Roberto Ampuero Espinoza (Valparaíso, Chile, 1953) es sin dudas una personalidad no solo destacada, sino peculiar, con una trayectoria singularísima, tanto en lo político y lo profesional como en lo humano. Su formación fue cosmopolita, pues cursó estudios en su país natal, pero también en el Berlín de aquella artificial y estalinista República Democrática Alemana, en la Universidad de La Habana y en Estados Unidos.
Ampuero se ha desempeñado como periodista. Tuvo columnas en el New Yok Times de EUA y en El Mercurio de Chile, y ejerció el periodismo en la República Federal de Alemania. Fue profesor en Estados Unidos, Ministro de Relaciones Exteriores y de Cultura en su Chile natal, al que representó como embajador en España y en México. Es además, y señaladamente, un escritor literario, autor de varias novelas y ensayos que han sido traducido a diversos idiomas.
Uno de sus primeros libros tuvo una gran resonancia: Nuestros años verde olivo, texto de inspiración autobiográfica que traza un panorama penetrante de la cultura y la vida en la Cuba castrista. Este libro esencial es una lúcida radiografía del mito de la isla como paraíso del proletariado, y un testimonio invaluable sobre la persecución del pensamiento libre y la cultura en el comunismo tropical.
A Roberto Ampuero se le deben varias exitosas novelas policiales, con un peculiar detective, Cayetano Brulé, cubano de origen y nacionalizado chileno, personaje de un cierto cosmopolitismo que permite asomarse a múltiples ámbitos sociales y culturales de Chile y América Latina. Del mismo modo, ha publicado otras novelas de tono más amplio, en las que se detiene a indagar cuestiones como las relaciones de pareja y los perfiles de la mujer en el mundo de hoy.
Años de formación
Su trayectoria intelectual es muy interesante. ¿Cuál es el sustrato fundamental que le dejaron sus años de juventud en Chile?
Viví en Chile hasta fines de 1973, hasta los 20 años. Después nunca más he vivido en mi país natal durante un período ni la mitad de prolongado. Sin embargo, esa fase me marcó de modo esencial, y por ello me defino como un chileno hijo de varios países o, mejor dicho, culturas.
Salí del Chile gobernado por el general Augusto Pinochet y, porque muy joven me había hecho comunista para dolor y desazón de mis padres, me marché a vivir a la RDA, la Alemania detrás del Muro, y después a Cuba. Eran dos países donde supuestamente se habían concretado mis ideales revolucionarios. Y en rigor se habían concretado: dictadura del proletariado, sistema totalitario, falta de libertades y prosperidad. Allí comprendí lo que era el socialismo. La RDA necesitaba guardias, muro y franja de la muerte para que nadie escapara; la isla no necesitaba nada de eso, pues un mar atestado de tiburones se encargaba de dificultar la huida a sus hijos.
Mi infancia y adolescencia no fueron marcadas solo por Chile, sino esencialmente por Alemania, porque estudié durante trece años, desde el Kindergarten, en el Colegio Alemán de Valparaíso, fundado en 1856. Allí todos los profesores, salvo el de castellano, eran alemanes y todas las clases eran en alemán. Nos regíamos por programas y libros de estudio venidos de Alemania, y muchos de mis compañeros eran alemanes o descendientes de alemanes.
“Me he desplazado a Chile a estas alturas de mi vida porque quiero conocerlo de veras, y confieso que aún no logro comprenderlo del todo.”
Puedo decir que crecí como minoría chilena en un mundo alemán, trece años que incidieron de modo profundo en mí y me dotaron de un idioma adicional, una mentalidad y un sello alemán en disciplina, rigor y auto exigencia. Desde niño fui bicultural, de lo que no me di ni cuenta. Nunca más me despegué de la cultura alemana, y eso me llevó a vivir en total quince años en Alemania (cuatro de ellos en la Alemania amurallada), algo que después me condujo a residir durante trece años en Estados Unidos, y posteriormente años en Suecia, en México y en España; estas tres últimas paradas por razones diplomáticas. Cuba fue un capítulo especial de cinco años.
Pero en Chile crecí bajo la influencia de profesores alemanes que habían vivido la Segunda Guerra Mundial y jamás hablaban de ella. Nuestras clases de historia comenzaban con las tribus germánicas que se habían opuesto al avance romano y se detenían en el crack de 1929 para reanudarse, cruzando por un puente de silencio, en la década de 1950. Luego seguían con la construcción del Muro y giraban en torno a la República Federal de Alemania y Berlín Occidental. Los mapamundis de nuestras aulas mostraban, bajo distintos colores, los territorios perdidos de la Alemania de 1939.
Solo en la adolescencia me di cuenta de que no en todos los colegios se practicaba esa efectiva inmersión idiomática y cultural que agradezco y a la cual tanto le debo. Y bien miradas hoy las cosas, creo que me he desplazado a Chile a estas alturas de mi vida porque quiero conocerlo de veras, y confieso que aún no logro comprenderlo del todo. Me he instalado en una zona rural porque ahí anida el alma chilena, no en Santiago, que es a Chile lo que la ciudad de Nueva York a Estados Unidos.
Pero lo crucial en mi desarrollo intelectual pasa por un eje que incorpora experiencias directas, lecturas y una gran ruptura: Mi despertar político surge en mi adolescencia, bajo el discurso socialista de Salvador Allende como candidato (1969-70), y se nutre después con su gobierno y el golpe de estado (1973) que lo derroca, y durante el cual Allende se suicida con el fusil obsequiado por Fidel Castro.
“Haber conocido a Lutero y su ruptura con el catolicismo me permitió romper con el comunismo sin complejos.”
Mi trayectoria política continúa alimentándose no del Chile de Pinochet, que solo viví tres meses, sino de las vivencias en el socialismo real de Cuba (1974-1979) y la República Democrática Alemana (1980-1983). Esta etapa estuvo marcada por mi praxis socialista, que va del entusiasmo revolucionario a la desilusión, y se cierra con mi renuncia a las JJCC de Chile en La Habana (1976), mi traslado a Berlín Oriental y mis esfuerzos por regresar a Occidente para dar coherencia a mi ruptura con el socialismo y consolidar mi nueva Weltanschauung, de la cual tenía solo intuiciones. Quería ser un demócrata tolerante y un liberal en sentido integral. Hasta ese instante yo solo sabía que rechazaba el pinochetismo, el castrismo y el honeckerismo para mi patria, pero no sabía bien qué quería para Chile.
Fue en Alemania occidental, ejerciendo el periodismo libre en Bonn, en los cómodos sillones de sus bien surtidas librerías, donde comencé a leer a disidentes del socialismo real (Solyenitzin, Heim, Bahro, Havemann, etc.), el pensamiento socialdemócrata (Brandt, Schmidt, Wehnert, Ebert, que me pareció ingenuo frente al socialismo estalinista que yo sí conocía) y a autores liberales (Popper, Hayek, Berlin, Naumann, Vargas Llosa, Genscher).
Sospecho que este tránsito, que desembocaría en el liberalismo integral con conocimiento del carácter dictatorial del comunismo, me fue facilitado porque crecí en el tolerante hogar de mis padres (él, socialdemócrata avant le lettre; ella, católica conservadora), y porque en el colegio alemán transité del catolicismo al luteranismo, antes de los 18 años. Haber conocido a Lutero y su ruptura con el catolicismo me permitió romper con el comunismo sin complejos y volverme, como gusta decir esa secta comunista, “renegado” y “apóstata”.
La experiencia socialista
En un momento dado Ud. viajó a una República Democrática Alemana asfixiada por los comunistas prosovieticos, pero también con una latente voluntad de independencia intelectual. Por favor, háblame de su experiencia alemana.
Como sabía perfectamente alemán, pues cursé trece años en un colegio alemán solo con profesores alemanes, ni tardé en darme cuenta de qué pensaban de verdad los universitarios de la Karl-Marx-Universität de Leipzig cuando se tomaban en confianza unas cervezas. Casi nadie creía en el socialismo, pero todos lo aplaudían, estaban obligados a hacerlo. La superioridad de Alemania al otro lado del Muro era tan evidente en todos los aspectos, desde la libertad y la democracia hasta la prosperidad material, que los más militantes decían que un día, en un futuro distante, Alemania socialista superaría a la capitalista, y entonces el Muro no existiría y podrían viajar donde quisieran. Mientras, no podían ir ni a Hungría ni a la URSS ni a Yugoslavia…
Honecker llegó al poder con ayuda de Moscú, porque le prometió que se apartaría de la línea nacional-comunista de su antecesor, Walter Ulbricht, y alinearía a la RDA junto a la URSS. El viejo Ulbricht estaba convencido de la superioridad del alemán frente a la Europa del este y la estepa siberiana, craso error el suyo de presentarse como el país socialista donde las cosas marchaban como en ninguno otro.
“Casi nadie creía en el socialismo, pero todos lo aplaudían, estaban obligados a hacerlo.”
Pronto Honecker se dio cuenta de que la única posibilidad de darle cierto aire a su población, asfixiada por una frontera hermética, consistía en mejorar el austero nivel material al país (más viviendas, supermercados y tiendas), nivel modesto frente al de cualquier país europeo-occidental. Me convencí entonces de que el socialismo jamás alcanzaría al capitalismo, que la propiedad estatal de los medios de producción y la economía planificada no tenían ninguna chance frente a la economía social de mercado y el orden democrático liberal de Occidente. Y la verdad es que no me equivoqué.
Los chilenos que residían en la RDA y tenían pasaporte con visa permanente para cruzar la frontera (nunca la tuve) se referían al paso fronterizo entre ambos Berlín como “el túnel del tiempo”. Muy comunistas serían, pero tenían conciencia de la insalvable brecha entre la Alemania comunista y la capitalista.
Su viaje y estancia en la Cuba castrista, lúcidamente evocada en uno de sus libros más interesantes, es un tema muy de interés para nuestra revista. Le ruego que nos comente dos aspectos muy ligados: ¿Qué impresión le causó al entonces joven y rebelde Roberto Ampuero la vida y los intelectuales de la Cuba de los años 70? Y además, ¿cómo se sintió estudiando Letras en aquella Universidad de La Habana?
El entusiasmo de un joven revolucionario seducido por el arte, la cultura y las ideas políticas sucumbe ipso facto al entrar a las librerías del socialismo real. En La Habana las librerías eran paupérrimas frente a las chilenas, y en la RDA la comparación era peor, porque unas calles más allá las librerías occidentales contenían ―o podían solicitar para ti― todos los libros publicados en el mundo.
Para quien había frecuentado librerías en Chile, la diferencia era evidente. Tenías libros desde Patria y Libertad hasta el MIR y el partido comunista revolucionario, escritos por sus propios líderes. En las librerías y kioskos de diarios del Chile de Pinochet vi mayor surtido y variedad de libros y prensa que en la Cuba y la RDA que conocí, y eso que Pinochet restringía la libertad.
Me defraudó el pensamiento único. Sus máximos exponentes eran Fidel, Marx y Lenin, el Che, Breshnev. Y en literatura occidental lo que había era fundamentalmente novela del XIX, mucho Balzac y Zola, nada de Vargas Llosa, ni Borges, ni Lezama, ni Cabrera Infante, desde luego. En fin, mucha novela del realismo socialista, soporíferas como el cine soviético, donde los héroes eran obreros y sus temas las metas de la empresa estatal.
“«Esto sí no puedes mostrarlo a nadie, pero a nadie», me advertía nervioso el poeta al prestarme libros forrados.”
La amistad con Heberto Padilla fue una ventana hacia la libertad, porque de alguna manera él se las arreglaba para conseguir libros que jamás llegarían a librerías cubanas. Me acuerdo de El maestro y Margarita, de Bulgakov, de algunas obras de Virgilio Piñera o Carlos Franqui. “Esto sí no puedes mostrarlo a nadie, pero a nadie”, me advertía nervioso el poeta al prestarme libros forrados. Recuerdo que en su vivienda nos leyó a mí y a su esposa, la pintora y poeta Belkis Cuza Malé, capítulos del manuscrito de su novela En mi jardín pastan los héroes, que nunca se ha publicado en la isla. Y como él sabía que la policía lo escuchaba, decía, “una copia de este manuscrito ya está fuera de Cuba”.
Fue lo mismo en la RDA. Pero la gran diferencia es que en la RDA, particularmente en Berlín Este, los alemanes podían acceder (con discreción) a la radio y tv de la otra Alemania, y así estaban en cierta forma integrados a Occidente, aunque sin poder llegar visitarlo antes de los 65 años.
¿Eso era el socialismo? ¿Quién, que amara la libertad de expresión, difusión y creación, podía querer algo así para sí mismo y su país?
Escritor y político
En los años siguientes a su etapa formativa, Ud. ha tenido una trayectoria vital compleja y singular. ¿Cómo ha sido la coexistencia entre el escritor y el político en su vida?
Diría que es imposible la coexistencia paralela entre el escritor y el político por una razón muy sencilla: el escritor tiene dudas y plantea preguntas en su obra, no da respuestas; el político, en cambio, no duda, tiene respuestas para todo. Nadie vota por un político habitado por las dudas y las preguntas que moran en un escritor. Cuando uno es escritor y asume como político, tiene que encarcelar al escritor. Y cuando es escritor sabe que un buen escritor es un mal político, porque este necesita entregar o sugerir certezas, o fingir que las tiene. Difícil componer una sonata para violín trabajando a diario en una cantera de piedra.
El presidente Piñera me invitó a integrarme como ministro y embajador en sus dos gobiernos (solo once nos repetimos el plato con él, hombre en extremo inteligente, exigente y trabajólico), y no había tiempo ni espacio para ser escritor, es decir, para dedicarse por entero a la escritura. Pero como soy un escritor mañanero (comienzo a diario a las 6 am y paro cerca de mediodía), a veces, en especial durante la pandemia, que me sorprendió como embajador en Madrid, pude avanzar en algún capítulo de una obra. Pero en épocas normales, muy difícil, y como ministro de exteriores o cultura: imposible.
Su escritura ensayística de reflexión crítica coexiste con una vertiente de narrador policial. ¿Se trata de una complementación intelectual o la segunda vertiente es un reposo, su violín de Ingres?
Mi ficción, veinte obras, fluye por tres vertientes: las novelas de pareja moderna, profesional, sofisticada y desarraigada del país natal; las novelas políticas, y las de la saga del detective privado cubano-chileno Cayetano Brulé. Son partes de mi alma y de mi forma de aprehender y recrear la realidad.
“Cuando uno es escritor y asume como político, tiene que encarcelar al escritor. Y cuando es escritor sabe que un buen escritor es un mal político.”
La primera vertiente explora vicisitudes de parejas latinoamericanas que viven en Europa o Estados Unidos: el desarraigo, la transición identitaria en lo cultural, el desamor, la infidelidad, los celos, el redescubrimiento desde la distancia del país natal, las inseguridades del hombre ante una mujer cada vez más independiente. Esas novelas ―por ejemplo, La otra mujer, Los amantes de Estocolmo o Pasiones griegas― pertenecen a lo que denomino el realismo cosmopolita. Es una forma de decodificar una exploración personal que me llevó a vivir más de la mitad de mi vida en las dos Alemanias, Estados Unidos, Suecia y España, y a recorrer Grecia e Italia.
La segunda vertiente ―integrada por Detrás del Muro, Nuestros años verde olivo o Nunca volveré a Berlín― es un intento por entrar de profundis en las experiencias del socialismo real, el que en mi juventud me llevó ―con 17 años― a volverme revolucionario y, desde la arrogancia nacida de la inexperiencia, a pretender cambiar radicalmente el mundo y a las personas, a crear la sociedad nueva y el “hombre nuevo”.
Y la tercera vertiente es el joie de vivre de un investigador con alma del Caribe y del Cono Sur, que recorre el mundo esclareciendo casos y mirando a las sociedades desarrolladas con los ojos del sur, en un planeta donde en el cine y la literatura ocurre siempre al revés.
Venezuela y el actual orden mundial
Le pregunto a la vez al escritor y al político: ¿cuál es su percepción de una América Latina enfrentada a la situación política actual, cuyo rostro más dramático es Venezuela?
Ante la dictadura de Maduro es imprescindible y urgente que los gobiernos que se identifican con la democracia liberal y el respeto a los derechos humanos exijan, con unidad y claridad, que Maduro acepte su derrota electoral y permita, sin más dilaciones, la transición a la democracia en Venezuela. Este es un asunto que trasciende la tragedia en que se debate desde hace años ese gran país, y va más allá del complejo impacto que han tenido en la región los ocho millones de venezolanos que dejaron su patria con lo puesto debido al fracaso del régimen.
Se trata de un asunto en extremo delicado, que compromete la seguridad de toda la región, y también la de la principal superpotencia occidental, en una coyuntura marcada por la invasión de Rusia a Ucrania y su amenaza de emplear armas nucleares contra Europa, una coyuntura agravada por el aumento de tensiones en torno a Taiwán y el anuncio de Irán de que atacará a Israel.
“Pensar que esta crisis concierne solo a Venezuela es de una miopía que más temprano que tarde costará caro a Occidente.”
El decidido apoyo político, económico, militar y de inteligencia que entregan a Maduro Cuba, Rusia, Irán y China, entre otras autocracias, muestra que esos regímenes saben que hoy en Venezuela está en juego un ámbito sensible para el actual orden mundial. Pensar que esta crisis concierne solo a Venezuela es de una miopía que más temprano que tarde costará caro a Occidente.
Venezuela dejó hace rato de ser una crisis circunscrita a Venezuela y América Latina, y bajo la orientación y supervisión de la Cuba castrista, marcha a convertirse en otra dictadura totalitaria. No es solo Venezuela, es también Occidente quien está en peligro.
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