Se me conoce -y seguramente se me detesta- por mi defensa continua de los valores de la nación cubana. La crisis del sentido nacional que nos ha regalado graciosamente el supuesto nacionalismo de los comunistas, con sus millones de ciudadanos huyendo durante décadas y ahora un pueblo descamisado que protesta y es apaleado por unos matones del gobierno en las calles, sería la confirmación de que hay naciones, ya ni siquiera estados, absolutamente fallidos; que a lo sumo los cubanos seríamos como los dacios, pueblo que fue heroico y tuvo reyes y fue desaparecido por los romanos, hasta el punto de que se dice que Trajano mató a todos los hombres de esa provincia del Imperio, como para que no quedara descendencia de gente tan inferior. Peor: el intento ruso de dejar a Trajano convertido en un mediocre y hacer desaparecer en una semana una nación de cuarenta millones de personas -los dacios no pasaron de dos millones-, contribuye al malestar, las quejas, el llanto interminable por nuestro fracaso, pues los ucranianos no se sienten Nueva Rusia sino Ucrania, y mueren por miles dispuestos a derrotar a la superpotencia de al lado, y van venciendo. Y el colmo: los matones nacidos en el Archipiélago vuelan a socorrer a la superpotencia en ridículo. Verdaderamente, la gran tradición cubana de Varela y Martí parece no ya robada por los comunistas, sino necesariamente fracasada, y como no hay nada que pueda sustituirla, pues entonces somos dacios, y nos urge buscar algún Trajano que nos mate o nos salve.
Contemplar o participar de la naturaleza estuvo bien visto: recordemos el espléndido poema de La Avellaneda "La pesca en el mar".
A llorar al parque, dice el pueblo. Los cubanos somos muy alegres, muy dicharacheros. O éramos. Supongo pues que llorar en el parque resulta muy saludable, aunque yo prefiero hacerlo a domicilio, pues llorar es inevitable y humano y nuestra exuberante naturaleza nos acoge y nos libera del sufrimiento con la evidencia de los Triunfos del Creador. Pues bien, mis queridos compatriotas del llanto en el parque, voy a hablarles de nuestros parques. Para que acaben de sufrir de tal manera que se les agoten las Noventa y seis lágrimas, tema rock de moda en Camagüey en los sesenta, bailado entonces con furia por los padres de los matones o descamisados, y que descubro ahora que era una canción desesperada de venganza gay. Pues los parques cubanos son en sí mismos motivo de llanto, una de las disfunciones nacionales a las que tenemos que atender, que debemos enumerar, que todo ciudadano debiera tener presente todos los días, a ver si la humillación de padecerlas nos invita a vengarnos de nosotros mismos. Están ahí, van a seguir estando ahí, algunas tal vez sean insuperables. Son muchas, muchas disfunciones. Esperen más. Pero empecemos, para que no vayan a suicidarse o convertirse en rusos, por estas disfunciones nuestras, tan delicadas, de los parques y los jardines.
Hay que recordar que los parques, a los que estamos tan acostumbrados, son una invención de hace unos doscientos años. Jardines hubo por milenios, parques no. En la Roma imperial hubo algo semejante a parques, pero esa institución de áreas verdes públicas en las ciudades es en realidad una creación decimonónica de Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos. El jardín de categoría, de Babilonia a Versalles, siempre fue privado, para los ricos y los opulentos. El parque es para todos los ciudadanos, y eso supone una ciudad socializada, mínimamente democrática. El burgués tenía que compartir la gran ciudad con el pueblo, y la ciudad se había aislado de la naturaleza de una manera brutal, no solo por el tamaño del área construida, sino por la presencia de industrias sucias y el hacinamiento de los pobres. Se llegaba así al final de una etapa del proceso civilizatorio: la ciudad que había protegido al hombre de una dependencia total de la naturaleza durante milenios, pero que también lo había enajenado con esa separación, intentaba un mínimo de recuerdo y de regreso. El Romanticismo puso de moda a la Naturaleza en la filosofía, la religión, la literatura y el arte. Contemplar o participar de la naturaleza estuvo bien visto: recordemos el espléndido poema de La Avellaneda La pesca en el mar. El parque urbano es pragmatismo pero también sabiduría. El resultado mayor de esa época sigue ahí: el Central Park de Nueva York. Londres, la ciudad de las chimeneas decimonónicas, cuenta hoy con tres mil parques y el área verde ocupa el sesenta por ciento de su área. Los rascacielos empiezan a estar cubiertos de vegetación, del suelo a la azotea, y la azotea como jardín o parque. Regresamos a la idea de la Ciudad Jardín de fines del XIX. Londres pretende ser declarada Ciudad Parque Nacional, la primera en el mundo.
El Casino Campestre, el Parque Lenin y las ruinas cubanas
Hoy que La Habana es una acumulación de ruinas, resulta humillante descubrir que en el comienzo mismo de la República estábamos orientados hacia la Ciudad Jardín, primero en la urbanización del Vedado, que sigue siendo admirada por muchos arquitectos extranjeros, y luego en la planificación y construcción de Miramar y Siboney. Incluso en Camagüey se creó el parque del Casino Campestre, llamado así porque estaba entonces en las afueras de la ciudad y servía de área para las ferias ganaderas. El Casino sigue siendo el mayor parque urbano del país, pero es solo una parte del área que se le había soñado originalmente. Una de las razones por las que me interesan los parques y los jardines reside en que desde niño he visitado el Casino, orgullo de todo camagüeyano incluso en el estado de deterioro físico y funcional en el que se encuentra hoy. Durante la república se crearon jardines botánicos, se multiplicaron los parques -el plan director de La Habana en los cincuenta recomendaba demoler edificios para aumentar la escasa área verde-, aparecieron mansiones campestres ricamente ajardinadas, y se extendió la cultura del jardín privado, hasta en las casas más modestas y las terrazas y balcones más humildes. La Revolución acabó con todo eso. Se suponía que para salir del subdesarrollo había que renunciar a lo que se consideraban refinamientos, prescindibles o burgueses. Hasta la decoración de merengues de los cakes, se esfumó. Las floristerías, negocio infame, fueron liquidadas.
En el Día de los Enamorados las damas habían recibido orquídeas por décadas, pero ya no. Aunque Cuba ha carecido siempre de la plenitud floral de Colombia o Brasil, actualmente no hay flores en Cuba. En las puertas de los cementerios se venden azucenas y girasoles mediocres, rosas amorfas, y alguna flor más. Casi nadie puede comprar ni siquiera esas flores. Y con la desaparición de las amas de casa, perdimos además el cultivo de flores a nivel doméstico: la flor de mariposa, símbolo nacional que estaba extendido por Camagüey de tal forma que se podía ir de cuadra en cuadra sintiendo su poderoso aroma en la calle, resulta una rareza. A veces se venden unos claveles raquíticos a los que no sé cómo se les ha privado del olor. Téngase en cuenta que el clavel es una planta hecha para prosperar en nuestro clima sin mayores cuidados. Hay ahora cuentapropistas que venden plantas decorativas, pero nunca rosas, orquídeas, claveles, flores de mariposa. Tierra, fertilizante, productos contra las plagas, instrumentos, cuanto recurso se necesita para la jardinería está casi totalmente ausente en Cuba. Falta, para colmo, lo único de lo que no debe carecer un jardín: agua. Ni para beber los humanos. Y aunque aquí y allá los entusiastas de los jardines se las arreglan para cultivar maravillas, especialmente en los repartos residenciales que cuentan además con un suelo propicio como en el Vedado o Miramar, Cuba presencia la degradación de sus áreas verdes, la desaparición de la cultura jardinera, la negación del parque como un espacio de la persona y la familia sin referentes políticos, la eternización de una propuesta de vida dura y cruda, sin descanso y sin gracia, de sobrevivencia brutal y de violencia.
Los comunistas practican una ideología primitiva, que hubiese escandalizado a Carlos Marx, y son incapaces de crear algo propio, bueno y durable.
Las revoluciones socialistas destruyen. Destruyen algo de lo malo y muchísimo de lo bueno existente. Pero eso no es lo peor. Por mucho que se esfuerzan -cuando se acuerdan de intentarlo-, fallan en construir. La excusa en Cuba ha sido la falta de recursos. Pero la Unión Soviética lo tenía todo, y basta mirar el edificio de la Universidad Lomonósov para comprobar que, aun cuando se siguiera un patrón occidental, en ese caso el Art Deco -referente también del decantado metro moscovita-, el resultado era tan ostentoso como espantoso. Los comunistas practican una ideología primitiva, que hubiese escandalizado a Carlos Marx, y son incapaces de crear algo propio, bueno y durable. Y cuando copian el progreso del enemigo, hacen el ridículo. En La Habana hemos tenido, paradigmática y divertidamente, el Parque Lenin. El nombre oficial del Parque Casino es el de Gonzalo de Quesada, secretario y albaceas de José Martí. Un busto de Quesada preside el parque. El pueblo lo llama por el nombre decimonónico y yo también, pero Quesada era un patriota cubano. Y la obra del parque, y sus usos. Surgió pues el Lenin, de nombre justísimo, con escultura de estilo soviético, a ver si derrotaba a Gonzalo. Pero qué va. Primero, no era área urbana sino suburbana.
Situado a veinte kilómetros al sur de la capital en un país donde transportarse es una odisea, nunca ha sido popular. Es un parque para turistas extranjeros (soviéticos en su origen) y cubanos con automóvil, es decir, comunistas, o que puedan pagar el taxi, o que se atrevan a encontrar el ómnibus a la ida y al regreso. Jamás estuvo completo y ha estado muy simbólicamente en estado de destrucción por décadas, y al cabo de cincuenta años lo han mejorado en función del turismo. Se trata de un verdadero y extraño parque leninista, aristocrático y vulgar, para mayimbes y gente con suerte. Más de setecientas hectáreas de terreno sin diseño paisajístico de mérito, con una variedad de elementos destinados a un concepto recreativo corriente, aparatos, restaurantes, un lago, algo de arte. No deja de ser asombroso que los mayimbes hayan intentado un parque -eso sí, en la sala del Palacio de la Revolución crecen helechos arborescentes-, pero desde luego les salió uno solo, antidemocrático, soviético. Ni siquiera supieron qué hacer con la gloriosa naturaleza cubana. Cuando estuve ahí, hace muchos años, recuerdo el sol implacable sin un solo árbol de sombra, en el país de los algarrobos y los ficus. Ningún paisaje para admirar especialmente. Metros y metros sin gracia y sin función. Aburrimiento. Para descargo de los arquitectos que trabajaron en esa mediocridad, debo decir que el área fue escogida personalmente por el doctor Fidel Castro, de manera que tal vez hicieron lo que pudieron con la topografía, la vegetación existente, y las orientaciones de arriba.
Los canteros de la Revolución
Un parque leninista no hace verano. Y a pesar de que el verano es recio aquí, los proletarios en el poder han demostrado un desinterés muy franco en eso de refrescar a los proletarios sin poder con parques y jardines. Y buena parte de las áreas verdes existentes han degradado por falta de atención. Sobreviven árboles y arbustos fuertes. Los rosales se extinguieron, incluso en la Quinta Avenida de Miramar, zona de embajadas. Si un algarrobo centenario molesta al tendido eléctrico, lo talan. Espero que se haya renunciado al propósito de sustituir -es decir, destruir- los laureles y almendros del Vedado, por árboles que no rompan la acera. En los años setenta, si no recuerdo mal, hubo un intento de equilibrar el parque aristocrático Lenin con unos canteros obligatorios incluso en las aceras más estrechas de las ciudades, donde los cederistas tenían que plantar algo para que se muriera enseguida, y volver a plantar. Mientras, los viandantes tropezaban con los horribles canteros y caían frente a esa revolucionaria cantidad de vegetación, que ni con la espalda en el suelo lograban darles sombra. Luego vino la orientación de arriba para destruir los paisajísticos canteros, quizás por las quejas en los hospitales, aunque todavía queda alguno en la calle Pobre en Camagüey, y unas suculentas que sobreviven ahí demuestran que en este archipiélago la naturaleza se aprovecha hasta de los imbéciles. Lo saben los mayimbes, que de cuando en cuando intentan mejorar las áreas verdes que han arruinado con indolencia, desidia y estupidez, sembrando plantas heroicas -aunque a menudo también se equivocan en eso- que puedan sobrevivir sin riego y sin cuidados. El resultado son áreas verdes feas, secas, tristes, que proclaman lo que hay en la cabeza de los gobernantes en relación con sus súbditos. Sin embargo, en el patio del Centro dedicado al doctor Castro en el Vedado, podemos admirar un refinado jardín vertical, como los que están de moda en cualquier parte del mundo.
Los jardines públicos siguen estando fuera de la consideración de los mayimbes, a quienes solo ha interesado la Plaza. El primer proyecto de la Plaza Cívica habanera, construida por Batista y usada por Castro, incluía jardines. Las plazas castristas son necesariamente áridas, desprovistas de césped y árboles, pues se necesita crear la sensación de poder total sobre una masa de donnadies. Otro momento revelador del odio del mayimbato al bienestar verde del pueblo resplandece en Alamar, ciudad obrera construida por ellos con infames edificios multifamiliares, -sin árboles. Los mayimbes viven en las arboledas burguesas del Vedado, Miramar y Siboney. Hay una relación interesante y poderosa, anunciada ya en el Génesis, entre persona, vegetación y paisaje, que triunfa en el parque urbano, y que es imagen de la democracia. Los mayimbes saben lo que hacen.
La profesión de jardinero inexiste aquí. En otra época se han graduado en Minsk unos licenciados en Economía y Organización del Transporte Fluvial, aunque en Cuba sólo el Toa es navegable. La jardinería debiera ser una especialidad con licenciados, ingenieros y técnicos. Es muy difícil encontrar aquí un jardinero público, pues ni de gratis vale la pena ocuparse de estas miserias; y sobran las personas que se dedicarían a la jardinería con pasión, como lo hacen en sus casas. Tantos arquitectos de mérito han huido del país en las últimas décadas, que vacilo en afirmar que la especialidad de Paisajismo está en falta entre mis connacionales. A lo mejor están creando en Brasil, como discípulos de Roberto Burle Marx, tal vez el primero en aprovechar nuestra exuberancia vegetal. O se han incorporado al estallido del paisajismo español, presidido por el gran maestro Fernando Caruncho. Iberoamérica es hoy en día una potencia del paisajismo mundial. No estamos detrás, sino fuera de esa gloria. Ni siquiera la relativa carencia cubana de flores exquisitas puede esgrimirse para justificar la pobreza de nuestros jardines y parques. El holandés Piet Oudolf, paisajista líder, ha revalorizado las plantas, yerbas y flores silvestres, como si hubiese leído a José Martí, que las amaba. Tampoco la carencia de agua: el paisajista norteamericano James van Sweden ha creado jardines revolucionarios de consumo mínimo. Se necesita voluntad e inteligencia. Y nos apoya el Creador, que nos ha regalado una naturaleza exuberante. Curiosamente, muchos paisajistas se quejan de que en el trópico los paisajes se vuelven imprevisibles, porque nacen enseguida plantas, enredaderas, árboles que alteran el diseño. Recordar, sin embargo, la sentencia de Gabriela Mistral: es en el Trópico donde el Creador se da completo. El creador de jardines, parques y paisajes cubanos debe y necesita explotar, con su talento, ese privilegio.
¿Es un abuso pedirle a gente que no sabe qué va a comer mañana, que medite sobre la conveniencia y la magia de crear jardines, parques, paisajes? Sí y no. Hay que salir de la incultura de la sobrevivencia. Somos un pueblo vital, que ama la vida en abundancia. Que aspiró en la república con impaciencia a unos niveles de civilización que estaban entonces fuera de nuestras posibilidades. Hemos perdido más de medio siglo y seguimos siendo impacientes, y por lo tanto irreales, y desde luego fallidos, y quejosos, y miedosos, y desidiosos, y frustrados. Volvamos a la consigna de Cuba la Bella, al Vergel Nacional que nos merecemos, que tenemos en el alma y que le debemos al mundo.
Siembre, compatriota, una semilla de anacahuita. Vea el brote levantarse de la tierra como una metáfora del poderoso árbol que es, que será.
Cultive y espere.
Camagüey, 5 de julio de 2023.
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