Son muchos años de asomarme y ver fluir, a menudo reumático, un modo de ejercer la crítica desde la obsesión de la Modernidad por un discurso hegemónico, de supuesta perfección a la vez lógica y creativa.
Estoy marcado por aquella obsesión suicida de buscar la total objetividad, la enfermiza misión de encontrar la ÚNICA VERDAD, ya fuera marxista, o positivista, o nacional socialista, o maoísta, castrista o guevarista, aristotélico de Chicago o tel quel parisiense, o neomarxista de Bologna, o densamente frankfurtiano, peladito mexicano en Sánchez Vázquez, o vagamente agitanado y francobúlgaro, en fin, entre tantas páginas y abalorios de una Era del Folletín que nos ha dejado pesada arena en el pensamiento.
La película "intocable" de Gutiérrez Alea
Después de todo aquello que fuese (o aspire a ser todavía) el texto primigenio considerado fundador, me niego a eso para poder hablar, quizás espero que sin coherencia alguna, sobre Memorias del desarrollo, ese filme demasiado lúcido de Miguel Coyula. Dejo atrás los datos necesarios para esa Modernidad cautiva de estadísticas: sus muchos premios están en las frialdades informáticas de INTERNET. Son muchos, por cierto, y me dan la angustiosa tentación de escapar, de alejarme de inmediato.
De hecho, estuve a punto de hacerlo. Tuve una relación difícil con su antecedente, Memorias del subdesarrollo, la intensa y vergonzante película de Tomás Gutiérrez Alea; aquí yo debiera escribir la fecha innecesaria del estreno, pero me importa más haber tenido 18 años, una edad odiosa que no empezó realmente ese año, sino el siguiente, con el estreno de Los cuatrocientos golpes como primera función de una flamante Cinemateca en Camagüey.
Una hora de cola para comprar la entrada. Sin idea de qué iba a ver, estudiante rechazado de su intento de matricular Letras en la Universidad de La Habana, en una entrevista cuya obligada retórica procastrista me era desconocida. Todavía sin ley contra la vagancia, podía ir al cine sin temores a cualquier hora. Antoine Doinel se me subió al pecho y allí permaneció hasta hoy. Por lo mismo, Memorias del subdesarrollo, de ese mismo año, se me hizo muy difícil de aceptar, con esa actitud extraña, distinta a mi alejamiento de aquel medio nacional ya bien lleno de presagios que los adultos a veces ni se molestaban en aclararme.
Me pareció raro encontrarles cierto parecido al niño de un París como ciudad fea y cruel, y al elegante fulano de un edificio Naroca que yo no habría de conocer sino años más tarde, ya con una clara población de nueva burguesía roja e igualmente deforme. Pero alguien muy cercano, una mujer muy clara y sólida me dijo que la había visto por casualidad y que era muy buena. Seguí sin entender, pero volví a verla, en La Habana, algo más enterado. Sí, era buena: la he visto muchas veces, a pesar de que conocí personalmente a Sergio Corrieri durante mi larga y extraña estancia como estudiante de Letras lanzado al Escambray por sospechas políticas de la UJC de la Escuela de Letras.
"Varias veces la oí catalogar como una imagen de la frustración de una burguesía particularmente inútil."
Corrieri en el Escambray: allí recibió su carné del PCC y su primer ascenso como burócrata político, un camino que ya no abandonó y lo deshizo como actor. Memorias del subdesarrollo: ¿las dudas y angustias de un intelectual pequeñoburgués en los primeros años de la revolución castrista? Historia introspectiva, dice Wikipedia, monólogo de un burgués aspirante a escritor. Varias veces la oí catalogar como una imagen de la sociedad cancelada, de la frustración de una burguesía particularmente inútil. Bien.
"Memorias del desarrollo es peligrosa"
Hace ya unos cuantos años que la asumí como una visión profética del fracaso absoluto de los entonces nuevos discursos, un testimonio perfecto del absurdo que, desde el principio, había sido aquel ajuste de cuentas, ese "quítate tú, mi hermano, para ponerme yo". No era un buen presupuesto para enfrentarme a Memorias del desarrollo, de Miguel Coyula (¿sería realmente hijo del arquitecto brillante y lúcido, el que al fin dijo en qué se iba convirtiendo el Vedado?). Vi con muchos prejuicios esas nuevas Memorias. Y esta vez ya no supe qué hacer.
No me importa ser incoherente ahora y acogerme a un tono de supuestas verdades: Memorias del desarrollo es peligrosa. Ante todo, se atreve al lenguaje más personal, franco y directo de toda la historia del cine cubano. Llevo muchos años, demasiados en realidad, estudiando un tema tan bizantino quizás como el neobarroco cubano, pensando que este sea el modo más insistente y legítimo de una cultura cubana que, la verdad, está luchando quién sabe cómo por sobrevivir a la destrucción castrista. El neobarroco es, lo creo todavía, el modo más legítimo, menos mimético de lo postmoderno en mi país. No es casual que hablen de neobarroco en la isla mentalidades tan diferentes como Lezama, Carpentier, Sarduy. Demasiado diversos para que su concordancia sea fingida.
Memorias del desarrollo, en la misma medida que Paradiso, El siglo de las luces o Cobra, aparece como un filme cuya unidad está directamente relacionada con su fragmentación, con su vitalidad más allá de los géneros, con su detonación de la memoria supuestamente lineal.
Absorbida por la fascinación de los fragmentos, por la invasión de los detalles de la remembranza y a veces por el desquite que se toma una narración lineal no siempre del todo desterrada, esta película de Coyula parece contener en sí, como un Frankenstein prodigioso levantado en trozos diversos del arte (y no solo del cine, ni únicamente de la historieta, ni apenas del cine de autor, sino de toda una caldera increíble de modos expresivos, desde el pop hasta el manga, ese inquietante y a veces desolador cómic japonés) de las últimas décadas.
"Una nueva y amenazadora estatura de la expresión artística cubana"
Lo mismo el ya venerable collage que un modo de trastrocar la secuencia antes canónica de preproducción, producción y postproducción; tanto la cita del documental consagrado por Flaherty, como su inversión creadora a través de una inmersión abrupta en el cromatismo posible y la línea del cómic, Coyula se da el lujo, tan impropio, tan intolerable para la insoportable juventud con que creó este nuevo hito de la expresión cubana, de ser él mismo, un artista, un demente dueño de un lenguaje universal y propio, único en su entonación, arrasador en su simple franqueza que se niega todo el tiempo al giro artificioso: arte simple, del bueno, del que no se molesta en mentir.
¿Cómo lo hizo Coyula? No me interesa descubrir sus entretelas: es, eso, un nuevo hito, la aventura de tomar las dos (no solo la segunda) novelas icónicas de Desnoes, la película intocable de Gutiérrez Alea, y convertirlas en algo suyo perdurable. Cuando nos enfrentamos a la base marciana del final de la película, ya no nos importa en absoluto que estas otras memorias reformulen el pasado (¿pero es que las memorias de verdad hacen algo distinto que no sea deformar, destituirnos el pasado, convertirnos en otros?), se aparten de manera a veces brutal de las novelas de Desnoes (terrible destino haber sido estímulo impulsor de obras de arte inmortales, que sagazmente nos aconsejan acompañarnos de los epígonos fílmicos y no asomarnos mucho al padre literario, por más que, por cierto, no carecía ni de sensibilidad ni de talento: esos dramas y otras veces sainetes de la vida del arte).
Es muy fácil decir que Memorias del desarrollo es un filme experimental. A mí me parece simplemente una nueva y amenazadora estatura de la expresión artística cubana: nueva no por más alta exactamente, sino porque creo que Coyula obtuvo allí una intensidad (sí, sí, esa misma intensidad que su protagonista Sergio Garcet insiste en señalar como la esencia misma… quién sabe de qué, pero que para mí mismo quiero pensar que de lo cubano profundo y más perdurable, más de los adentros de un alma insular que seguimos, a Dios gracias, sin entender demasiado), una intensidad, pues, repitiendo esa palabra común y extraña, que pocas veces se ha alcanzado en la cultura de esa isla negada todavía a morir.
¿Qué hay de Julio Cortázar en Miguel Coyula?
Julio Cortázar, ese visionario capaz de hablar de muchachas como rayos de luna (en el siglo XX, Dios mío, qué audacia), mendigos de París y formas de creación literaria, usó de una manera muy especial el collage en una novela que no le ha interesado demasiado tal vez a mucha gente, 62 modelo para armar, pero que a mí, que la leí en un cuartucho sucio de un beca universitaria más astrosa todavía, F y 3era., en medio de una serie de manuscritos anotados por el mismísimo argentino (pero esa historia no es para aquí y ahora) y que de pronto me habían puesto en la mano (Trini, la hermana de Fernando Pérez), para que yo sufriera el pánico de tocar esa escritura de muchacho con miedo, para mí, claro, es una novela de lo más suyo cortazariano (no tan cronopio) de ese rioplatense genial que supo reconocer en Lezama a un igual suyo y ayudó a salvarlo al menos un poco del horror.
Pues sí, en esa novela, Cortázar usó de modo suyo el collage periodístico, el recorte (sin el encono furioso, insistente y también genial de Coyula, que convierte el filo de recortar imágenes para su filme extraño en una especie de instrumento símbolo de lo que él mismo hace y es en su película: un buscador implacable, un iconoclasta sonriente). Cortázar ¿lo hizo antes? No, hizo algo distinto, desenfadado, casual incluso, jugando a una apariencia de azar.
"Memorias del desarrollo propone un lenguaje interno, marcado por décadas de tendencias artísticas desafiantes".
Coyula presenta algo distinto e incluso más audaz: ejecuta la labor de un asesino serial, que reitera su desafiante carnicería de los recuerdos. Los rostros recortados sin aparente sangre, pero la sentimos derramarse en las imágenes semejantes de nuestras remembranzas, así, con esta palabra artificial y relamida, como muchas de las evocaciones que atesoramos y falseamos, pero que aquí Coyula nos zaja, nos vacía al convertirlos en imágenes delirantes que parecen no pertenecemos y que el cineasta tiene el descaro de asignarnos, como ese ángulo atroz, uñas oscuras uñas del tirano.
Sí, es un filme que, diríamos en la neohabla aséptica de la Modernidad, se arroga el derecho de cambiar nuestro idioma cultural y el de varias generaciones desde fines de los años cincuenta. Memorias del desarrollo propone un lenguaje interno, marcado por décadas de tendencias artísticas desafiantes, pop, camp art (¿algo más camp que las dos predicadoras religiosas que tienen la insolencia de fastidiar a Sergio en su refugio del desierto? Fue demasiado, tenía que haber al menos una respuesta sexual). Luz verde a la subjetivización: tiene que ser por completo cierto lo que Coyula dijo en no me importa qué entrevista: el filme terminó dirigiendo al director, inundando a los actores, aniquilando el presupuesto restringido. Criatura de sí mismo, el discurso de esta película se impone sobre sus participantes y sobre nosotros. Son, al fin, nuestras memorias entrañables.
He aquí la grandeza rara de esta película: está trazada también como compendio cultural de una época particularmente dramática (casi todas lo son, pero esta…). No solo es Cuba, no solo es la cicatriz enorme de la deformidad política y social de la tiranía castrista. Estas memorias cubren (no se preocupen, no mencionaré a Martí) la imagen insular y no la simple emigración cubana en Estados Unidos, sino especialmente determinadas vibraciones de esa otra sociedad tan ligada a la nuestra. Ese desbordamiento, en el fondo esencial para esta película tan especial, no depende tan solo, me parece, de las características más evidentes y declaradas por el propio personaje de Sergio. Sí, es un inadaptado, un hombre aislado.
¿Se desborda el filme hacia el espacio del exilio cubano?
Como dice alguna de las jugosas y esquemáticas muchachas en la película, se fue de Cuba, renunció al sueño (en realidad, mito y manipulación) de la revolución cubana, pero tampoco se adapta a la sociedad norteamericana, donde no asume tampoco una “postura”, “ideología positiva y transformadora” (alguna de las muchachas del filme, apetitosa y previsible, que Sergio sabe que terminará en Wall Street, aunque ella dice soñar con irse a Chiapas, ¿Chiapas? Sí, con el digamos peculiar y misterioso subcomandante Marcos. Nada menos que lo de siempre). ¿Se desborda el filme hacia el espacio del exilio cubano? Esa no es mi apreciación.
No. El componente cultural tanto como geográfico norteamericano del filme no depende solo de la novela, que resulta el prototexto de esta obra de Coyula. Este es un componente innegable, pero no es lo esencial, creo yo. No lo hemos percibido suficientemente porque el cine cubano ha carecido, en enorme medida, de un componente y una voluntad como la que quiero mencionar. Memorias del desarrollo abre un camino de una índole muy especial en el cine cubano, y esto es un aspecto que contribuye mucho a marcar su muy honda originalidad. Se trata de una película con un firme componente de reflexión filosófica, de hecho, la primera obra que con entera fuerza y acierto se empina en un sentido semejante.
"Coyula se atreve en el cine cubano, por primera vez, al fin, a pronunciar una reflexión general sobre el hombre y la cultura."
Vamos, no hay que fruncir el ceño. La idea en sí no es nueva y ya la había desarrollado uno de los más grandes pensadores del siglo XX, GIlles Deleuze, en los dos tomos (que en realidad son más bien dos obras que abordan ángulos distintos de un mismo tema) de La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1 y 2. Deleuze, por otra parte, no es el único en reflexionar sobre el hecho, imposible de negar, de que el discurso cinematográfico puede (y debe) también desarrollar reflexiones sobre el Ser (natural, cultural). Y lo ha hecho. Eisenstein meditó sobre el poder tiránico, Janczö sobre el impulso de destrucción, Chaplin sobre el impulso hacia la bondad, Jean-Luc Godard sobre el intangible vacío de la existencia, Pasolini sobre el horror, Kyslowcki sobre el vacío de convicciones, realmente podemos pensar otras modalidades, pero negarlas, no se puede. Imposible, o eso creo yo.
Parafraseando una frase de Deleuze, en Memorias del desarrollo todo el deslumbrante trabajo de buscar y rescatar el tiempo vivido (y trágicamente perdido, diría nuestro eterno Marcel Proust) es una estructura que puedo denominar Puntas de presente y capas de pasado: un contrapunto extraordinario no solo de componentes epocales (incluso de universos múltiples, para no remitirme a Proust, sino a una gigantesca hipótesis contemporánea), sino también lenguaje del arte, de la comunicación social, del torrente de medios audiovisuales que invade nuestro mundo contemporáneo.
Claro que Coyula ha trazado un retrato inolvidable del intelectual preso de su circunstancia histórica y de su negativa a contaminarse con ninguno de los nuevos o decrépitos discursos ideológicos que circulan en el mundo. Su respuesta es un no tajante: mejor la estructura “marciana” (de ahí su presencia en el cierre tajante del filme), que cualquier sobada panacea de las ideologías. Mejor la soledad que la mentira.
Coyula se atreve en el cine cubano, por primera vez, al fin, a pronunciar una reflexión general sobre el hombre y la cultura, a meditar como un hombre y un intelectual responsable en el destino general, y no solamente en la minúscula parcela nacional, clasista, de raza o de género. Su filme reitera aquella frase dos veces deslumbradora, en la literatura y el cine: no preguntes nunca por quién doblan las campanas, doblan por el ser humano general, la especie dolorosa. Nunca el cine insular se empinó a este diapasón. Y sé que, cuando vuelva a hacerlo, tendrá que hallar esa intensidad con que este director ha sabido conseguirlo.
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