Cuba y 2023. La Habana sobrevolada a vista de paloma. Porque aquí no hay águilas (como no sean ellas, las águilas, una metáfora cómoda y risible, en los límites de lo patético, usada por aquellos que saben sobrevivir con maña, saña y pequeños discursos marrulleros).
Uno piensa en el miedo, la posibilidad del miedo, y, a veces, cuando se trata del miedo abstracto, es prudente relacionar ese sentimiento con los instantes en que la imaginación desperdicia su propio andar. Uno piensa en resbalar por una montaña y caer, o morirse de frío, por ejemplo, y semejantes ideas, en una ínsula casi ecuatorial, vapuleada por las olas de calor y cuyas calles reptan al nivel del mar, devienen puras tonterías. Son problemas de lujo, o exuberantemente de lujo y muy literarios.
Pierdes el carnet de identidad y te quieres morir. No hace falta allegarse a un sufrimiento así. Hoy día de poco sirve, creo, el carnet de identidad si pasas de los 70 años y eres una mujer y te afincas en el barrio. Otra cuestión es que pierdas la Libreta de Abastecimiento. Para abastecerte. Para comprar lo que te abastece, lo que etimológicamente te basta. El pequeño y ya legendario documento debería cambiar su nombre por el de Libreta de Sobrevivencia. Pero ese ni siquiera empezaría a ser un nombre justo.
Envejeciste bien o mal, ya no importa, pero envejeciste. Los años fueron cayendo uno a uno con insólita rapidez. Y ahí estás, por ejemplo, a las 7: 00 a.m., en la cola donde reparten los turnos para comprar las papas.
Este no es un país para viejos
Problema sí es que, estando ahí, te duela el pecho porque el catarro no mejoró, puesto que se convirtió, avieso, en una gripe donde hay algo de fiebre. Y tienes más de 70. Y aunque no vives sola, estás en la cola de los turnos y te han dicho que procures no coger una neumonía. Este no es un país para viejos. Aquí los viejos sirven para muchas cosas, en especial para hacer colas. Una parte de los jóvenes estudia. Otra parte, trabaja. La otra parte no hace nada, dicen las malas lenguas. Y la última parte piensa en cómo y cuándo vivir fuera de la ínsula. Cuando digo “última parte” aludo a la reunión cuántica de todas las partes con un pequeño excedente en perpetuo estado de oscilación.
El estado de oscilación lo generan las numerosas incertidumbres del conjunto. El enjambre de las inseguridades. Imagino esa antigua costumbre de no contar los pétalos de la flor y, con gran expectativa, empezar a arrancarlos de uno en uno y diciendo: “Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere”.
Lo arcaico del miedo es que tiene sus raíces en el cuerpo (el miedo físico, el que te muerde de vez en vez, vivas sola o no, al doblar la esquina de los 70 años). No me refiero al miedo puro, que es más bien una sensación que el lenguaje no alcanza a configurar, sino a miedos específicos, en ocasiones absurdos, pero que se concrecionan de diversos modos en un contexto como el de la ínsula. Miedos que se deben a algo tan deprimente y entristecedor como la vulnerabilidad.
La palabra “vulnerabilidad” es un concepto, y aquí los conceptos devienen lugares comunes prácticamente vacíos.
Confíe, compañero. Estamos trabajando en eso. Destinamos grandes recursos a la solución del problema. Confíe.
La vertiginosa intensificación del deseo de vivir, es quizás el resultado de ese “ponerse a prueba”, cotidianamente, en un ámbito donde casi todo se reduce a consignas de aliento y triunfo, mientras la realidad transmite justo lo contrario (desaliento y derrota) por la manera en que se manifiesta. A este “impacto emotivo” hay que agregar un consejo práctico invalorable que se repite una y otra vez: "procura no cansarte ni enfermarte".
La cola de las 7: 00 a.m. sigue ahí, rumorosa (una cola cubana jamás deja de ser rumorosa: no hay manera de imaginarla sin voces que circulen contra la imposición del tiempo), y lo último en que quiere pensar una mujer de más de 70 años es en ese espacio estéril y lleno de luz de un quirófano, o en la posibilidad de la neumonía que la acecha. El primer plano de la mente está ocupado por la opción de tener un turno bajito (un número entre los primeros 20 o 30, aunque no está mal tener un turno y ya, aunque sea el 50). Los demás planos tienen que ver con las comidas del día, con el hecho de no perder de vista que hay que comprar el pan, y con el cuidado de algún nieto cuando sale de la escuela.
Escenario típico, digamos. Nada nuevo.
Subrayo estas cosas porque son actividades normales en una familia cubana de ahora mismo. Presentarse en la cola (los turnos son repartidos a partir de las 7: 00 a.m. y el agromercado abre a las 9 : 00 a.m.), pensar en el almuerzo de una niña de 11 años, ayudar en el adelanto de la comida. La madre de la niña regresa del trabajo a las 6: 00 p.m. Me refiero a una tipología básica que reúne en sí algo de lo muy regular en las familias cubanas: mujer divorciada o separada con hija menor de edad y que viven en la casa de la abuela y con la abuela.
Tres mujeres en tensión, tres mundos, tres épocas. Y un tejido social metamórfico que no se despoja de su condición de tragedia.
Repetiré eso: tres mujeres.
La abuela tiene 74. Su hija, 40. La niña, 11.
Mujer de 40 a quien no le alcanza el salario ni para una semana (lugar común), mujer de 40 con ganas de tener sexo (lugar común). Mujer de 40 estudiando la ternura que le ha manifestado ya, varias veces, una compañera de trabajo. Aquí la realidad hace ¡clic! y la mujer de 40 empieza a meditar.
Pero esa es otra historia.
Digamos tan sólo que la mujer de 40 llegará a su casa, besará a su hija, a su madre (esta la sorprenderá: “Tenemos papas”, le dirá), y se adentrará en la ducha tras quitarse la ropa. Hace calor ya en esta época. El agua está muy fresca. Y podrá masturbarse a gusto, pensando en mil y un detalles del pasado y sonriendo de vez en vez.
"En la ínsula, el machismo y la violencia contra las mujeres es un hecho descomunal, infeccioso, devastador, tristísimo"
Cada quien conoce sus líos. El machismo es un gran lío, por ejemplo. En la ínsula, el machismo y la violencia contra las mujeres es un hecho descomunal, infeccioso, devastador, tristísimo. Pero la ínsula es muy utópica (no en su concreto ser-en-sí, porque la ruina socioeconómica se ve casi por todas partes, sino en sus aspiraciones, lo cual deviene un conjunto burdo de artificios y tapujos) y de ese asunto (la violencia machista) apenas se habla de modo oficial. Cambiar la definición de lo que en verdad soy por lo que quisiera ser, no es más que una tosca y lacerante falsedad.
Una espiritualidad profunda, de la cual no necesariamente habría que tener consciencia, sería en rigor la única forma de sensatez auténtica, o, al menos, la única fuente segura de sensatez. Pero ya sabemos que la vida material está saturada de mitos y realidades “rigurosamente” exactas, por completo demandantes, y a esta abuela de 70 y tantos años lo único que le parece muy espiritual es ese momento especialísimo en el que podría rezar o encomendarse a la esperanza o la fe.
Se tiene fe en Dios y también, por qué no, en el turno para comprar las papas.
Tres generaciones típicamente definidas y que conviven bajo un mismo techo: la abuela, su hija-madre, y la niña-nieta. Tres orbes de juramentos y credos. Tres épocas. O más de tres porque en la ínsula las épocas se suceden unas a otras con inaudita rapidez. Hoy la buena fortuna hará el pasajero milagro de una olla de pollo con papas.
La abuela es viuda desde hace un par de años. Su hija, madre de la muchachita que la abuela atiende entre la media tarde y las 6:00 p.m., se ha separado del padre de la niña luego de un cúmulo de problemas donde hay descuidos sentimentales, ira, desencantos, pobreza material, agresividad. La niña es saludable, pero, en opinión de la abuela, no es cariñosa.
Todo esto se incrusta en un panorama de resistencia social a gran escala. Resistir es un trance de potenciación de la vida. Un “programa instintivo” de existencia, un croquis amorfo, bocetado con urgencia, que se valida en el cálculo inmediato de la resistencia porque la vida ha sido aprisionada, sometida, agraviada o puesta en los límites.
Al fin llega el turno de las papas. Es el 57. Como pequeña conquista del presente inmediato, no está mal. Incluso da tiempo a que esa mujer de 74 años se vaya a adelantar el almuerzo. Ya comprará y cargará la bolsa. Todavía puede cargarla y ese es un diminuto y agradecible privilegio.