A los once años intenté producir hidrógeno haciendo reaccionar unos pedazos de zinc con ácido sulfúrico. Algún gas se liberó, para admiración de profesores y condiscípulos. Ya era monitor, es decir, profesor improvisado de Física, y explicaba la Teoría de los Vasos Comunicantes. Al mismo tiempo me ponían a hacer líneas por hablar en clase. Pero eran los años sesenta, la Ciencia nos iba a labrar un Futurama —había una tienda con ese nombre en Camagüey— en el año 2000. Mientras mis compañeritos jugaban a la guerra soviética de rojos y blancos, yo leía La isla misteriosa de Julio Verne, y los astronautas de la Apolo 8 volaban por primera vez hacia la Luna. Luego estudié Economía y fui monitor de las especialidades de econometría en la Universidad. Mi interés por las ciencias es raigal, y las sigo día tras día. Amo las matemáticas como Ciencia de las Estructuras del Ser, no como instrumento para manejar el mundo. Me fascina la Topología y la Teoría de Grafos. En mi juventud escribí Hombre y tecnología en José Martí y creo que valdría la pena que volviéramos a ese humanismo para que le perdiéramos el pánico a una tecnología que se pretende con vida propia, al margen de nuestras expectativas más profundas. Ciencia y tecnología son para mí dones divinos que amo.
La principal superstición contemporánea es la fe en que la Ciencia es la Verdad. Lo que no es científico es falso. Lo más divertido es que no existe la Ciencia, sino solo las ciencias. Las ciencias son todas parciales. No hay ni puede haber una Ciencia General. Esa aspiración pertenece a la filosofía y la teología, que no son ciencias, al menos en el sentido en que lo son las otras, porque no poseen base experimental. La verdad científica se considera establecida mediante el experimento, pero en ese caso las matemáticas no son ciencias. En cuanto al experimento, su verdad reside en la calidad del experimento, que a su vez depende de la experiencia del experimento en cada momento histórico. En el macromundo los experimentos demuestran con precisión la física de Newton. En el mundo de las micropartículas, no. El totalitarismo de las ciencias conduce paradójicamente a una pérdida del sentido de las verdades generales, es decir, a la posibilidad de entender globalmente el Ser. Para el científico, el filósofo y el teólogo no hacen más que hablar. Para el filósofo y el teólogo, el científico no hace más que insectear, como decía Martí, por lo particular.
La fama actual de las ciencias tiene una causa evidente: garantizan la tecnología y (por lo tanto) el bienestar terrenal. Supuestamente, sin fin. El mito renacentista del paraíso terrenal conduce asimismo a la renuncia a entender globalmente el Ser, a preguntarnos por qué existimos y por qué existe lo que existe, preguntas prohibidas, consideradas falsas o ridículas en una época que quiere gozar y gozar (mediocremente), mientras se pueda y luego acudir a la eutanasia. Políticos, científicos, tecnólogos, economistas y gozadores tienen un solo problema: las tales preguntas no han desaparecido ni pueden desaparecer. La misma razón humana, en la que dicen fundarse las ciencias, volverá a plantearlas una y otra vez mientras exista el hombre. El hombre común, el filósofo y el teólogo intentarán responderlas siempre.
Para mí, sin embargo, la respuesta no la tienen ni la filosofía ni la teología, sino la Revelación. Que no pertenece a la teología, aunque sí a sus asuntos, sino al orden de la Realidad.
Es un hecho que ha habido esta revelación: morir en la cruz por amor. Lo asombroso es que ya ni siquiera hace falta el hecho. Sabemos ahora, hace dos mil años, que debemos morir por amor. Que eso es hermoso. Que es lo máximo. Que nos conviene. Podemos desatender esta recomendación, pero no eliminarla. Excepto al precio de eliminar la cultura occidental en pleno. Esta cultura puede ser en efecto eliminada, más que por los musulmanes o los judíos, por los occidentales aburridos de fracasar en materia de cristianismo. Otra cosa es que Cristo quiera abandonarnos, pero eso precisamente es Materia de Fe. Por ahora tenemos fe en la materia.
Curiosas alianzas: el hombre común, el filósofo, el artista, el teólogo. En el otro bando: el político, el científico y el tecnólogo pervertidos, el comerciante. Los primeros son personas de la pregunta. Los otros, ya tienen la respuesta, que consiste en eliminar la pregunta y sustituirlas por la mitología del Presente.
La tralla existe. La tralla es sagrada. Hay una cantidad de tralla en el mundo que no puede ser abolida, ni con la eugenesia. Gente tralla, que está allí para que nos humillen la soberbia de ser mejores. Son indispensables. Hay que venerar la tralla.
Yo soy tralla también. Al menos por todo el bien que debiera hacer y no hago, soy tralla. La otra tralla me humilla porque sospecha que lo soy. La condición de hijo de Dios no la pueden sospechar.
Cuando el sacerdote no es santo, suele no ser más que un político hipócrita.
Sabemos muy positivamente que la soberbia existe, pero no hay un solo estudio sobre la soberbia en el hombre.
¿Por qué no hay un estudio de la soberbia en el hombre? ¿Será que el esfuerzo de la cultura no es otra cosa que soberbia? ¿O que estamos en una fase cultural inferior, que solo será trascendida cuando el tal estudio se ponga de moda? ¿A qué nivel de incivilización debemos desplomarnos antes de que tal iluminación ocurra?
Ninguna de nuestras debilidades es una desgracia. Es una posibilidad de humildad, de inteligencia y de comunicación. Basta pensar de esta manera para que la debilidad se convierta en fortaleza.
El extraño y decisivo fenómeno de la autoconciencia nos da una soberanía real e inevitable sobre todo lo que no es autoconsciente, es decir, sobre el universo. El hombre es Rey del universo. Pero al mismo tiempo está sometido a las leyes del universo. Es siervo de ellas, aunque no quiera. Y no quiere. Porque la autoconciencia se reconoce como mejorque el universo. Lo que es una buena evaluación. Y necesariamente tiene que sospechar que tiene otro destino que el de obedecer al universo, que le es claramente inferior y que parcialmente le obedece, pero que le limita y le enferma y terminará por darle muerte. Lo difícil para algunos es darse cuenta de que esta autoconciencia tiene unos límites en su autonomía. No se ha creado a sí misma, y no puede mantenerse a sí misma por encima de las leyes del universo. Si se reconoce como hija, descubre a la Conciencia del Creador. Si se reconoce como potencialmente infinita (y la conciencia no puede concebirse como finita, aun siendo finita), descubre la Trascendencia.
El Big Bang supongo que es una teoría superable, como toda teoría. Pero ha dejado una sospecha: que la materia pudiera no ser causa sua, que la inmanencia de la materia pudiera no ser más que una opinión de la ciencia decimonónica. Lo decisivo es que esa sospecha ya no podrá ser cerrada jamás, puesto que fue abierta por los datos de la ciencia. Cualquier evolución ulterior de la ciencia puede volver a poner sobre la mesa los datos de una materia que no logra sostenerse a sí misma en el tiempo. Menos aún, fuera del tiempo. La cosmogonía del Big Bang no demuestra la existencia de un Creador, pero arruina para siempre la posibilidad de creer en la inmanencia de la materia.
¡Tengamos fe en la materia! ¡La cola del pavorreal!
¿Cómo es que hay, por todas partes, Belleza? ¿Para qué?
La decisión de amar es mía: la oportunidad de ser amado depende de Dios. Debo preocuparme por lo que puedo decidir, no por lo que no me puedo agenciar con mis actos.
El que ama es fuerte; el que es amado, a menudo es débil, y (o, porque) su debilidad suscita la compasión y el amor del fuerte. También es cierto que la fuerza personal para el amor solo es máxima si uno se siente amado, por otra persona o por Dios, de manera intensa y exclusiva.
El principal signo del amor que Dios nos tiene es el don mismo de existir, y de existir para la vida eterna amorosa con Él. Hemos sido creados para su Amor. Solo los santos viven este misterio de alegría con toda claridad, y de ahí el asombroso carácter que despliegan ante cualquier circunstancia de la vida, sus hazañas inexplicables y el sano interés que demuestran por morir, erótica del acabar de romper la tela que los separa del Amor.
Yo soy un animal ritual, pero hay que ponerle un límite a los ritos, los templos y aun a las Iglesias como forma de la relación con Dios. Es necesaria la total soledad con Dios en la conciencia y los actos. Las Iglesias, los templos y los ritos son mediaciones, necesarias por nuestra debilidad. Aferrarse a ellas es claudicar frente a esa debilidad. De cuando en cuando es conveniente renunciar a esas mediaciones, hacer no el rito del retiro sino el retiro de los ritos. Nuestra debilidad reclama mediaciones, y también la renuncia a ellas.
Ser mendigo de la miseria humana conduce a más mendicidad. Ser mendigo del amor de Dios conduce a la opulencia, puesto que una sola migaja que cae del infinito es inmarcesible, —es ya el infinito.
Nadie es inocente, pero cuidado: los mayores culpables nos quieren hacer creer que la culpa es igual, además de universal.
Hay cristianos que creen que todos los pecados son mortales. Al que dice una mentirilla piadosa, lo igualan al asesino, al violador, al dictador. Los que esto creen, piensan que pueden vivir sin pecado, es decir, que ya son Cristo, y esto sí que es pecado mortal. O se sienten muertos y condenados todos los días. Pero el pecado venial existe y desaparece. La vida es una muerte continua y una posibilidad continua de resurrección.
Hay Ley, hay Ordo Amoris, hay Vida Eterna, el recién nacido sonríe, hay Buen Humor.
El buen humor sostiene y prolonga la vida. El mal humor la agrede y la acaba. El mundo y el hombre están correctamente diseñados.