En poesía uno no decide, obedece. El poeta, el artista, no tiene un voto sino una función de obediencia. Una función de obediencia es más irresistible que un voto, y esta especialidad irrita al religioso, que suele no comprender no ya al artista o al poeta, sino al Amor que estas obediencias, y sus formas y profundidades, ha previsto y decide.
La idea de que el artificio es artificial, es decir, falso, es falsa. El universo es un artificio cuya llave desconocemos, y del cual nuestras creaciones son artificios secundarios, aunque muy especiales, tal vez cimeros. El lenguaje literario es un artificio válido, más cerca de la verdad que la conversación, en la que van todas nuestras falsedades más patentes. Necesitamos artificios verdaderos puesto que nuestra existencia es irremediablemente falsa. Una de sus falsedades es la evidencia de sinsentido, insignificancia o monotonía. El artificio artístico exhibe por el contrario un propósito, una dignidad y un recreo.
La creación artística revela la posibilidad de sentido de la existencia aparentemente sin sentido, y su enorme riqueza feliz. La variedad de ritmos es precisamente un emblema de esa opulencia. Y en el lenguaje artificial literario, el ritmo es mucho más rico que en la conversación y su sentido lúdico se incrementa. Un soneto, por ejemplo, es un juego sometido a ritmo no solo del verso, sino de las estrofas. Son dos dos que siendo cuatro y tres se acortan en la brevedad de un uno, del uno de la expresión. Un juego numerológico en que la tetractys, uno, dos, tres, cuatro, se invierte de regreso al uno. Por eso el último verso de un soneto suele ser rotundo. Y por lo general, también el primero. Es decir, hay ritmo del verso y ritmo de la estructura, y también de las imágenes, los sonidos, etc. Algunos de esos ritmos forman un inventario lúdico que puede y debe usarse en perpetua renovación, puesto que su eficacia es absoluta (es el caso del soneto). Otros se crean por el poeta en cada poema en cuestión, sin desdoro de que se incorporen luego al inventario universal.
Admiro la pobreza voluntaria, y la practico, pero no me molesta que haya personas ricas, incluso muy ricas. Su existencia contribuye al desarrollo de la arquitectura, la decoración de interiores, el diseño de modas y la alta cocina. La gente rica puede ser un factor de civilización y de cultura. Y siempre habrá gente que sueñe con la riqueza, entre otras cosas porque no tiene nada más con lo que soñar. No todos pueden escribir libros, recluirse en un monasterio, hacer descubrimientos científicos, inventar aparatos o ganar la carrera de maratón, —resultados que enriquecen al mundo. Lo que me molesta es que haya pobreza involuntaria e injusta, por la indiferencia o la maldad de los ricos, y de los pobres. En cuanto a la miseria que proviene de la mala actitud ante el trabajo, puede y debe ser paliada por la caridad, pero no tiene remedio. Nunca podrá garantizarse que todas las personas tengan una actitud positiva ante el trabajo, aunque el primer factor de civilización es educar a todos en ese culto.
Aquel que odia al rico probablemente lo envidia y no es otra cosa que un farsante. El odio no se justifica, además, por ninguna causa. Los dirigentes comunistas han odiado a los ricos con la hipocresía de defender a los pobres, y se han hecho ricos en cuanto han tomado el poder, con una riqueza mucho más cerrada, egoísta y violenta que la de los capitalistas, y habiendo llenado de odio al pueblo.
La brevedad y la exigüidad de la vida, frente a la magnanimidad aparentemente inútil del cielo estrellado, oh Kant, siempre me hace pensar en un chiste. La forma justa de la magnanimidad que nos toca es la pequeñez, la brevedad, el hambre. Demasiado poco en demasiado. Tiene que haber más. Hay una confianza magnánima de que podemos entender esta confianza, la de entender bien y rápido que hay más, mucho más, contra la evidencia de que todo es poco, nada.
El intento fallido de cierta lingüística contemporánea de descubrir una gramática universal para todas las lenguas, denota por un lado la permanente tendencia de nuestra época al pensamiento totalitario, que no es una construcción exclusiva de Hitler o Stalin, y que asoma incluso en las matemáticas (la doctrina de un sistema matemático igualmente universal, cuya inconsistencia fue demostrada a tiempo por Gödel); y por otro lado ofrece una posibilidad de humildad, de realidad y de grandeza a los escritores y a los filósofos, que tienden a ver su palabra como la Palabra. Cristo no escribió nada y habló en una lengua secundaria: con la imposibilidad de una gramática universal, la sintaxis y el léxico de sus discursos seguirá por siempre en el misterio o por lo menos la duda. Pero el cristianismo, qué casualidad, es una religión de actos, no de conceptos. El acto del escritor o del filósofo con la palabra nunca será universal, nunca podrá aspirar a un absoluto. Al filósofo esto le duele, pero más doloroso aún es para el poeta, empeñado en convertir su particularidad expresiva en una perfección no solo imposible, sino inútil. Pero el acto que es la búsqueda de esa perfección, vale.
El primer ilustrado es el maestro.
Yo estoy en el tiempo para rendir cuentas en el tiempo, y no para que el tiempo me rinda. El tiempo es bruto, absurdo, inútil, a menos que se rinda cuentas. Los que tenemos una tarea en el tiempo estamos por encima del tiempo, que ya es mucho. No por eso nos ganamos así la eternidad, pero decimos no a la nulidad del tiempo, que ya es algo. Mucho. Aunque nunca bastante.
La caridad no se hace a quien uno quiere, sino a quien uno debe. Seleccionar una actividad caritativa no es sino una actividad recreativa o autojustificativa en nombre de la caridad. Es hacer una falsa caridad para no hacer la caridad auténtica. Las iglesias están llenas de esta traición. Los políticos la manejan con destreza. Tal vez pueda surgir algún partido político que la identifique, la combata y la evite.
Uno debe tener confianza en sí mismo no porque haya hecho esto o aquello que merezca un respeto o una alabanza. Uno debe detener confianza en sí mismo porque lleva en sí el sello de la confianza del Creador, que nos ha creado y nos permite existir. Uno debe tener plena confianza en sí mismo porque sí.
Un dictador es un tipo que prefiere entregarle el poder a la muerte, y no a sus conciudadanos. No es de extrañar, porque su poder es de muerte, y de la muerte ha obtenido su poder.
Comenzando el tercer milenio cristiano asistimos al fin de las dictaduras en el mundo. Avanzamos planetariamente hacia la República de la Libertad, con la dificultad de que sobrevivirá solo si es capaz de limitarse a sí misma para convertirse en República del Hombre global, con todas sus irreductibles diferencias y también con la verdad única que mi compatriota Guy Pérez Cisneros propuso en la Carta de los Derechos: todos los hombres somos hermanos. La República del Hombre no es tampoco el fin. El hombre no es una autotelia, y de ahí las religiones, las diferenciaciones, los conflictos de destino, de propósito, de alcance. Pero un mínimo de fraternidad universal, desde la libertad y la igualdad, habrá completado el tricolor francés y cubano para abocarnos a la solución del problema histórico: la República del Amor. Ni siquiera la República Universal del Amor es el Reino del Amor Universal, que es patrimonio de Dios. Pero gritará por él, clamará por él, para que desaparezcan para siempre el pecado y la muerte, las dos interminables dictaduras.
Si la vida es sueño, el trabajo de la vida es una pesadilla. Pero el juego del trabajo, y el trabajo del juego, son ejercicios imprescindibles para aprender a despertar.
San Agustín veía la eternidad como un descanso eterno. Sí, de los trabajos de la vida. Pero no significa que la eternidad sea el fin de toda actividad. La actividad de la eternidad la conocemos ya: es el Juego. El juego es una prueba de la posibilidad y la naturaleza de la eternidad, puesto que es una actividad interminable por inútil y porque nos hace felices. El juego empata la actividad terrena con la celeste. El juego de Dios, con Dios, empieza aquí.
Todos somos ansiosos. Todos esperamos algo. Sobre todo, a partir de determinado momento de la infancia o la adolescencia, esperamos la muerte. Y esperar la muerte es esperar la nada. O esperar a Dios. Pero esperar la nada no es tan fácil, tan estoico o despreocupado como pueda parecer para los felizmente ateos (o que creen serlo). Algunas personas hemos mirado esa nada cuando nos acostamos a dormir. El sueño como imagen de la muerte, como ingreso del ser en la nada. A mí me ocurría en mi juventud. Creer en Dios cura ese uso maligno de una posibilidad que es real, y para ciertas personas especialmente lúcidas y sensibles, y ansiosas, inevitable. Pero si uno no tiene fe o se niega a tenerla, que era mi caso, entonces uno mira la nada, y constata que un día uno ya no será el ser, sino la nada. Eso es espantoso e inexplicable. También es falso, pero mientras usted no tenga fe, será verdadero. Y entonces el miedo no se puede evitar. Y mientras más lúcida y sensible sea la persona, será mayor. A mí me causaba el horror de lo inexplicable. Pues el ser que se convierte en nada parece un disparate, una injusticia inconcebible. Y lo es. Descalifica la existencia misma del universo. ¿Cómo es el que ser que sabe que es, se hace nada? ¿Para qué existe algo, si un algo que sabe que es está condenado a desaparecer en el no ser sin explicación ni escape? Lo que pasa es que es falso. El ser que sabe que es, pero que no se ha creado a sí mismo ni sabe para qué fue creado, retorna al Ser que lo sabe todo y que lo creó, no para seguir siendo el mismo ser sino para ser más ser siendo el mismo ser en el Ser.
Padecemos hoy ese desespero de las mujeres por tener una igualdad con los hombres como hombres, buscando una realización en conocimientos, rangos, dinero, poder, etc. La mujer debe ser siempre jurídicamente igual al hombre. Cualquier desequilibrio debe existir en su favor, puesto que poseen el difícil privilegio de la maternidad. La diferencia de sexos o de inclinación sexual no tiene que ver con la igualdad sino con eso, la diferencia como diversidad, complementariedad y riqueza, no como competencia o uniformidad. El mito de la igualdad ontológica contemporáneo —desatado por la igualdad jurídica, que es un bien irrenunciable—, equivale a la creencia en los duendes o la serpiente del lago en la Edad Media. Yo no puedo ser igual a Martí. No me preocupa eso. No hace falta. No me hace falta. La felicidad no está en la igualdad con lo diferente, aunque esa diferencia se presente como algo mejor, sino con la acción del sí mismo, que es lo mejor. La igualdad mal entendida conduce al odio, a la envidia, a las demandas ridículas, a las actividades frenéticas e imposibles, y al matrimonio llamado igualitario, un tipo de unión válida excepto si se pretende que niños desamparados tengan dos padres o dos madres, después del desamparo de no tener los propios; y ni hablar de fabricar hijos, para quitarles el padre o la madre biológicos. Es asombroso que personas nobles que luchan por este tipo negativo de igualdad no se den cuenta que están creando niños desiguales a los otros, que habrán de sufrir una desigualdad social y espiritual que puede llegar a ser, más que incómoda, devastadora. En cuanto al trabajo de la mujer: yo conocí a dos trabajadoras exitosas que me dijeron, una: prefiero hacerles dulces a mis hijos; la otra: prefiero decorar la casa. La imposible igualdad de los sexos ha hecho al mundo no más diverso, sino más igualmente masculino, en lo peor del género. El mundo es hoy duro, cruel, grosero, violento, desprovisto de gracia y de delicadeza, hostil a la belleza, inhabitable para los hombres, vacíos de carácter por impotencia ante el triunfo total de la peor masculinidad; y ni hablar para las mujeres. Mis tías Argelia y Blanca terminaron por no ver más televisión. Uno merece la plenitud de su ser, no la igualdad con lo que no es, que hace imposible no ya esa plenitud sino simplemente el ser. Nunca seré igual a Dios. Yo soy semejante, pero, gracias a Dios, nunca igual a Dios. No tengo ganas de extraviar mi ser manejando supernovas.