Hace menos de una hora supe por Internet acerca de la muerte de Héctor Antón, solo, inconsciente, con textos, seguramente luminosos, sin terminar. En su casa de esa Habana terrible del presente, luchando, como siempre, por nuestra cultura desgarrada y vendida.
Camagüeyano como yo, sus ancestros y los míos fueron amigos y convivieron en ese Camagüey de riquezas humanas y saberes que, bajo su nombre indígena, se mantuvo siempre como fundación mestiza, signada por Vasco Porcallo de Figueroa y las diversas mujeres indias con las que comenzó la miscegenación fecunda y precisa de lo mejor de tres troncos raciales indomables: Europa, Amerindia y África en las tierras del Hatibonico.
Nos vimos, no obstante, una sola vez, en mi casa: a donde lo llevó el poeta y pintor Elías Permut. Era de cuerpo magro y palabra sensible, vista rara, posiblemente implacable. Camagüeyano rellollo, como ya apenas hay, pero sobre todo cubano en la agudeza del lenguaje, en la voluntad de permanencia de su juicio, en su especial manera de ser una persona abierta al mundo como única vía de afincarse en su isla, tan difícil y tan ancha en su cultura.
Pocos como él pudieron lograr una visión orgánica del arte cubano, y más aún de la cultura insular en su conjunto, sometida a desgarramientos múltiples, que se producen por diversos factores concatenados: migración y diáspora, fracturas ideológicas, persecuciones y prohibiciones castristas, relativa incomunicación, inútiles odios fratricidas y, también, esos terribles pecados socio y sicoculturales que denunciara Carpentier en el punzante comienzo de su relato inolvidable, “El Camino de Santiago”.
Pero sobre todo por tantos males acarreados por el comunismo. Fue, acabo de decirlo de otro modo (pero de los hombres cultos nunca hay un solo modo de decir el bien), uno de los críticos culturales más sagaces e informados sobre la realidad y derroteros de la nación cubana contemporánea, Héctor Antón, crítico freelance (ser humano freelance, también, independiente siempre), actuó como curador y asesor de diversas acciones de artes plásticas y también fue frecuente colaborador en diferentes publicaciones, entre ellas Hypermedia, Gaceta de Cuba, Anuario de Fotografía, Réplica 21 y otras; editor ejecutivo del tabloide Noticias de Arte Cubano, editor asistente de la reviste Artecubano.
Mereció el Premio Guy Pérez de Cisneros en el 2004, y mención en el mismo certamen en el 2006. Su ejercicio de la crítica se caracterizaba por el rigor y el alto nivel de exigencia, proyectados desde una notable cultura y un estilo directo y saludablemente punzante. Recuerdo entre sus textos críticos más destacados la gustosa ironía, pero también el profundo acierto de “¿Frankenstein versus Drácula?” (Hypermedia) o, en la misma publicación, “El banquete de Plutón” y “El intelectual como enemigo rumor”, un texto extraordinario por su acerado y hábil sarcasmo, de temática orientada más bien hacia la crítica literaria y la denuncia social de lacerantes problemas en la Cuba actual, con una muy certera caracterización de la teoría del desencanto, resultante final de una fracasada isla tiranizada.
Como cubano de estatura intelectual, como ser humano decente, su discurso crítico fue un farallón contra las fuerzas centrífugas que minan nuestra identidad amenazada.
Estuvo siempre en su discurso crítico, como un llamado tenaz, la insistencia en convocar, más que voces individuales, una especie de concierto general. Pienso en su reflexión, tan sagaz, sobre la imposibilidad de hablar de Orígenes ignorando Ciclón. Esta actitud suya de severa integración respondía esencialmente a una voluntad de justicia intelectual o forma también parte de un modo personal de sentir la cultura cubana como una integración, porque el cubano raigal que fue Héctor Antón nunca dejó de pensar y escribir sobre el drama de la desarticulación actual de la cultura nacional.
Fue de los poquísimos críticos profesionales cubanos capaces de asomarse de manera inteligente, pero también sensible y reflexiva, a más de una zona de la creación cubana para advertirnos sobre consonancias y divergencias actuales entre manifestaciones artísticas diversas en nuestra cultura. Predominó en él, en ese discurso suyo educado y amable, pero capaz de la fuerza y el denuesto justo, desde la cultura y el saber, pero también desde el patriotismo y la rabia, la voluntad de convocar, desde la crítica cultural, a esas fuerzas centrípetas que todavía hoy permiten a Cuba pervivir frente al espanto de la incultura, el oportunismo tiránico, la miseria moral de una clase política vergonzosa.
Con una gracia, un ingenio muy personales y expresivos, Héctor Antón nos habló de la metamorfosis del alma civil en Cuba en las últimas y terribles décadas.
Como cubano de estatura intelectual, como ser humano decente (esa categoría desterrada por la miseria castrista), su discurso crítico fue un farallón contra las fuerzas centrífugas que minan nuestra identidad amenazada. Durante mucho tiempo la obra, el magisterio y la conversación entrañables de Lezama Lima significaron una especie de salvaguardia de lo cubano atacado por la desnacionalización socialista. Héctor Antón, discípulo suyo en lo más noble del hombre de Trocadero, fue también un heredero suyo, digno recipiente de una cubanidad que se niega a perecer todavía.
Con una gracia, un ingenio muy personales y expresivos, Héctor Antón nos habló de la metamorfosis del alma civil en Cuba en las últimas y terribles décadas. Era uno de sus grandes temas, que hoy despertamos considerando, en la noticia y la pérdida, como parte esencial de su legado como intelectual y como ser humano. Pues él sabía que la crítica cultural en general, abarcadora de lo artístico, la conciencia colectiva, la dinámica social, el pensamiento mismo, tal como él la practicara, puede ser en el momento presente un antídoto contra la labor de devastación y el horror que busca destruir hasta el último vestigio de la Cuba inmortal perdurable.