Entrados ya en el siglo XXI, cuando existe distancia propicia para lograr esa objetividad que siempre se reclama, la literatura cubana de la República (primera mitad del siglo XX), necesita repensarse. Parece imprescindible iluminar, dentro de aquella dinámica fundadora, zonas que han permanecido ocultas por disímiles razones, pues sin ponerlas a dialogar con el canon resulta imposible entender a cabalidad el complejo proceso literario que nos ha permitido arribar a la literatura de hoy. Zonas extrañas, cruzadas por silencios y misterios, estremecimientos de alas que no se perciben con lucidez; criaturas atormentadas que no lograron definirse del todo, o que iban a inscribirse precisamente a través de lo larval y trunco de su obra y de una existencia frustrada. Constituye, en muchas de sus partes claves, una literatura secuestrada por «profesores mansuetos y pasivos archiveros» —calificativos de Lezama para un tipo de académicos y críticos miopes que aún proliferan entre nosotros—, y a la que resulta necesario rescatar, para descubrir «junto a la rápida ganancia de la calidad que sopla en ajenos sitios, también la otra pequeña adquisición del tranquilo logro humilde, de lo frustrado que una vez la gracia animó».
En el siglo XIX figuras como Casal, Juana Borrero, Zenea, Carlos Pío Urbach, y otros, asoman entre estos seres que no lograron completar la sólida expresión de sus potencialidades, aunque desde su mismo centro sesgado aportaron sustancia al devenir lírico. Y, al cerrarse el crisol identitario de las luchas independentistas contra la metrópolis española, el siglo XX en Cuba muestra a nuevos poetas de resonancias semejantes, como José Manuel Poveda, René López, y otros menos conocidos, entre los que está María Luisa Milanés (Jiguaní, 1893-1919). De ella, acaba de salir a la luz, por la Biblioteca de Literatura Cubana, una compilación de toda su obra bajo el ilustrativo título de Cuando ya la muerte deja de ser silencio. Labor ingente desarrollada por el investigador Alberto Rocasolano, quien, además, realiza el prólogo y aporta una muy interesante iconografía de la autora, junto a cartas y testimonios de familiares y amigos.
Cuando se creía que casi toda la obra de María Luisa Milanés estaba irremediablemente perdida, un buen día, entre la papelería de Max Henríquez Ureña, donada al Instituto de Literatura y Lingüística, se descubre una gran muestra de su poesía mecanografiada, sobre la que trabajó más de una década el compilador, lo que unido a lo publicado por Juan Francisco Sariol, amigo y admirador de la poetisa, en Orto, y otros trabajos esparcidos entre distintas publicaciones y archivos particulares, conformaron el tesoro que hoy se pone a consideración de lectores y estudiosos.
Pudiera reprocharle al facilitador de esta compilación cierta molestia que experimenté leyendo algunas zonas del prólogo que insistían en las influencias de la poetisa, enfatizaban problemas de tipo estilístico y filológico, o por conceptos manejados en el análisis de su personalidad, como este: «El equilibrio y la depuración artística no son favorables para esos seres ganados por el demonio, cuya fuerza expansiva es portadora de ansiedades desmesuradas, las cuales regularmente propenden al ilímite». Criterios discutibles, aún más cuando se utilizan para certificar las «imperfecciones» y «deficiencias» de la autora. Pero sería injusta si no me repusiese a tales desacuerdos para aplaudir, por encima de estos detalles, los méritos de la edición, y el mayor de todos: presentar al lector, reunida y sistematizada, una gran parte de la poesía de nuestra Milanés femenina, suma rara y sorprendente por sus calidades, que permite situarla en la vanguardia de la lírica de su época, a pesar de haber sido en cierto modo un alma cautiva y vivir y morir en la provincia oriental, región cultural que sintetiza los márgenes agrestes dentro de la «ciudad letrada» en Cuba.
La labor primaria de Rocasolano abre oportunidades para futuros estudios, tal vez como los que reclamaba Lezama, que vean, en la frustración, hervor. Deben de sucederse acercamientos también desde modernas perspectivas, pienso en una crítica feminista alejada de esencialismos reduccionistas, porque esta joven que optó por el suicidio —pues «era incapaz de matar a lo que amaba»—, devino en definitiva un ser excepcional y adelantado para su época.
Había nacido en el seno de rica familia de hacendados —su padre, el general Luis Ángel Milanés, fue veterano de la Guerra de independencia—, algo que no le impidió enfrentarse, con valentía inusitada, a los convencionalismos de una sociedad patricia y patrialcal. Sus apenas veintiséis años de vida bastaron para proyectar la personalidad rica, contradictoria, de quien estuvo obsesionada con el conocimiento, con la búsqueda de oportunidades para las mujeres, y demostró que se podían subvertir los roles malintencionadamente atribuidos a un sexo «débil». La «Autotobiografía», incluida al final del libro, igual que muchos de sus poemas, hace que sobren muchas imputaciones, constituye manifestación clara de sus ideas y personalidad.
La poeta, ya separada de su esposo Ramón Fajardo que constantemente la humillaba a través de sus infidelidades, su vida veleidosa y carente de espiritualidad —le prohibió tener en casa una máquina de escribir, consideraba la literatura una pérdida de tiempo—, mantuvo una relación espiritual muy cercana con el Dr. Enrique Pérez Fernández, y fue objeto del comentario maledicente de la falsa élite pueblerina. Quizás por su espíritu romántico, al verse incomprendida, definitivamente opuesta a la fatua moralidad de la época, sin tener dónde descansar su cabeza —algunos testimoniantes consideran que sus supuestas mejores amigas echaron a rodar los malos comentarios—, decidió en un acto desesperado poner fin a su existencia con un disparo.
Presumiblemente, la noche antes había escrito su «Epitafio», manifestación plena de un espíritu especial que, incluso en el breve curso de un relámpago, nos calentó, pese a que seres oscuros como los de Fajardo no sólo quisieron destruir su obra, impedirle crear, sino también luego arruinar su moral y borrar su nombre. Hoy día, sus restos descansan en el Cementerio de Bayamo. Su tumba reproduce los deseos de la poeta y allí se lee su «Epitafio». Toda la furia de la Milanés resumida en estos versos, «especie de embriaguez nocturna, de reflejo último, y cansado», que nos ilumina, por siempre, como otro misterio.