En Experiencia de la poesía, un ya experimentado Cintio Vitier aseveró, refiriéndose al hermetismo de nuestro más intrincado poeta, José Lezama Lima, que “cualquier ensayo de sistemática explicación acabaría por ser funesto, y no por improbable, sino por estéril”. En otra parte el propio Cintio, quien contó en aquel ensayo al maestro de Trocadero como una de sus principales y primeras influencias, ha confesado la frustración ante su empresa de desglosar el significado de los que quizás sean los poemas más “difíciles” del idioma castellano. Comparado con Góngora, la poesía del español parece una analecta de jeroglíficos cuyas brillantes sonoridades, bajo la luz neutra del raciocinio —digamos, de un Dámaso Alonso— terminan por menguar cualquier oscuridad de sentido.
Bien distinta ha sido la suerte de la exegética en los estudios lezamianos. Puestos a decir algo sobre el autor de Paradiso, un cúmulo de intelectos, filólogos, lectores indigestos de la Paideia de Jaeger y hasta empleados de la Unesco, han fracasado en la tarea de traducir la retórica de Lezama en unas líneas entendibles, o cuando menos razonables para el común de los lectores. Cierto, convengamos en que el común de los lectores no tiene por qué, aunque debiera, arrimarse al anaquel donde principian Muerte de Narciso, La Fijeza o Dador; pero tanto epos, ethos, eros, eidos, doxa, aletheia, pneuma, arjé, apeiron, etc. —conceptos que habrían abrumado al más egregio griego— construyen un espejo de opacidades en el que la alquimia natural del verbo se confunde con el miasma de los artificios y una seriedad hierática suprime a la erudición su carácter de juego. Las infinitas interpolaciones, las lecturas oblicuas —que el mismo Lezama recomendaba y practicaba— son posibles en toda obra de genio, y tal vez en toda obra de genio innecesarias, con la salvedad de la lectura creadora que enriquece la obra personal del comentarista. Ese es quizás el caso de Vitier y de Fina García Marruz, quienes se oponen a la “sistemática explicación”, escogiendo una variante más fértil del ensayo que aborda el sistema sin explicarlo minuciosamente, a excepción de aquellos fragmentos imantados hacia la piedra heraclea de una poética. La variante luminosa, clarividente, capaz del desentrañamiento lúcido de esta poesía enrevesada, pudo haber comenzado en el siglo XX si Don Octavio Paz, estudioso y admirador de los dioscuros Lucano, Góngora, Sor Juana y Mallarmé, hubiera incorporado al cubano en sus análisis. Escuchémosle disertar sobre el tema:
“El poema hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria de la historia… Cada vez que surge un gran poeta hermético o movimientos de poesía en rebelión contra los valores de una sociedad determinada, debe sospecharse que esa sociedad, no la poesía, padece males incurables.”[1]
“Su hermetismo —jamás del todo impenetrable, sino siempre abierto al que quiera arriesgarse tras la muralla ondulante y erizada de las palabras— es parecido al de la semilla. Encerrada, duerme la vida futura. Siglos después de muertos, la oscuridad de estos poetas se vuelve luz. Y su influencia es de tal modo profunda que puede llamárseles, más que poetas de poemas, poetas o creadores de poetas.”[2]
“Gracias a ellos el lenguaje, en lugar de dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación.”[3]
Es fácil comprender, después de estos ejemplos, la enorme fuerza de elucidación de un ensayista y poeta del tamaño de Paz, con mayor razón si consideramos que se trata de un antípoda en sí mismo, en su centro estético, del círculo de creadores que comenta. Quién sabe si no sea esta la condición sine qua non para emprender la hazaña crítica de desnudar la poesía más arduamente revestida por torceduras del lenguaje y el barroquismo de figuras cerradas. Ahora bien, estas tres citas, sintetizadas por su autor en una sola idea en la epístola a Lezama de abril de 1967, ¿no constituyen ya un programa suficiente para “arriesgarse tras la muralla ondulante y erizada de las palabras” del genio cubano? La respuesta es sí, y es motivo de orgullo que esa proeza se la debamos hoy a un escritor de esta tierra, Rafael Almanza, en su más reciente volumen: Introducción a la poesía de José Lezama Lima[4]
No quiero dar a entender con esto que Almanza haya seguido los pasos de Paz en sus trescientas y tantas páginas de comentarios a todos —sí, todos— y cada uno de los poemas de Lezama. Sospecho que, al contrario, este poeta de claridades y entrenado exégeta nos quiere introducir —y al mismo tiempo se introduce él— en una poética de cultismos sin más armas que las de la intuición y el disfrute intelectivo del poema. Desde luego, se requiere de bagaje cultural y un vasto dominio del idioma para intentar comprender —en toda la acepción de la palabra— el rico universo que nos es presentado y en el que vamos descubriendo unas dimensiones humanas, religiosas, sociales, políticas y estrechamente vinculadas a la realidad circundante que antes de este libro siquiera podíamos imaginar atribuibles al gran poeta hermético de Orígenes.
¿Lezama, un poeta realista?, podría desconfiar alguien. Pues bien, léanse hasta el final, o si lo prefiere por azar, cualquier página de este ensayo, y corroborará no solo esa tesis, sino una infinidad de tesis que de inmediato quedan al descubierto, ofrecidas con pasmosa humildad por Almanza para el saqueo de filólogos e investigadores. Estos últimos, como, me temo, en la otra orilla los lectores de poemas, serán seducidos o repelidos por el título de esta obra que sugiere equívocamente su filiación en la academia. Ojalá, Dios mediante, la academia pueda acoger tan alta muestra de intelección sin ortodoxia, ni abultados pies de páginas, ni eruditos índices bibliográficos, ni referencias cruzadas o entrecruzadas, ni… Digámoslo de una vez, si para algo sirven estas reseñas: la intención del autor no es introducirnos a una edición crítica de la poesía de Lezama, sino la propuesta de un sistema exegético para acercarnos sin ambages a este monumento de la literatura mundial. Pruébese el sencillo experimento que se nos aconseja en el prólogo-guía: “El lector debiera leer el poema de Lezama antes de abordar mi comentario”[5] y se acudirá, verdaderamente, a una fiesta innombrable de la palabra en la que el poema, al quedar desvestido del ardid lexical, reluce en toda su grandeza. Personalmente —he releído el texto unas cinco veces— me gustaría añadir otro ejercicio: Ya adentrado en el libro, el lector debiera dejarlo a un lado, leer el poema de Lezama e intentar su propio análisis antes de contrastarlo con el comentario escrito. Se sorprenderá embestido de unos poderes literarios y extraliterarios con los que, de repente, parece posible entenderlo todo.
Un Lezama barroco, pero también surrealista, simbolista, católico, criollo, confesional, dentro de la tradición de lo cubano, es desmenuzado aquí en el centro de su contrapunto por la vía purgativa del poema, “casi verso a verso”, para instalarnos a los lectores en aquello que persiste más allá del poema: la poesía. Desde el principio, Almanza nos advierte de la dificultad de su empresa ubicando el objeto de su análisis, la poesía completa de Lezama, en la línea creacional de las Soledades de Góngora y el Finnegans Wake de Joyce, a lo que podríamos sumar —siguiendo a Paz— el Primero Sueño de Sor Juana. Aplíquese, sin embargo, los procedimientos de este libro a esas cumbres de la creación literaria y el resultado diferirá un tanto del esperado. Desprovistas de la complejidad de sus formas, los remanentes de estas obras son argumentos no demasiado excepcionales, si bien tratados con profundidad y maestría. Por otro lado, la poesía del cubano sobresale, como es tangible en el ensayo que comentamos, por la increíble originalidad de sus temas. El lector desprevenido, y aún el experto, quedarán boquiabiertos ante la abundante imaginación y penetración de la vida humana de este maestro de la poesía universal, como señala Almanza, creador de mitos en plena modernidad y él mismo un mito que se erige en la “realidad” del poema.
Pero volviendo a las citas de Paz, es necesario apuntar que, en efecto, Introducción a la poesía… es un libro optimista, afirmativo de esas videncias que regeneran el hermetismo pretérito en una luminosidad futura. En medio del caos, cómo resistirnos a la aventura del hombre interior, a la fábula del vocablo añorada por tantos. Ya el solo hecho de que exista esta obra es una evidencia promisoria, como también las lecturas concurrentes que Almanza reúne: un cuadro (portada) del pintor Carlos Alberto Casanova recuerda el poema lezamiano Éxtasis de la sustancia destruida, o las partituras a manera de ilustraciones extraídas de la pieza musical Era el círculo en nieve que se abría, con las que el compositor Luis Alberto Mariño interpreta unos versos de Lezama. El poeta joven que lea la selección de textos poéticos contenida aquí, difícilmente se resista a su influencia, asaz contundente para curarnos de la vulgaridad del mundo y olvidar las escuelas pasadas por el agua versicular del siempre falso populismo. La era de Lezama recién comienza, y con él la de la aristocracia del espíritu creador y la inteligencia despierta orientada a lo sublime. O al menos así lo creemos tras el suceso de estas páginas.