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Estudios culturales | Lezama Lima ante América (Segunda parte y final)

“Las ideas de Lezama sobre su enorme región cultural siguen a la espera de un estudio que las integre a lo más relevante y avanzado del pensamiento cultural latinoamericano.”

José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), escritor cubano.
José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), escritor cubano.

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La expresión americana, el gran ensayo de José Lezama Lima, aborda una serie de cuestiones fundamentales para comprender su visión de las letras iberoamericanas, pero también para comprender mejor su concepción sobre Iberoamérica misma en cuanto complejísima, pero innegable entidad cultural, una cuestión que no solo había sido mal enfocada desde el siglo XVIII, sino que Hegel, como ya comenté, había terminado por descartar en su sistema filosófico, donde consideró que América no había entrado aún en la historia.

Si a ello le agrego aquí la incomprensión, incluso ignorancia, del polémico continuador hegeliano, Karl Marx, sobre nuestra América (cuya historia y peculiaridades el pensador de Tréveris jamás comprendió ni poco ni mucho, mal que les pese a los marxistas prosoviéticos en América Latina), se entiende que José Martí haya insistido, en dos de sus textos mayores, sobre el concepto de nuestro ámbito cultural. Y se comprende mejor entonces la trascendencia de la reflexión de Lezama Lima sobre la expresión artística, pero en general ampliamente cultural, de Iberoamérica.

América y la historiografía europea

En el ya mencionado error hegeliano habría al menos un discernible elemento de interna coherencia. Pues, en efecto, antes de la independencia, América no había entrado propiamente en la historia europea entonces considerada, de modo eurocentrista, como la única esfera de realización posible de la historia —es decir, tal como podía ser asumida en el momento de victoria arrasadora de las ideas del capitalismo posterior a 1789—. América no era fácil de ajustar de modo mecánico a los patrones de una historiografía romántica que, en particular, en el marco de la que desarrollaron los historiadores franceses de variada estatura —fuera una gran figura como Michelet, o una de menor alcance como Rio—, había establecido patrones esquemáticos y contraposiciones absolutas entre grupos y posturas políticas. América no podía, desde luego, “entrar” en una historia —una historiografía— así concebida, ni constituir, desde esos patrones eurocéntricos, su propia imagen orgánica, sustentable desde la cultura como devenir histórico en su sentido más estricto.

Si se tiene en cuenta la especificidad latinoamericana, incluso la que se gestaba a partir de la enorme, multivalente y variopinta transculturación de los factores amerindios, europeos, africanos y asiáticos —que encuentra su primera consolidación entre los siglos XVI y XVIII—, entonces resulta imposible identificar el devenir y la auto-reflexión americanos con el modo europeo de historiar vigente en las décadas que marcan el tránsito del Siglo de las Luces a la era de las guerras de independencia.

Atendiendo a ello, hay que conceder un átomo de razón a Hegel en su esquemático juicio sobre América, al menos en cuanto a que ella no era reducible a los enfoques historiográficos de la época. La propia historia literaria es una muestra de ello. Aunque haya aún quien se obstine en hacer coincidir cronológicamente el llamado Romanticismo americano con las diversas corrientes que integraron el Romanticismo europeo, en el cual se advierten, bajo una sola denominación, figuras tan diversas como Byron, Benjamin Constant, Scott, Heine, Novalis, Lamartine, Vigny o Leopardi. La historia cultural americana, en su realidad esencial, transformó a su modo el canon romántico.

"Resulta imposible identificar el devenir y la auto-reflexión americanos con el modo europeo de historiar vigente en las décadas que marcan el tránsito del Siglo de las Luces a la era de las guerras de independencia."

El tono literario que se asocia con la gestación e inicio de los movimientos de independencia, es tanto el de una reflexión social de ancho aliento, afincada en la realidad concreta del continente, como una búsqueda de la identidad a partir de la visualización de la alteridad exótica —que es, desde luego, muy diferente desde América que desde Europa—. En cambio, como ha señalado Octavio Paz, está por completo carente de la dirección angustiada que es dominante en Novalis como poeta y en Kierkegaard como filósofo: la perspectiva existencial no formaba parte de las necesidades americanas en la época.

Andrés Bello resulta, desde luego, una de las figuras más representativas de esa evolución del pensamiento racionalista irradiado hacia América, pero condensado a partir de una nueva conciencia continental, la cual termina por orientarse hacia posturas estéticas que son la base de lo que sería el peculiar Romanticismo latinoamericano, en un proceso gradual que hizo tan duradera la actitud romántica en Latinoamérica, de modo que otorga una determinada validez —que muy a menudo ha sido mal entendida, por no situarla en la perspectiva de un devenir histórico— a una frase famosa de Rubén Darío: “¿Quién que es, no es romántico?”

El Romanticismo latinoamericano

Jorge González Camarena: "Presencia de América Latina" (1965), fragmento.
Jorge González Camarena: "Presencia de América Latina" (1965), fragmento.

Bello, que vive la fase preparatoria de las gestas libertarias y asimismo el primer período de una América independiente, encarna en su obra un momento de cruce epocal, una cultura marcada por los cambios profundos que impulsan al criollo a convertirse, a plenitud, en el latinoamericano. No por casualidad escribió Martí su frase terminante: “Y al elegir, de entre los grandes de América, los fundadores, le elijo a él.”

El talento literario neoclásico entre nosotros consagró, en los últimos lustros del Siglo de las Luces, enorme impulso a meditar sobre la economía latinoamericana —Bello no fue la excepción: ahí está, para probarlo, su “A la agricultura de la Zona Tórrida”—. Era un eco, pero también un fundamentado mentís a las teorías iluministas sobre una América corrupta por naturaleza, un ímpetu preliminar al que había de enmarcarse en la primera época post-independentista: la consolidación de una micro-humanidad que emergía.

El criollo, transmutado ya en latinoamericano, aspira a configurar un nuevo modo de expresión. Esta actitud no renuncia de modo total a la expresión literaria europea; la reconoce, empero, como lejana, de manera que ya en Casal, pero también en cierta prosa de Darío, en modos narrativos de Joaquim Maria Machado de Assis, es posible hallar una evocación destilada del Viejo Continente, convertido de forma gradual —que perdurará en parte importante de la producción literaria latinoamericana— en una especie del lezamiano Eros de la lejanía, una presencia ausente que toma parte también en la sinfonía cultural del Mundo Descubierto.

"La historia cultural americana, en su realidad esencial, transformó a su modo el canon romántico."

En el Romanticismo de la independencia, la relación Europa-América adquiere perfiles nuevos: ya no se percibe la embozada y ceremoniosa vinculación —todavía un poco ancilar— del primer Barroco latinoamericano, donde vibraban fantasmales mitos europeos —el Narciso que impone ciertos rasgos suyos a Sor Juana Inés de la Cruz—. Se formula un nuevo patrón de idealidad que conserva aún, en el siglo XIX, resonancias mitológicas difusas: la posibilidad de ser que, frustrada en lo esencias en las guerras libertarias, se convierte en un estremecedor no-ser que es necesario descifrar y, también, transmutar.

Lezama y la historia cultural latinoamericana

La transfiguración cabal y orgánica sería el propósito de mucho de lo mejor de la producción literaria latinoamericana desde el siglo XX hasta el presente. El primer resultado literario de la independencia fue el impulso para un gradual descubrimiento del devenir continental, que produce obras tan polares como las Tradiciones peruanas —testimonio de una fase del Romanticismo latinoamericano, proyectado hacia la indagación (que hoy se puede considerar mucho menos idealizadora y retrógrada de lo que en principio le pareció a Mariátegui)— y Nuestra América, de Martí —que testimonia una orientación a trascender el tono romántico en un sentido crítico más esencial—. De un modo personal, Lezama caracterizaría la perdurabilidad de esa tradición y lo singular de tales procesos:

[…] esa gran tradición romántica del siglo XIX, la del calabozo, la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el hecho americano, cuyo destino está más hecho de ausencias posibles que de presencias imposibles. La tradición de las ausencias posibles ha sido la gran tradición americana y donde se sitúa el hecho histórico que se ha logrado. José Martí representa, en una gran navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible. En él culmina el calabozo de Fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez, la muerte de Francisco Miranda, pero también el relámpago de las siete intuiciones de la cultura china, que le permite tocar, por la metáfora del conocimiento, y crear el remolino que lo destruye.

Lezama insiste con energía en la necesidad de comprender lo específico americano a través de su evolución histórica. De aquí que se atreva a declarar inválidos los atisbos críticos que, desde una postura mecánica —ya europeizante a ultranza, ya de cerrera obstinación en encuadrarse solo en una imposible autoctonía—, han venido trazando (hasta hoy, incluso, en ciertos casos) una imagen falseada de la cultura:

Nuestra historia poética ha luchado contra dos enemigos, visibles, constantes, por invisibles. El rastro de una visión rastrera, pura cercanía y vulgaridad, gratuito apego que se solaza con cualquier fragmento, por interesado desconocimiento de la esencial verdadera fuente. Otra actitud, pesarosa de antítesis, enamorada de las grandes teorías, de vastos puntos de vista, ha visto en lo nuestro poético o una camisa rellena de paja o un bulto de arena donde cualquier esgrima puede ensayarse. Lo primero es ingenuo, lo otro, hinchado, y como actitud es la misma pobreza de lo que combate como idealizado […]. Hay que buscar otro acercamiento, hay que cerrar los ojos hasta encontrar ese único punto, redorado insecto, espejismo, punto.

La cuestión así formulada es esencial: Lezama propone nada menos que transformar la perspectiva desde la cual se ha venido enfrentado la historia cultural latinoamericana y, en particular, su arte. La crítica, la valoración de la cultura y el arte, es también una creación, un modo de construir una imagen integrada de modo orgánico a su historia. Por ello, se trata, ante todo, de proceder como un artista que cambia su modo de creación:

Hay que empezar de nuevo, como siempre. Pero si la crítica no concluye, y goza también de ese empezar, la crítica y lo otro, fundidos ambos en un solo enemigo, no distingue tampoco, no ofrece tregua tampoco. Mejor. Hay que hablar de producción, no de creación, se propone, o la poesía se adhiere a la teoría del conocimiento; la crítica se puede trocar en creación, no en capricho, apegarse a invisibles orígenes sin olvidar la corrección, sus ajustes. No se trata de confundir, de rearmar de nuevo uno de aquellos imbroglios finiseculares y volver a lo de la crítica creadora. Sino de acercarse al hecho literario con la tradición de mirar fijamente la pared, las manchas de la humedad, las hilachas de la madera, inmóvil, sentado; que ya entraña la calentura y la pasión en ese absoluto fijarse en un hecho, dejar caer el ojo, no como la ceniza que cae, sino deteniéndolo, hasta que esa cacería inmóvil se justifica, empezando a hervir y a dilatarse.

Con plena conciencia de las peculiaridades de la cultura americana y su evolución histórica, Lezama propone superar el ya desvencijado instrumento —todavía tan vigente en Cuba durante el siglo XX— de la búsqueda de fuentes e influencias, del manoseo del entramado profundo que toda transculturación y todo proceso intertextual suponen.

La memoria como actividad creativa

Wifredo Lam: "Al final de la noche" (1969).
Wifredo Lam: "Al final de la noche" (1969).

Es necesario destacar cómo Lezama tiene en cuenta la necesidad de reformularse las periodizaciones que, mal adaptadas y peor comprendidas en su aplicación, han sido impuestas a la historia de la literatura y las demás artes todas La crítica cultural, en su percepción, es asunto que, a su vez, tiene una aspiración igualmente creadora que otras formas de arte, solo que el crítico crea a partir de un creador y una creación. Se trata, además, de encontrar los patrones y latir específicos de la historia latinoamericana. Señala, con cierta sorna:

Una sucesión de reyes y tres edades pueden servir, pero en América, la crítica frente a valores indeterminados o espesos, o meras secuencias, tiene que ser más sutil, no puede abstenerse o asimilarse un cuerpo contingente, tiene que reincorporar un accidente, presentándolo en su aislamiento y salvación. Así, quien vea en el barroco colonial un estilo intermedio entre el barroco jesuítico y el rococó, no le valdrá de nada lo que ha visto, hay que acercarse de otro modo, viendo en todo creación, dolor. Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso. Igualmente creador, creado. Creador, creado, desaparecen fundidos, diríamos empleando la manera de los escolásticos por la doctrina de la participación.

Si advierte sobre la integración imprescindible entre crítica y creación artística, con tanta mayor energía insiste en que una ponderación de la historia americana exige un sentido integrador esencial. Por ello señala: “La historia política cultural americana, en su dimensión de expresividad, aún con más razones que en el mundo occidental, hay que apreciarla como una totalidad”. Y más adelante subraya con énfasis: “[…] el historiador que adquiere una dimensión en nuestra historia, tiene que tenerla de la totalidad de la historia americana”.

Ese tipo de sentido crítico que Lezama exige —y que hoy pudiéramos asociar con el holismo—, es la base de su concepción sobre la síntesis extraordinaria que es característica de la cultura americana. Por eso Lezama considera que el primer latinoamericano es el criollo del muy barroco siglo XVII: “[…] el señor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida, las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispano incaica y la hispano negroide”. En el criterio de Lezama, esa integración —gestada en los siglos XVII y XVIII—

[…] prepara ya la rebelión del próximo siglo, es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma, recibe un estilo de gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad. Es la gesta que en el siglo siguiente al Aleijadinho, va a realizar José Martí. La adquisición de un lenguaje, que después de la muerte de Gracián, parecía haberse soterrado, demostraba, imponiéndose a cualquier pesimismo histórico, que la nación había adquirido una forma.

El examen minucioso de la historia de la cultura de nuestra América, obliga a Lezama a asumir una postura que, en lo esencial, es hermenéutica, pero en la cual se trasciende la noción tradicional de texto como documento escrito, para empinarse en una dirección de mayor amplitud que décadas después, con Michel Foucault —en particular en Las palabras y las cosas y Arqueología del saber— alcanzaría una formulación teórica definida.

Lezama, por ejemplo, en La expresión americana, aboceta principios que considera básicos para el análisis de los hechos culturales latinoamericanos —“para la búsqueda de esas entidades naturales o culturales imaginarias”—: así, estipula la importancia de la memoria como actividad creativa —“memorizamos desde la raíz de la especie”—. La memoria cultural, en su concepción, es una especie de instrumento para el quehacer hermenéutico de interpretar la cultura latinoamericana, cuya esencial hibridación exige del crítico un trazado de la red de vasos comunicantes que nutre todo aspecto de nuestra cultura. El propio Lezama, en esta obra, hizo evidente más de una vez una autoconciencia de sus maneras de proceder.

"Lezama aborda, a lo largo de toda su prosa de reflexión, los temas del barroco histórico europeo, pero también del barroco histórico latinoamericano y el estímulo que este legara para una nueva expresión americana."

La auto-reflexión y el ejercicio hermenéutico en La expresión americana no solo se orientan hacia el objetivo central del libro —una ponderación del desarrollo de la cultura latinoamericana, desde la Conquista hasta el siglo XX—, sino que responden también a la sensación de pobreza que se experimenta ante los estudios sobre cultura continental que había a disposición de Lezama, y que él estaba empeñado en contribuir a modificar.

La arborescencia semántica de este texto lezamiano no es mera realización de su voluntad de estilo: por el contrario, más bien es un efecto de su afán exegético, cuya proliferación verbal tan sui generis y cuya finalidad se entienden con más claridad a la luz de la percepción de Michel Foucault, quien en 1966 escribía: “La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo (cosas y textos a la vez) a la Palabra divina que se descifraba en él; la nuestra, en todo caso la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de Dios, de los conocimientos o de las quimeras a las palabras que los hacen posibles”. Luego, en 1969, puntualizaba: “Interpretar es una manera de reaccionar a la pobreza enunciativa y de compensarla por la multiplicación del sentido”.

Por esa doble imantación del ensayista —hacia el tema en sí de la historia cultural latinoamericana, hacia una interpretación creativa y adecuada a la realidad continental—, Lezama aborda, a lo largo de toda su prosa de reflexión, los temas del barroco histórico europeo —en particular en ensayos como “Sierpe de dos Luis de Góngora”, “El secreto de Garcilaso”, “Pascal y la poesía”, “Julián del Casal”—, pero también del barroco histórico latinoamericano y el estímulo que este legara para una nueva expresión americana, que Lezama continuó llamando barroco, como su heredero confeso, Severo Sarduy, y otros investigadores como la brasileña Irlemar Chiampi o el italiano Omar Calabrese asumirían como neobarroco.

Las ideas de Lezama sobre su enorme región cultural, a pesar de la densidad deslumbrante de La expresión americana, siguen a la espera de un estudio que las integre a lo más relevante y avanzado del pensamiento cultural latinoamericano.

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Luis Álvarez

Luis Álvarez Álvarez

(Camagüey, 1951). Poeta, crítico literario e investigador cubano. Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La Habana, donde trabajó durante varios años. Distinguido con el Premio Nacional de Literatura (2017), recibió además el Premio de Pensamiento Caribeño que otorgan la Universidad de Quintana Roo y la Editorial Siglo XXI.

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