«Oscura cabeza negadora» llamó en cierta ocasión José Lezama Lima a Virgilio Piñera (Cárdenas,1912-La Habana, 1979). Desde sus días juveniles, la significación de ambos escritores ha sido reconocida en forma de contrapunto, según coincidencias y desencuentros personales, como lo hace Guillermo Cabrera Infante en el libro Vidas para leerlas: «no hay vidas más disímiles (y a la vez más similares)».
La escisión entre ambos se hizo más evidente tras retirarle José Rodríguez Feo el apoyo a la revista Orígenes, de Lezama, y fundar Ciclón (1955-1959), en la que Virgilio fue la principal figura. El propio Piñera, en su obra de teatro El gordo y el flaco —estrenada en 1959— , parodia esta absurda relación de contrarios que se complementan: el flaco se come al gordo y, por tanto, se vuelve gordo.
Su alteridad los ha iluminado, sobre el fondo de una misma época y una ciudad compartida, porque llegaron a la cúspide de las letras por caminos diferentes y hasta opuestos. Pero sin duda es Virgilio la encarnación del antagonista por antonomasia, maldito, incómodo e impactante; el escritor de las distopías, a quien se aplica con preferencia un modelo de lectura que tiende a tomar sus aciertos literarios por respuestas o reacciones ante condicionamientos externos, cual reflejo distorsionado de la realidad social, los debates generacionales y las polémicas.
«Fue por naturaleza un negador—afirma Rine Leal en el prólogo a la compilación de su Teatro completo (2002)—, y esto lo condujo a elaborar una estética de la negación».
La "liberación" de la literatura en Cuba
Movido entre la carnalidad, el sarcasmo y el vacío existencial que laten en sus textos, Virgilio protagonizó un impulso liberador o «demoníaco» dentro de la literatura cubana a mitad del siglo xx, cuando distintos grupos y autores intentaban reformular visiones idealistas para un proyecto de nacionalidad —muy deteriorado tras sucesivos intentos de revoluciones— que entroncase otra vez con lo clásico, la Historia, lo trascendental, o la más simple tradición.
Su pacto a muerte con la vocación literaria iba a resultar, en ese sentido, discordante, pues su preocupación fundamental consistiría en expresar su propio ser, su individualidad. Y era el suyo un ser genial que tenía una relación ética e incorruptible con la literatura.
Muchas veces, en lugar de su nombre, firmaba «El Escriba». Ya en Las Furias (1941) —primer libro que logra publicar de manera independiente—, en una modesta edición de autor, presenta el lenguaje caótico y casi irracional de una voz hecha de pulsiones, ruidos, residuos; entre los intersticios de un sujeto diverso, amplio y corrosivo; a la búsqueda de novedad y al mismo tiempo de la mayor sinceridad posible. Su período de tanteo y formación, que coincidió con el deambular de su familia por el interior de Cuba, rindió frutos rápidamente.
Desde su natal Cárdenas, se asentaron primero en Guanabacoa y luego en Camagüey —aquí recibe clases de Felipe Pichardo Moya y cursa el bachillerato—, hasta que en 1937 llega a la capital, donde lo esperaba el encanto que rodeaba a José Lezama Lima.
«Ya en La Habana empezó en forma mi eterno combate contra la escritura. Para mí, escribir ha sido siempre una verdadera tortura».
Sin embargo, bajo semejante influjo neobarroco o gongorino escribe un solo poema: «La destrucción del danzante», evitado después por él y por muchos antologadores. Juan Ramón Jiménez incluye su poema El grito mudo en la antología La poesía cubana en 1936. Del mismo modo que nunca halló comodidades a lo largo de una vida lastrada por la miseria, tampoco buscó éxito o descanso en el arte.
Tras certificar bajo juramento que era real y absolutamente pobre, fue que calificó para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana; luego ni quiso graduarse, según él por no bajar la cabeza ante «unos burros».
Su sentido agónico se manifiesta en un desconocimiento constante de los límites genéricos y los dogmas, así como en un enfrentamiento caótico a fuerzas superiores, contra todo y todos, empezando por la imagen de sí mismo y por su vehículo de realización expresiva. Como autor, crecía avivando y consumiendo su lucidez entre la violencia de las contaminaciones, el humor negro, la parodia y la paradoja.
De su autobiografía, nunca editada en forma de libro, son estas confesiones: «Ya en La Habana empezó en forma mi eterno combate contra la escritura. Para mí, escribir ha sido siempre una verdadera tortura»1.
Accede al pedido de José María Chacón y Calvo, en 1941, y ofrece una conferencia sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, pero, para escándalo de los presentes, la acusa de «adornarlo todo» y «hablar mucho sin decir nada». «Desde entonces —reflexionó a posteriori— soy un escritor irrespetuoso. Pero me siento muy bien con mi falta de respeto». Por cierto, para el mismo ciclo de charlas, denominado «Los poetas de ayer vistos por los poetas de hoy», Lezama preparó su enaltecedor ensayo Julián del Casal.
Del mito al ostracismo
La publicación del largo poema La isla en peso (1943), texto de tesis sobre el tema de una identidad nacional negativa, significó el aporte literario, desde una antípoda, al discurso patriarcal y trascendentalista, a la idealización del pasado y la búsqueda mitológica que promovían Lezama y otros integrantes católicos del Grupo Orígenes.
Cintio Vitier no puede comprenderlo y, en Lo cubano en la poesía, asegura que «Virgilio Piñera nos conduce a un desfiladero de amargas disonancias, voluntaristas, y también fatales». Lo cierto es que, explorando un discurso más moderno y vital, con una sensibilidad propia de las vanguardias, y de acuerdo con su ejercicio de franqueza sin límites, Piñera conducía su literatura —y tras de sí a siguientes generaciones en Cuba—, a una noción postmoderna de la libertad y el compromiso.
Decía que no era poeta, pero escribió poemas memorables, y a costa de sus modestos recursos creó una revista que nombró, precisamente, Poeta (1943).
Las destrucciones, el vacío, el cuerpo y la desmitificación fueron algunas de sus obsesiones fecundas. Se alejaba siempre a tiempo de los grupos de poder y las oportunidades para escalar, y encontraba su lugar en la marginalidad, de muchas formas, como en el exilio. Residió en Buenos Aires, en tres etapas distintas, entre 1946 y 1958.
Allí se vinculó a la revista Sur; amplió sus publicaciones, sobre todo como narrador, con la aparición de la novela La carne de René (1949) y Cuentos fríos (1956); y trató «gente tan culta, tan informada y brillante como la de Europa», refiriéndose a Borges, Mallea, Macedonio Fernández, Martínez Estrada, Girondo, losdos Romero, Bioy Casares, Fatone, Devoto, Sábato, entre otros.
«Sin embargo, de tantas excelencias, todos ellos padecían de un mal común. Ninguno lograba expresar realmente su propio ser. ¿Qué pasaba con todos esos hombres que con la cultura metida en el puño no podían expresarse?»2.
Se opuso abiertamente a la poesía pura, así como al intimismo de Eugenio Florit y al neorromanticismo y neoclasicismo de Emilio Ballagas. El artículo Permanencia de Ballagas fue escrito con ese propósito: «Aclaremos: no es posible que la pedrería vaya por un lado y el alma por el otro. Florit se hacía cada vez más lujoso, más estatuario, marmóreo y perfecto, pero todo eso era en detrimento de unas furias que inútilmente pugnaban dentro de él por dar los grandes gritos». Decía que no era poeta, pero escribió poemas memorables, y a costa de sus modestos recursos creó una revista que nombró, precisamente, Poeta (1943).
En narrativa, sus novelas y cuentos lo ubican a la vanguardia de la vertiente imaginativa que —junto con Enrique Labrador Ruiz, Dulce María Loynaz y el propio José Lezama Lima—, significó una superación de los clichés del criollismo y el realismo. No obstante, el teatro fue su piedra de toque. «Confieso que soy altamente teatral», escribió en el prólogo a su Teatro completo (1960). La originalidad de obras como Electra Garrigó y Aire frío, aunque en su momento fueron incomprendidas, y hasta atacadas, marcó un antes y un después sobre la escena.
Pero, dentro del nuevo sistema político, pronto se convirtió en blanco de ataques, debido a su homosexualidad y su heterodoxia congénita.
Para probarse a sí mismo, temeroso de perder la posición de la vanguardia, concursó en 1968 y ganó el Premio Internacional de Teatro Casa de las Américas con Dos viejos pánicos. Es considerado —expresión que le causaría risa— padre del teatro cubano. Disfrutó un período de euforia personal, y correspondientes gratificaciones, durante los años iniciales de la Revolución, cuando laboró en el magazine Lunes de Revolución y dirigió Ediciones R (1960-1964). Entonces sus obras pudieron imprimirse por primera vez en miles de ejemplares.
Pero, dentro del nuevo sistema político, pronto se convirtió en blanco de ataques, debido a su homosexualidad y su heterodoxia congénita; hasta que por último casi nadie se atrevía a pronunciar siquiera su nombre. Al final vivía asistido por la amistad furtiva de pocos y con el único alivio de la escritura en la sombra, desempeñando un tímido empleo de traductor y dedicado, en su ostracismo, a crear frenéticamente; no obstante, vaticinó que en su país iban a celebrar su centenario con grandes honores. La historia le dio la razón.
1. Carlos Espinosa: Virgilio Piñera en persona, Ed. Unión, La Habana, 2011, p. 94.
2. Carlos Espinosa: ob. cit., p. 141.
(Este ensayo forma parte del libro Sagradas compañías, que compila textos de Ileana Álvarez y Francis Sánchez y fue ganador del Premio Nacional de Ensayo "Ciudad de Matanzas 2015". Está publicado por Ediciones Deslinde y a la venta en su sitio web).
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