Cuentos incómodos es, sin la menor duda, un libro muy poco común en el panorama de la cuentística cubana. Con un deslumbrante dominio del lenguaje narrativo, Enid Vian ha construido un libro donde uno de los ejes de sentido dominantes —entre otros de semejante calibre— se vincula directamente con la angustia del escritor.
Con un humorismo entrañable, el primer cuento, Nada que decir, pone de manifiesto el interés de la autora en un examen —introspectivo, además, para mayor intensidad de expresión— del proceso de escritura. Para ello configura un espacio narrativo minimalista, despojado de detalles superfluos, ensimismado en la angustia de una mujer que trata desesperadamente de escribir, pero está inmersa en un océano de nimiedades, ese que a todos nos devora cada día, y que en el texto se levanta con cabal eficacia:
Salta una imagen en la pantalla del televisor —a su modo, también escatológica, sangrienta— y cuando voy a teclear, me paralizo. Catatonía aguda. Mente en blanco. Espalda rígida. Náuseas. Quiero iniciar mi trabajo pero, ya digo, estoy detenida en el tiempo y en mi infinito espacio. Desactivada. Desactivada. Desactivada. Repite una voz computarizada en un resquicio de mi imaginación. Me estanco, incluso para las imaginerías.
Simultáneamente, el relato se mueve en una dimensión ficcional, que anuncia la estructura más general de Cuentos incómodos: una integración difícil y eficaz, hecha de ambivalencias y traspasos de un plano a otro de imaginación fantástica y apego a la realidad. Todo ello se mueve en Nada que decir desde un diálogo implícito con el lector, a quien la voz narradora hace un guiño mientras incrusta un intertexto —más estructural que material— de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch:
Mientras me abotono el abrigo peludo, escucho el aullido de algunos perros que arrastran el trineo de un cazador. Mi cazador. Estatura tal, peso mascual. El cazador saluda a una joven en extremo delgada (el futuro personaje que les dije), y a todos nos sobrecoge una aurora boreal.
La ironía que recorre todo el libro se concentra por momentos sobre el proceso de creación literaria, que resulta así percibida como una realidad cotidiana más para el escritor: "Voy a mi silla de trabajo y trato de concentrarme en la primera frase de mi relato, que he decidido tenga un tono festivo; aunque quizás sea mejor empezar con una cierta melancolía, como si rememorara, o tal vez funcionaría algo coloquial y neutro. ¿Qué hubo de un tono catastrófico? El relato tendrá onda, tendrá supón tu, no sé."
“Dice Esa que esta ya es la fiesta más importante del país, tal vez del continente, una fiesta “correcta”, sin errores."
Esa concentración en el acto de escritura no evade la construcción de una imagen de la cotidianidad cubana, que se alza como un contraste entre humorístico y opresivo frente a la voluntad creadora del artista:
Miro el reloj y me dirijo a la cocina a calentar el arroz de ayer. Un arroz gomoso que arreglo con jugo de limón y aceite. ¡Dios sabrá! Coloco en la grabadora el concierto de Brandeburgo y me detengo a mirar las perlas de limón que han quedado sobre las pequeñas colinas de arroz, mientras bebo, lentamente, una copa de vino barato con mucho, mucho hielo. Latitud cero.
Es inevitable pensar en la atmósfera de Aire frío, de Virgilio Piñera. Pero Enid Vian construye el ambiente cotidiano de sus personajes desde una mirada de humanísima fineza, tal vez por ello más acerada y penetrante en su irónica ponderación de la realidad contemporánea. Ese tono llega quizás a su punto más alto en el cuento Esa, la anfitriona, en que la obsesión contemporánea por una burda y acrítica hiperbolización llega al paroxismo: “Dice Esa que esta ya es la fiesta más importante del país, tal vez del continente, una fiesta “correcta”, sin errores. Ni conceptuales, ni políticos, ni de diseño, ni de costos. Es una fiesta que enaltece lo mejor de la alta cocina, de la identidad, al tiempo que cultiva la socialización y la amistad”.
La fantasía en función de su universo
Otro costado principal de este libro es su recia integración de elementos fantásticos para elaborar un mundo literario propio, marcado por una valoración afilada de escritura y substancia de meditación existencial:
Busco la libreta de teléfonos y la abro disciplinada. Por la A, todos han muerto; por la B, están esperando que un milagro los salve de la inercia; por la C, se han expatriado; por la D, los íntimos viajan, incluido mi quinto esposo; por la E, nadie se mueve por nadie; por la F, quizás, pero no es seguro; por la X, extranjeros; por la S, Sori, mi hijo.
Todo el libro fluye desde un punto de vista subjetivo. El yo narrador es, en cada relato, el portavoz de una indagación del mundo de la mujer, pero sobre todo de la mujer artista por completo concentrada en su creación. Es una estructura más bien infrecuente en la literatura cubana. Del mismo modo, es poco común la reflexión sobre el ser humano asediado por una exangüe cotidianidad, la cual se manifiesta a través de una interrelación permanente entre el mundo asumido como real y su desdoblamiento en un universo paralelo signado por la magia y la poesía:
Llamo nuevamente al cerrajero y lo imagino duplicado, metidos los dos —imagen del cerrajero y cerrajero— en un túnel secreto, haciéndose los sordos por un problema de ganas de no ser, de inactivarse un tiempo, de dejar de repetir la misma acción una vez y otra.
Este pasaje de Distrito universo se magnifica en el último relato del libro, Olor a aceite quemado, en que un personaje de la estirpe de Sísifo dedica años de su vida a tratar, infructuosamente, de reconstruir un viejo automóvil.
Vian es una escritora capaz de lograr una unidad orgánica entre una expresión muy sobria, por momentos minimalista, y jalonarla con fascinantes irrupciones de lirismo.
Cuentos incómodos recorre en su brevedad una muy amplia gama de soledades humanas, de angustias y de vidas condenadas al absurdo cotidiano, como en El silencio de los activos. El miedo se cierne sobre las protagonistas — Días de parque—, cuyo denominador común consiste en su sentido de lo humano, que las convierte paradójicamente en desterradas de un mundo donde la comunicación se va anulando merced a la esquematización de las relaciones entre las personas —El silencio de los activos—.
Temas eternos, pues, que adquieren carne y sangre gracias a un estilo de narrar de una madurez transparente. Enid Vian es una escritora capaz de lograr una unidad orgánica entre una expresión muy sobria, por momentos minimalista, y jalonarla con fascinantes irrupciones de lirismo, como cuando, en Primera obertura del concierto de Brandeburgo, dice de una sirena de ambulancia: “Parece el llamado apurado, goloso, de la nada”. Hay una concreción eficaz que puede captar de un trazo escorzos de lo humano más general y esencial, como cuando se refiere a un anciano, en el relato antes mencionado, con estas palabras que retratan a la vez a este y a la mujer que lo mira: “Siempre hay algo sorprendente en la repentina debilidad de la suprema autoridad, en las pequeñas caídas de los colosos”.
Cuentos incómodos hace honor a su título. Es imposible instalarse en este libro con una lectura fácil. Por el contrario, hay que enfrentarse a la escritura con voluntad de esculcar sus dimensiones más hondas, su aspiración a empinarse hacia una percepción vibrante del ser. Cuando esa lectura que nos impone se logra esculcar en su más tenso meandro, se produce una cercanía inquietante, que hace válida para el receptor esta frase de su libro: “como si alguien fuera de mí murmurara mis propias palabras”, tan certero es el texto, tan perspicaz y osada nos habla Enid Vian sobre este tiempo suyo y, al mismo tiempo, sobre el nuestro.