Suele pensarse y decirse que los conflictos bélicos de los años ochenta y el hundimiento de los precios de las materias primas durante esa “década perdida” afectaron a todos los países centroamericanos. Y así fue, sin duda, pero no todos fueron impactados por igual. Ninguno se redujo a los meros huesos mondos al nivel que lo hizo Nicaragua, convertida en un remedo de lo que había sido.
La matanza industrial de ganado pasó de 283 mil cabezas en 1979 a 121 mil en 1987, mientras la población crecía, sobre todo en las ciudades. La producción de café descendió desde los 1,303,309 quintales de 1980 hasta los 617,312 de 1990. Y así podríamos seguir, sector por sector, toneladas cuesta abajo.
Cuando en 1997 mostré estas cifras a uno de los nueve comandantes de la Dirección Nacional del FSLN, el viejo guerrillero formado en la Patrice Lumumba y curtido en la montaña tuvo la honradez de exclamar: ¡Cómo hicimos mierda este país!
El culpable fue el acoso del imperio, dicen unos. Que no, que fue la noche oscura sandinista, sentencian otros. Son las dos tesis predominantes y opuestas.
Terminamos siendo el país más espiritual de la región: la producción cultural alcanzó sus máximas históricas, mientras la de café, carne, algodón y azúcar se desplomaron. La lírica trovaba lo que la realidad negaba. Ante la falta de trigo, cantamos que el maíz era nuestra raíz, y pronto no hubo ni guate mojado para tapar las vergüenzas, aunque mejor hubiera servido para taparnos la boca. Las licencias poéticas quisieron sustituir el cálculo costo-beneficio y fueron ciegas a la cauda de sangre y mutilados que el progresismo revolucionario iba dejando a su paso. Llegamos hasta ahí por la terquedad -de todas las partes- que durante años rehusaron hacer lo que finalmente ocurrió: una negociación.
El culpable fue el acoso del imperio, dicen unos. Que no, que fue la noche oscura sandinista, sentencian otros. Son las dos tesis predominantes y opuestas. Es evidente el drenaje que todo esfuerzo militar ejerce sobre las pequeñas economías que compran y no fabrican ni comercian armas, y el papel que tuvo la administración Reagan, paranoica ante el peligro rojo.
Pero poco se habla de la ineptitud administrativa de unos guerrilleros que habían cursado primeros años de la universidad o ninguno, y que por haberse jugado el pellejo con un coraje encomiable -algunos- se creyeron iluminados en todas las materias, diestros jinetes del sector público.
Con notables excepciones, el personal mejor preparado siempre ocupó puestos secundarios y se dedicó a ejecutar las directrices de los hombres de armas. Los ministerios importantes fueron adjudicados como botines de guerra, sin prestar atención a las competencias que el Estado requería.
Sea cual sea la forma en que se ordenen los factores y el peso que se les asigne, el resultado será el mismo: el país que vivió un reseteo en 1979, en un intento de aniquilar todo vestigio de somocismo, experimentó uno aún más profundo a lo largo de toda la década.
La riqueza desigualmente distribuida fue sustituida por la pobreza aún más desigualmente distribuida.
El comercio fue centralizado. Los pequeños agricultores que contrabandeaban una parte de su producción, eludiendo a la policíaca Empresa Nacional de Abastecimiento (ENABAS), eran sacados a empellones de autobuses y camionetas y decomisados ante los ojos vidriosos de sus hijos. Esos campesinos echaron mano de la única forma de boicot que les quedaba: reducir la producción al mínimo de subsistencia. La revolución mató a la gallina de los huevos de oro. Fue despojando a esos campesinos de los que Augusto C. Sandino dijo que llegarían hasta el final. ¿Hasta el final de qué? Tal vez de ese reseteo para ver uno o dos reseteos más.
Nada semejante experimentaron los vecinos del istmo. Los sistemas financieros centroamericanos resistieron las tribulaciones propias de economías de guerra: bandazos, recesiones, atracos y otros desmanes. Con un banco más o uno menos, todos los sistemas resistieron, menos los de Nicaragua. Allí la banca fue nacionalizada y el Estado se convirtió en el acreedor único. Ese giro formaba parte del cielo que nos tenían prometido y lo sufrimos para huir del infierno tan temido, ese Imperio al que tantos hijos de los ministros, militares y otros burócratas sandinistas no han dejado de llegar desde los años noventa para cumplir sus sueños -laborales, matrimoniales, académicos-, dejando atrás la pesadilla que sus padres ayudaron a forjar.
No desapareció la cultura somocista, pero sí todo vestigio del dinamismo económico que había existido durante el somocismo. La riqueza desigualmente distribuida fue sustituida por la pobreza aún más desigualmente distribuida. El país vivía de la mendicidad y el endeudamiento, por mucho que sus dirigentes sacaran pecho con sus elefantes blancos, monumentos a los sueños inviables que después fueron desguazados en el altar del neoliberalismo.
Desbocada y al servicio del financiamiento de una burocracia gigantesca e improductiva, la inflación fue una distorsión permanente. Cuando se cancelaba el préstamo con el que se había pagado un tractor, el importe sólo servía para comprar un cerdo, escribió el economista Brizio Biondi-Morra en un estudio sobre la seguridad alimentaria cuya publicación varios comandantes intentaron en vano bloquear. “Si eso llega a conocerse, se cae el proyecto revolucionario”, murmuraron nerviosos e intimidatorios. “Si una revolución se cae por un simple libro, lo mejor es que caiga cuanto antes”, les respondió el jesuita Xabier Gorostiaga.
Sobre esa ruinosa administración centralizada, se edificó la economía de mercado de los años noventa. Un nuevo reseteo para corregir el viejo. Como no había otra tela que cortar, el Estado se regaló y vendió a trozos: a granel y al menudeo, desde las grandes haciendas hasta los sacapuntas. La banca estatal fue muriendo de muerte natural y nuevos bancos florecieron cuando los empresarios repatriaron sus capitales y los saberes adquiridos en el exilio de Miami como brókers de crédito. Poco a poco, en un reseteo silencioso, los bancos fueron embargando propiedades agropecuarias y redistribuyendo parte de lo que la reforma agraria había repartido. Un reseteo sobre el anterior reseteo.
El nuevo reseteo incluyó indemnizaciones a los decomisados de los años ochenta que generaron una inmensa deuda pública. Y también se desplegó en la destrucción de elocuentes murales y la reducción del gabinete. Desapareció lo espiritual: editoriales, el ministerio de Cultura. Sobrevivió lo peor: el aparato de persecución político diseñado y puesto en marcha por el G-2 cubano aguardó en las sombras, en estado casi larvario, hasta que la rebelión de abril de 2018 lo sacó a la luz con todo su vigor. Las ONGs proliferaron y parcialmente compensaron la liposucción estatal. Un nuevo escenario con viejos y nuevos actores -aunque con las mismas aficiones autoritarias- se desplegó.
Desde finales de 2018 Ortega y Murillo se han entregado a la tarea de desmantelar el país.
Tras diecisiete años de democracia disfuncional -corrupta y nepotista-, pero al menos respetuosa de la voluntad popular y de un mínimo de reglas para asegurar la alternancia en el poder, el FSLN retornó al ejecutivo con el propósito -que anunciaba un nuevo reseteo- de ser la continuación de la Revolución sandinista de los años ochenta, la resurrección de aquel proyecto truncado. No hubo tal continuidad. La alianza con el empresariado llamada “Modelo de diálogo y consenso” y el pacto tripartito entre el orteguismo, el capital y los sindicatos complacientes neutralizaron las demandas laborales.
La política como espacio donde se expresan y confrontan distintas posiciones empezó a ser meticulosamente desmantelada. El empresariado, untado de petrodólares chavistas por los cuatro costados, fue cediendo poder hasta convertirse en el bufón escarlata que la princesa, más rabiosa que triste, finalmente hizo a un lado.
A la convulsión de abril de 2018 siguió el verdadero reseteo. La destrucción de la Concha acústica que en pleno centro histórico capitalino había edificado el alcalde Herty Lewites fue sólo un aperitivo, una muestra homeopática. Desde finales de 2018 Ortega y Murillo se han entregado a la tarea de desmantelar el país. Han cancelado más de tres mil ONGs. Los principales medios de comunicación no pueden operar en Nicaragua. No digo los medios de comunicación opositores, sino los medios a secas: los únicos que comunicaban algo que no fueran consignas con panegíricos al Comandante y la Compañera.
Y así comenzamos de nuevo, una vez tras otra, con juntas de reconstrucción nacional donde germina la semilla de la nueva destrucción.
Confiscaron las principales universidades privadas y las pusieron en manos de comisarios políticos que tienen una sola idea fija -servir al comandante- y ninguna otra que se la estorbe. Ilegalizaron a la Compañía de Jesús, después de encarcelar a un obispo y varios sacerdotes, y de expulsar a otros religiosos de uno en uno o por bloques de congregación. Como en aquellos operativos de tierra arrasada, han vaciado el agua de la sociedad civil para acabar con los peces de la subversión.
Estamos ante uno de los reseteos más devastadores. Cada reseteo ha dejado una diáspora de exiliados nicaragüenses y una irreversible fuga de cerebros. Cada reseteo ha abierto un nuevo comienzo en un país que se reinventa cada diez, quince o veinte años a base de sueños que no tardan en devenir pesadillas. Y así comenzamos de nuevo, una vez tras otra, con juntas de reconstrucción nacional donde germina la semilla de la nueva destrucción. Sólo en Nicaragua. Podemos apostar a que los otros autoritarismos de la región -el de Guatemala que parece llegar a su fin, el de Bukele que devasta en olor de multitud- no van a dejar una huella tan profunda.
No serán un reseteo. Si podemos reclamar algún tipo de excepcionalismo en Nicaragua, será el del reseteo recurrente, una manía que no tiene par en la región.