les es provechosa, ¿entonces qué? Es lo que no sabremos jamás, lo que nunca será descifrado, el secreto cuya revelación está vedada.

Y es preciso tener conciencia de ese esfuerzo titánico; de ese esfuerzo como de cacería, donde pueden agotarse las energías todas, desfallecer los ánimos, caer a pedazos la vo­luntad más firme. Porque de veras se trata de una cacería, de una acechanza insomne en la selva del idioma buscar una palabra, un signo que se ajuste al fulgor del pensamiento, perseguir un sonido diferente, los matices de una expresión desconocida, el candor de un giro feliz.

Como el cazador, deben aguzarse los sentidos, atentos al más leve rumor y, sobre todo, saber esperar, con la respiración contenida, la sorpresiva aparición de la presa; habrá que emplear la cautela, el sigilo y presentir la aparición de ese instante irrepetible que no debe desperdiciarse. Edgar Alan Poe esperó años para hallar la palabra justa que comple­tara el verso imaginado. Otros hay que anhelan ese acontecimiento, con los ojos desorbi­tados, en una vigilia pavorosa. Otros se desesperan de ver cumplidos sus anhelos. “La adusta perfección jamás se entrega”, dijo Darío; y lo dijo él, que parecía poseer todas las claves, todas las llaves, todos los secretos. Y sin embargo, es así. La insatisfacción es un síntoma de que no se alcanzó la meta. Y se sigue acechando, en el ardiente atajo. Sin duda es asombrosa esa tenacidad. La obsesión de la página bien escrita puede abarcar años en la vida de un hombre y puede suceder, como en la mayoría de los casos, que se llegue al final del camino sin conseguirlo. Su presa es el idioma, repito. El más insignifi­cante léxico será el blanco de su persecución, de su infatigable olfateo, de su asedio sin fin. Sus conceptos necesitan del ropaje adecuado para que su labor se excite en una vic­toria pasajera, porque su victoria siempre es pasajera de acuerdo con esa imaginación suya que, ante el regocijo de un hallazgo, está ya en pos de la conquista de otro hallazgo. Y así siempre, una y otra vez, en la cacería interminable.

Otro gran poeta, que venía de los desastres de la Guerra Civil Española, Rafael Alberti, al llegar a América, donde su obra se henchiría de otros aires, pidió también:

Que cuando califique de verde al monte, al prado,

repitiéndose al cielo su azul como a la mar,

mi corazón se sienta recién inaugurado,

y mi lengua el inédito asombro de crear.

Y ese estar con el corazón “recién inaugurado”, sintiendo el “inédito asombro de crear” es lo que nos da la medida de la ambición ilimitada.

¿Cómo ven a este cazador —llamémosle así— sus contemporáneos, sus familiares, sus ami­gos? ¿Qué es, en el círculo de sus íntimos, este ser en cuyo cerebro se agita un universo fantástico, este insensato que supone posible modificar el mundo por la sola y mágica operación de la sensibilidad y del ensueño?

“Cambiar la vida” —clamaba Rimbaud. ¡Cambiar la vida! Tiene encanto, desde luego, esa inocentada; fascinante esa pureza; significante léxico será el blanco de su persecución, pero la realidad está ahí, concreta y peligrosa. El espíritu creador también, ardiendo al rojo vivo. Pero la realidad reclama de los mortales el cometido práctico que las necesidades de vivir exigen y es entonces cuando el entusiasta del ensueño puede terminar con las alas rotas.

La incomprensión, sin duda, se cierne sobre su cabeza. Pero nada, ni la indiferencia ni las reprimendas, conseguirán torcer su rumbo. Seguirá con su capacidad de asombro y ale­gría, preservando en su imperio secreto, sublimando los sentidos hasta alcanzar la libertad suprema, en permanente desacuerdo con lo real. Y es a este hombre, interiormente libre, a quien hay que enrostrar su idealismo como un pecado, como transgresión a las reglas establecidas, a las convenciones de una sociedad teñida de materialismo cerril.

Su audacia debe ser castigada, hay que hacerle mirar el suelo en vez de las alturas, reducir su ascensión, aplacar su exaltación, someterle al implacable yugo de lo prosaico. Le dirán de todo. Le llamarán, por fin, peyorativamente “poeta”, como de una befa o de un escar­nio, propalando su incapacidad en el frío y lógico quehacer de vivir. Marcado y señalado, se cumplirá su peregrinaje entre dificilísimos escollos.

No sin emoción suelo recordar una tierna página de Samuel Feijóo, donde lo acompaña siempre una luz, que baja de las cumbres donde se siente extrañado y, cuando no puede recibir esa luz, una extraña criatura "vuela y se detiene ante el" ¿acaso es el ángel negro y terrible que le trae la maldición (enfermedad) en nombre de su señor? Su soledad le viene de “ser sueño” y a causa de que sus sueños son compartidos por "pocos". Escasa compañía de amor y de iguales. Conciencia de su singularidad. Esa es su "verdad de hoy" y con ella tiene que vencer. Pero esta desgarradora situación es la causante de que sufra la soledad "como locura": espera, no le queda más remedio que esperar. Y es que, en verdad, ese sueño recibía en sus ojos “la placidez sin nombre”, despreocupado de cómo le vieran, ajeno a la apreciación de los seres corrientes, completamente dueño de su aven­tura, de llevar en la mano, como dice: “Un joven solitario y enfermo / de amor y sueño y vida”. Y es que, sin duda, el que lleva en la mano “el sueño de cada aurora” puede desoír el improperio pasajero. De algún modo, en este texto, el alma del poeta está siempre ful­gurando en las alturas.

¿Cómo sería el mundo sin ese loco poeta? Habría que imaginar un mundo seco y sin melodías, un mundo donde ya nadie sepa musitar un suspiro de amor, donde a nadie es­tremezcan ya las interrogaciones profundas que se formula el hombre en su camino; en donde estén los ojos cegados para la contemplación y la celebración de la belleza, donde ya no se diferencien la alegría de la tristeza, donde —envueltos por la fría razón— los seres prescindan de la ilusión que nos anima en los innumerables instantes de la vida. Habría que imaginar ese mundo, vacío de toda belleza, para comprender la herencia, colmada de agitaciones, que nos han dejado, a través de los siglos, estos hombres extraños, que con la radiación del Verbo perfeccionaron nuestros conocimientos del corazón humano, que nos enseñaron a escuchar el latido de nuestro propio pecho, la conmiseración hacia las desdichas ajenas y propias, la aprehensión del aliento vital que sostiene nuestra existencia.

A sus contemporáneos no siempre les resulta fácil comprender esta religión basada en la inquietud y los nervios candentes. No es el éxito, al fin y al cabo, el acicate del creador. La obra, muchas veces, queda allí, inédita, girando en una polvareda incierta. No creo, desde luego, que a los verdaderos demiurgos, absolutamente seguros del rumbo que eli­gieron, les interese más que la perduración de su obra, el efímero prestigio que se teje a su alrededor, en vida. Ellos apuntan, en realidad, al porvenir, con inequívoca certitud. “Seré famoso hacia el 1900”, aseguro Stendhal, cuando nadie se percataba del peso de su obra.

Bécquer no vio jamás impresas sus Rimas, aunque en el futuro resplandecieron después en millones de manos, en millones de corazones enamorados. Sabido es que las publicó un amigo, luego de su muerte. Y un grande entre los más grandes, Baudelaire, jamás tuvo lectores. La escena aquella, inolvidable, del poeta leyendo sus versos en una sala vacía, en Bruselas, habla de su desamparo con elocuencia terrible. Es que el triunfo vendría después.

Pero mientras tanto, el poeta no tendrá reposo, soliviantado por la pasión, por el fuego interior que le consume. Solo ante su sombra y su destino, el creador succiona el mundo y lo fructifica. Porque los sentimientos que expresa, la infinita gama de las pasiones que estremecen su obra, ¿son únicamente suyos o están recogidos de cuando hierve a su alrededor, es decir, de otros seres y otras vidas?

Shakespeare no pudo haber pasado en su existencia todas las peripecias de las criaturas que su imaginación engendraba; su tiempo físico no le alcanzaría para tantas metamorfosis. Y es así mismo; cada poeta siendo un hombre es al mismo tiempo varios hombres, varias miradas, distintos seres. Una sola experiencia es pobre para nutrir una obra de arte; únicamente en la medida en que un poeta es capaz de succionar otras experiencias puede ofrecer una tensión que se traspase a otros seres que la recojan como suyas. La trama se urde sobre la base de una memoria y de otras memorias. Encierra una presencia humana múltiple. La poesía sería entonces como una urna mnemónica de múl­tiples estremecimientos imprecisos. El eje, sin embargo, es individual e intransferible, es decir, única la vivencia. Y en esta paradoja reside su enigma y su resplandor. Ya que, después de todo, tendiendo hacia lo eterno, es un hecho circunstancial, una materia ilu­minada por un hecho fugaz, por un momento pasajero que no volverá a aparecer.

Y los poetas están sostenidos por esos pilares sólidos, los nuestros deben fijarse pautas sobre un terreno donde todo está por desbrozarse. Sabe, por ejemplo, que el idioma, al atravesar el mar, siendo el mismo de los escritores clásicos que frecuentó en su lecturas, no es el mismo idioma al enraizarse en nuevas tierras; sabe que debe explorar una zona de especiales características, un universo de emociones que requiere un específico molde donde volcarse. Ese idioma, incorporado por el conquistador, sufrirá, en la traspolación, la influencia del ser autóctono, adquiriendo un sello peculiar acorde con el aire, con la psicología, con ese no se sabe qué de cada pueblo, tomando también, como el rostro de los hombres, fisonomía nueva —por decirlo así— en su transmigración a otros ámbitos. No es lo mismo el léxico en España que en nuestro continente. Y aun en nuestro continente, no mantiene la misma uniformidad, según se pertenezca a esta o aquella región. Porque el ser de aquí o de allá, de las ásperas cumbres o los llanos fértiles, no es en vano; se es de un sitio y se pertenece a sus circunstancias, a sus peripecias sociales, a sus colores. Cada palabra, en zona arbórea o en riberas fluviales, tiene una connotación diferente, algo así como un soplo detrás del soplo, una expresión recóndita y oculta más allá de la expre­sión aparente.

La palabra adquirió, por obra de una misteriosa metamorfosis, un sentido distinto en su viaje a nuestras tierras. Y aquí mismo, al fijarse en ámbitos geográficos distintos, sobre culturas pasadas también dispares, ajustó sus significaciones de acuerdo al terreno que invadía. Encontró aquí un prodigioso mundo al que tuvo que enfrentarse, a situaciones nuevas que debió descifrar y nombrar, a ecos que escuchar, a arcoiris cuyo esplendor medir.

A esa forma de bucear en vetas originales, en la identificación más honda con lo nuestro, el poeta encontrará nuevamente adversarios: aquellos que viven con el oído tapado a las sintonías autóctonas, los ojos en Europa, en otro continente, como si la cultura toda pro­viniese solamente de allá. Tiempos hubo de negación para las cosas nuestras, de proster­nación servil ante lo ajeno y lejano, en simiesco gesto de imitación. Fue difícil imponer lo vernáculo, el jugo y la fragancia de nuestras frutas, el sabor del mosto refrescante. Al comienzo pareció extraño manejar cuestiones que concernían a nuestro inmediato existir: el poeta ignorado, las desdichas de nuestros paisanos, es decir, los dolores que antes es­taba vedado mencionar. Y con ello, un tono de posesión de nuestros problemas y toma de posición también. Porque a medida que esas cuestiones llegaron a nuestra poesía, los poe­tas se acercaron más a los asuntos de su país. Y comenzó la revalorización de lo olvidado y la necesidad de su rescate. Y se halló frente a fuerzas primarias que necesitaba desbro­zar, en un campo en que todo, aparentemente dispuesto de modo uniforme, era desigual. Ese campo, es, reitero, nuestro extenso mundo americano. Nuestros países están conglo­merados bajo el pendón de un mismo idioma, con la excepción ya conocida de Brasil, Guyana, etc.

Su encarnizada brega acerca un soplo fecundo a las colectividades que emplean su misma habla. Sin la labor del poeta, nuestro lenguaje estaría soterrado o estratificado, porque cada hallazgo suyo, cada logro, cada avance, es un aporte a la ampliación del acervo lingüístico de la comunidad a que pertenece, porque el idioma se enriquece según se desa­rrolle la cultura, donde juega él un relevante papel. Nuestro idioma americano, siempre de prosapia peninsular pero ya oreado en otra atmosfera, ¿tendría acaso el esplendor que tiene sin los magníficos escritores que le dieron precisión y sonoridad, flexibilidad y bri­llo? Sin esos poetas prosistas, como José Martí, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José María Heredia, Julián del Casal, Nicolás Guillén, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante (Premio Cervantes, 1997), Virgilio Piñera, Gastón Baquero y Dulce María Loynaz (Premio Cervantes, 1992), entre tantos otros, ¿habría perfeccionado su fosforescencia, la música que conserva en sus sílabas? Si es verdad que han recogido del seno del pueblo sus materiales primarios, los han devuelto transformados en oro mi­lagroso y radiante, ensanchando además su poder de fabulación. Hay algo magnifico en esa hazaña, en esa convivencia con el entorno y la evocación, recogiendo y ofreciendo, en una sucesión interminable, y conduciendo al espíritu a sus más altas cimas, en un in­tercambio de riquezas mutuas. Cuando Machado afirma “Escribir para el pueblo, qué más quisiera yo”, entendía perfectamente que lo suyo contribuía a la elevación idiomática de ese mismo pueblo y se elevaba él también.

En estos años, años cambiantes, de espera, de esperanzas, en que todas las estrellas pare­cen estar prendidas en el cielo, en que la poesía anuncia con señales claras lo que vendrá, está sin duda menos solo el creador; mucho menos solo, porque el tono de su voz resuena en un auditorio que lo acoge con estremecida atención. Ya no es solamente el poeta dís­colo e incorregible. Se permite ahora erigirse en paladín de la justicia, al augurar de nuevo —como en el pasado— lo que el futuro traerá a los hombres. Alguna vez habrá que hacer la crónica de los poetas del exilio, desarraigados, desterrados; de aquellos que sufrieron el más pavoroso de los castigos, desde Eugenio Florit, Agustín Acosta, Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas y José Lorenzo Fuentes, entre otros que ya todos cono­cen.

Tiempos hay también en que su acción, su cantar mismo, no despierta tantas sorpresas; tiempos supuestamente más calmos en que los cambios sociales bruscos sufren un compás de espera. La vida social transcurre, al parecer, entre aguas sosegadas; no hay fuerzas visibles que amenacen resquebrajar su moral, su economía, sus costumbres. El poeta, re­plegado en sí mismo, podrá merecer la dádiva de la tolerancia y la complacencia; podrá recibir alguna migaja del festín de la vida regalada; mas aún, es probable que se le trate con privilegio y cortesía. Un halo de espiritualismo envuelve su figura. Pero los años de calma, en la historia duran menos que un parpadeo. Se intranquilizan las calles y las al­mas. Un viento ardiente parece soplar sobre el mundo y el sosiego estalla como el cristal. Su seguro olfato, su sensibilidad se aguza de nuevo y mira alrededor. Fanático de su libre albedrio, el poeta no se somete. Al fin y al cabo, a lo largo de las centurias demostró poseer una altivez envidiable, una capacidad de independencia, irritante para los amos. Recuerdo ahora —y, no es el único ejemplo que se podría poner, desde luego— a ese genio levantisco y temerario, al caballero Don Francisco de Quevedo y Villegas, el gran Que­vedo, a secas, que en su protesta, airada contra los males de su tiempo, arrojó al rostro del Poder Rector estas palabras de fuego:

No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando la boca o la frente,

silencio avises o amenaces miedo.

Palabras que le costaron reclusión, el deterioro físico y la pronta aniquilación. Unido otra vez al ciclo histórico que le toca vivir a ser Vaticinador, el Augur de los acontecimientos que advienen. Nadie le negará ese sitio precursor en la mesiánica tarea de vislumbrar el porvenir entre la ceniza de lo que se agrieta y fenece, lúcido observador de la claridad que sube de entre los intersticios de la penumbra. En su laboriosa soledad, con el oído atento a los rumores activos, habrá rascado su más honda palabra, sus fábulas, sus mitos, porque habrá hallado también el amor y la comprensión, de esa fraternidad de su gente que ya no lo verá como una extraña planta del fondo de los patios, sino como intérprete de sus afanes de sus quehaceres, de todas sus esperanzas. Su palabra será en cierto modo la palabra de todos, y su desvelada persecución del sonido, la eufonía y la sílaba, ya no será un acto atormentado, sino una labor parecida a la de los otros hombres que se verán verdecidos, ellos también en la conjunción de los esfuerzos victoriosos. Y podrá repetir, con no disi­mulado orgullo, lo que un poeta paraguayo, un poeta entero y ejemplar, Herib Campos Cervera, dijo en los años tristes de su destierro, dirigiéndose a su patria:

Yo sé que estoy llevando tu raíz y tu Suma

Sobre la cordillera de mis hombros.

Todavía inmersos en el sufrimiento, en una sociedad cruel que los margina, conjeturando sobre el curso final de sus vidas, algunos poetas desplazados, independientes a sus ideas, quisieron unir la atmosfera poética, que correspondería a su muerte. Parecería que todos han pagado un alto precio por musitar su canción. Cuando Rainer María Rilke afirmó que cada poeta tiene su muerte propia, seguramente habrá imaginado no sólo su muerte, tan singular y tan rilkeana, sino la muerte de otros poetas, en el singular estilo que corres­ponde a su destino. No sé por qué se nos ocurre la visión de un fenecimiento huérfano, desvalido, inadvertido por los demás mortales, el que les toca: sería una muerte que llega como para recordar a un inocente que debe quejarse ya de tantas inocencias.

Antonio Machado; presintió exactamente cómo iba a morir, con años de antelación, cuando no había signo del desastre que lo condujo, solitario y pobre, a un recatado rincón donde, por fin, descansó. Su autorretrato consigna esa premonición:

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar;

me encontrareis a bordo, ligero de equipaje;

casi desnudo; como los hijos de la mar.

Raúl González Tuñón, en una singular prefiguración de la suya, dejó este conmovedor y patético cuadro de la caída de un ángel.

Sin un céntimo, solo, tal como vino al mundo,

murió al fin en la plaza, frente a la inquieta feria.

Velaron el cadáver del dulce vagabundo

dos musas, la esperanza y la miseria.

... ...

Los que le vieron dicen que murió como un niño.

Para él fue la muerte como el último asombro.

Tenía una estrella muerta sobre el pecho vencido

y un pájaro en el hombro.

Finalmente, otro poeta, Conrado Nalé Roxlo, labró este epitafio digno de recordación:

Yace aquí, como ha vivido,

en soledad decorosa.

Su gloria cabe en la rosa

que ninguno le ha traído.

¡Que ninguno le ha traído! Las rosas vendrán después. Mientras tanto, la faena será dura, porque al gestar el calidoscopio universo donde han de calmar los hombres su sosiego, su alma habrá estallado como estalla el rocío, entre las hierbas, al filo del amanecer.

Alfredo Nicolás Lorenzo

Alfredo Nicolás

(Cama­güey, 1964). Poeta, narrador, ensayista literario y perio­dista independiente. Licenciado en Lengua y Lite­ra­tura His­pá­nicas por la Universi­dad de La Ha­bana en 1991. Fue fundador de la revista Pro­posiciones de la desapa­recida Fundación Pablo Milanés. Ha colabo­rado en las revis­tas Alforja Poe­sía y La Voz de Coahuila, México. Es miembro del Ta­ller de la Crea­ción Poética de la Fundación Nicolás Guillén. Su obra poética aparece en Memoria del encuen­tro de poetas del mundo (Edi­ciones el Ermitaño, Se­minario de Cultura, CONACULTA, 2011). Tiene una licenciatura en Historia del Arte, por la Universidad de La Habana en el 2009, y una Maestría en Etnolo­gía de la Fundación Fernando Ortiz. Ha tomado cur­sos en el Centro de Estudios Orientales sobre los asen­tamientos de los árabes en Cuba. Ha publi­cado Pa­labras mágicas de un poeta (2010), por la Colección Palabras del Oráculo, que di­rige el poeta Cesar Toro Montalvo en Lima-Perú, y Sonetos de amor y otros poemas (Editorial Almadia, 2011).

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