Cuando llegamos a París el miércoles 9 de junio de 1993 Severo Sarduy ya había muerto, el día anterior. Pero sólo nos enteramos leyendo Le Monde del viernes 11, p. 24, la sobria y elegante esquela donde, a diferencia de las demás que aparecían en la misma página, no se nos comunicaba con tristeza, ni con gran tristeza, ni con dolor, la muerte de un ser querido. La esquela decía, escueta: “François Wahl tiene el sentimiento de participar la muerte del escritor cubano Severo Sarduy el 8 de junio de 1993. La inhumación ha tenido lugar en Thiais, en la intimidad”.
En realidad la inhumación estaba teniendo lugar en ese momento de la tarde del jueves 10, cuando estábamos leyendo esas líneas que parecían dictadas por la severa mano de Severo; sólo que Le Monde aparece por la tarde, pero ya con la fecha del día siguiente. ¿Quién urdió la piadosa mentira cronológica para que nadie turbara la intimidad de la ceremonia en Thiais, en las afueras de París, cerca del aeropuerto de Orly, el único cementerio de París donde todavía podían enterrarse cuerpos y no cenizas? Puro barroquismo el preguntarse uno todas esas cosas.
Y mera constatación de que aquel fue el cumpleaños más triste de mi vida.
Pasamos la tarde rememorando los encuentros con el mago Severo, y a la mañana siguiente, muy temprano, bajo un cielo gris encapotado y amenazando aguacero, llegamos a Thiais, donde también reposan Paul Celan y Joseph Roth, y nos encaminamos a la división 19, fila 13, tumba 2. La tierra estaba todavía fresca de haber sido apelmazada el día anterior, y sobre el montículo un derroche de rosas y lirios blancos, y un lacónico letrero: “mr Severo Sarduy / 1938-1993”. Antes de irnos hicimos un par de fotos de la tumba, para su hermana Mercedes, en La Habana, cuyo llanto desesperado nos había estremecido por teléfono la noche anterior.
Regresamos a París, ya bajo el aguacero, y recordamos una vez más aquel encuentro de 1988, asimismo en las afueras de París, pero por el norte, en la casa de Avilly St. Leonard, a orillas de un arroyo que recorre los versos de Gérard de Nerval y muy cerca del parque donde paseó sus contratos sociales Jean Jacques Rousseau. Cuánta eternidad en derredor… Y dentro de la casa un Fernando Botero mirándonos muy fijo desde la pared de la sala donde conversábamos con Severo y nos íbamos metiendo entre pecho y espalda, a “pequeñas diócesis” (como las llamaba el camarero redicho en La del manojo de rosas), el contenido de una botella de Danziger Goldwasser que le habíamos traído desde Colonia y que le hizo batir palmas de alegría ante el espectáculo de las tenues briznas de pan de oro flotando en el denso y transparente licor.
Una escritora venezolana (Elizabeth Burgos), un filósofo francés (François Wahl), otro peruano (Fernando Carvallo), mi esposa y yo fuimos el público de Severo Sarduy durante dos horas en que repasó su vida frente a nuestros micrófonos. Repasándola a veces como si quisiera pintarse a la manera de su amigo Botero, y otras veces a la de su lejano padre, don Diego de Silva y Velázquez. Pregunta sobre pregunta: ¿Qué es lo tuyo, Severo, exilio o más bien ex-islio? ¿Y tu literatura, gay o travesti? ¿Y ese tren, el gas-car, que circula por tus recuerdos de infancia, es que no continúa dale que le da con su traqueteo al ritmo de un son cubano en esos libros que se titulan Co-bra, Co-librí, Co-cuyo? Y sobre todo, ¿de dónde son los cantantes, Severo, que naciste en Camagüey bajo el signo de Piscis y viniste a morir en París bajo el de Géminis hace ya nada menos que un cuarto de siglo?
Repaso mis notas de aquellos tiempos y quiero rendirle el homenaje que se merece a un amigo entrañable como lo fue Severo, pero también a un escritor de muchísimos quilates y a un radiofonista de lo mejor que he conocido en mi vida. Nos encontrábamos todos los años en la feria de las vanidades del libro, en Fráncfort, ambos como enviados especiales de nuestras respectivas emisoras. Y siempre me decía: “Mire, mijo, recuerde que yo me gano la vida en Radio France Internationale, así es que si te ves en apuros para cerrar una crónica, búscame, dime cuántos minutos necesitas, y ya”. Pero para mí Severo era el gran escritor, el gran poeta, el gran narrador oral. Nunca quise molestarle con semejante tipo de pedidos. Hasta que un año lo hice, el año 1987. Le pedí para mi crónica de cierre que me hiciera un resumen de la feria en tres minutos. Me agarró del brazo y me condujo a un rincón tranquilo del pabellón portugués. Que echase a andar la casete, me dijo. Y agarró el micrófono y después de verme apretar la tecla de grabación se puso a hablar. Habló exactamente dos minutos 58 segundos; los tres minutos que le había pedido y que no necesitaban edición alguna. Eso es ser un profesional cabal: de la misma manera que en la literatura existe la calidad de página, en la radio existe la calidad del minuto.
¡Y qué asombrosa su capacidad de repentizar! El año anterior, 1986, haciendo un descanso en esa misma feria, en el pabellón de Carmen Balcells, le platiqué de mi proyecto sobre los mejores fandangos de la lengua castellana (ver https://www.nexos.com.mx/?p=10521), incluso le recité algunos que me sabía de memoria: los de Martí, Antonio Machado, Borges… “¿Y siempre es la misma estrofa?”, me preguntó. “Siempre, la única variación es que sean cuatro o cinco los octosílabos”. “¿Y ya compusiste el mío?”. “Todavía no”. “Entonces saca tu libreta y te dicto”.
Se concentró harto menos que un minuto, y me dictó sin vacilar, incluso la puntuación:
Entre cobra y colibrí
no hay más que simulación:
pluma y escama… ¡eso sí!
Que se busque al travestí
con su rico vacilón.
Es uno de los mejores fandangos que aparecen en mi libro. Y es lógico que así sea, porque es suyo.
Todo el mundo sabe que La importancia de llamarse Ernesto, la traducción al castellano del título de la más famosa comedia de Oscar Wilde, es una solemne estupidez. Lo que ya no se sabe tanto es que una traducción correcta del título podría proclamar La importancia de ser Severo. Tengo para mí que si Wilde y su colega cubano hubiesen sido contemporáneos, el irlandés, también muerto en París, habría titulado su obra igual… pero como un secreto guiño al autor de esa joya que es De dónde son los cantantes.
Y una vez más como siempre en nuestra despedida anual de Fráncfort: Adiós, Severo, hasta la Victoria (la de Samotracia), siempre.
Sólo que mi homenaje tiene una segunda parte, donde le voy a ceder la palabra en uno de sus poemas más barrocos, más inventivos y más severosarduys.
El 28/1/1989, en Diario16 (en el mejor suplemento cultural del mundo, según Carlos Fuentes), publicó Severo ese poema dedicado a las letras del alfabeto, en el que cada verso comienza y termina con las del abecedario español. No creo que sea muy conocido, a no ser en círculos académicos (donde he podido comprobar que se lo cita mal, bastante mal, e incompleto) y por ello me animo a transcribirlo acá, en la edición vigilada por él mismo. Dice así:
Ardiente letra, tu sangre será
breve, como las flores del baobab.
Crearás palabras, y otras letras (sic)
de éstas caerán, en un torpe ardid.En otro reino la escritura fue
fragmento, cuña, nudo, raga y kif;
grave estampido de un dorado gong,
huella y espejo de un antiguo aleph:
imagen que el espacio da de sí.Juntan las letras al sol y al reloj
—Kafka se encuentra con su doble, K:
lenta escritura de un rumor letal—,
llenan, combinan, como dijo Lull.
Mallarmé no lo olvida, ni el Islam,
ni el monje que enseñó bajo el monzón
o el que con letras escribió y oró.Piet Mondrian pinta escuchando be-boop.
¿Quién es Duchamp y quién Hooq?
¿Refléjase en lo nimio y lo estelar
—signos, silencios— no la sombra, mas
todo el ser de la luz, como en Rembrant?Universo de letras donde tú
ves ciudades pintadas: Tel-Aviv,
Westminster por Monet, la gris Glasgow;
xilografía de la tosca Sfax.Y aquí la firma: Severo Sarduy
—zurdo algoritmo de la tozudez.
Bien se ve la dificultad suma de encontrar palabras terminadas en determinadas letras (b, f, g, h, j, k, ll, m, p, ¡¡¡q, v, w, x!!!), así como también el escamoteo de una letra en el nombre de Rembrandt, aun cuando eso no afecte a la corrección del verso donde se perpetra. Pero la pregunta que me planteó este poema fue: ¿por qué, si incluyó una letra desactivada como autóctona, la “ll”, no incluyó la “ch” ni, sobre todo, la letra mascarón de proa del buque insignia de la lengua española, es decir, la “ñ”? Para la “ch” se le ofrecían dos soluciones con las palabras “zarevich” y “sándwich”, amén de nombres de lugares como Múnich, Zúrich, Marrakech…
La “ñ” no parece tan fácil, y sin embargo no pude menos sino pensar que Severo era cubano y un dom[in]ador eximio del idioma, por lo cual no debería dejar de conocer los cubanismos “ñáñigo” (miembro de la sociedad secreta Abakuá, integrada sólo por negros) y “ñángara” (despectivo coloquial para designar al simpatizante con la izquierda), y hasta los mexicanismos “ñengue, ñengo” (débil, desmedrado, raquítico) y “ñato” (chato), según el insigne diccionario de don Francisco Santamaría. Eso para no hablar del adjetivo “ñoño”, común a todo el mundo hispanoparlante. El regalo que le hice a Severo, la siguiente vez que nos encontramos, fue un nuevo final para la tercera estrofa de su poema. Que entonces diría así:
Mallarmé no lo olvida, ni el Islam,
ni el monje que enseñó bajo el monzón
—ñáñigo ñángara, aunque sin tanta ñ—
o el que con letras escribió y oró.