¿Qué más puede decirse de Guillermo Cabrera Infante, en cualquiera de las dos orillas, que no se haya dicho ya? Era nocturno, triste y amargo, como cualquier escritor. Era un malabarista de las palabras, un humorista de lo serio —es decir, un pesado— y un practicante del rito del habano. Era, por último, un cubano en el exilio, y decir eso es ya una especie de epitafio.
He tenido delante de mí, en casi treinta volúmenes, la colección añeja y bien encuadernada de la revista Carteles, donde Cabrera Infante inventó su propio género de periodismo apóstata: la crónica de cine. Estas crónicas —crítica era un nombre que le hubiera aburrido— no las firmaba él sino G. Caín, un seudónimo que, como el tiro que explota por la culata, le resultó profético. A la larga, igual que el personaje bíblico, Cabrera Infante tuvo que salir del paraíso con la marca del exiliado y del traidor.
Pero en aquel momento temprano —después de haber sido arrestado por atiborrar un cuento de english profanities— Caín era solo un corrector de pruebas de imprenta, periodista de camisa blanca y espejuelos de miope, y el escritor era solo un sujeto que existía en potencia, más por juego que por oficio. Obligado a no usar su nombre y apocopando sus apellidos, Caín comenzó a publicar sus crónicas en aquella revista que aún hoy, amarillenta y tostada, puede hojearse en las bibliotecas.
Caín comenzó a publicar sus crónicas en aquella revista que aún hoy, amarillenta y tostada, puede hojearse en las bibliotecas.
En el prólogo a la antología de estas crónicas, Cabrera Infante dramatizaba la "tortura" de sus lectores: "Con una paciencia ante la que Job parece un frívolo y Caryl Chessman un desesperado, los suscriptores esperaban cada miércoles con una mezcla de expectativa angustiosa y helada indiferencia: ¿aparecerá hoy también?, ¿cuándo acabarán de quitarlo?, ¿este hombre nunca duerme? Pero Caín persiguió a sus lectores con una saña montecristiana y los alcanzó allí donde menos ellos lo pensaban: en una guagua, en la barbería, en la antesala del dentista".
Nunca entendí nada de lo que dijo —confesó un lector, tiempo después— pero lo decía de una manera tan fascinante, tan suya, que era imposible no leerlo. Caín recogió sus trabajos en Carteles —luego de que en 1959 se convirtiera en uno de los personajes más influyentes de la cultura cubana— en Un oficio del siglo XX.
Cuando Guillermo Cabrera Infante murió, el 21 de febrero de 2005, ni el noticiero ni los periódicos de Cuba publicaron la noticia.
El libro tiene una edición cuidadosa y está sazonado por una serie de caricaturas que representan a Caín con su pipa bien cargada y humeante, Caín masticando y digiriendo palabras, Caín matando y enterrando a Caín. Esta voz, falseada por un Cabrera Infante que finge prologar un libro ajeno, es el anuncio de lo que vendría después, en sus novelas mayores —Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto— y en sus otros libros, de imposible clasificación.
Muy poca gente fue tan constante en sus obsesiones: Cuba, la ciudad, el cine, las mujeres, la noche, el bolero, el humo puro del habano, la libertad y la destrucción del lenguaje, para lo cual diseñó cientos de experimentos, concebidos como exorcismos de estilo. Su naufragio lo hizo recalar en Londres, hasta el final de sus días, en compañía de su mujer, sus libros, su gato y sus amigos. Lo cual, como se sabe, es la única manera en que puede vivir y morir un escritor.
Cuando Guillermo Cabrera Infante murió, el 21 de febrero de 2005, ni el noticiero ni los periódicos de Cuba publicaron la noticia. Eso quiere decir, para un lector triste y esperanzado como yo, que existe la posibilidad de que Caín esté vivo. Feliz, cumplido y sonriente, gastando despacio su tabaco en algún bar de La Habana, escondido en la inmortalidad de las palabras.