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Cine | Amargura y lucidez de Titón

"Todas las revoluciones padecen de obsesión por la memoria. La nuestra tejió con sumo cuidado su tradición, su épica, sus libros canónicos y delimitó su ley y sus profetas".

Hombre mayor.
Tomás Gutiérrez Alea. | Archivo del ICAIC

El cine cubano nos ha dejado un puñado de clásicos, una galería de directores de variado calibre y la crónica de una utopía —la revolución de 1959— cuyo legado aún exige los más diversos ajustes de cuentas. Desde los primeros fotogramas de la epopeya castrista (un batallón de muchachos barbudos, atravesando el pantano con los rifles al hombro, sonriendo como quien sale de fiesta) la rebelión fue minuciosamente registrada por las cámaras.

Todas las revoluciones padecen de obsesión por la memoria. La nuestra tejió con sumo cuidado su tradición, su épica, sus libros canónicos y delimitó su ley y sus profetas.

Si alguien tuvo coraje, equilibrio y buena puntería para dialogar, desde el cine, con los complicados cambios de rumbo de este país durante las pasadas décadas, fue Tomás Gutiérrez Alea, Titón (1928-1996). La filmografía de Titón es compleja y en perpetua exploración del proceso revolucionario. Unas veces desde la reflexión directa —Memorias del subdesarrollo (1968), Los sobrevivientes (1979)— y otras mediante el examen de historia o nuestra tradición literaria, como Una pelea cubana contra los demonios (1971) o La última cena (1976).

Sus películas agrupan actores entrañables para la memoria visual cubana, como Sergio Corrieri —alguien lo calificó como el Mastroiani del pobre—, el Jorge Perugorría de Fresa y chocolate (1993) y la propia esposa de Titón, Mirta Ibarra.

El suyo es un lenguaje que va del drama a la comedia más ácida, nocturna y afilada. Y aunque el juego con fuego siempre sale caro —algunos filmes suyos aún se proyectan en silencio, o jamás se transmiten por televisión— Titón dejó una obra que se interpreta a sí misma y a la cultura de una nación entera, que siempre se negó a abandonar.

Hombre y mujer
Titón y su esposa, la actriz Mirtha Ibarra. | Archivo del ICAIC

"Y es que en nuestro caso", dijo en una de sus últimas entrevistas, "dada la situación o la mentalidad de plaza sitiada, de fortaleza sitiada, rodeada por el enemigo, hay un cierto nivel de paranoia y de suspicacia. Cuando se plantea alguna crítica dentro de esa plaza mucha gente piensa que eso debilita nuestras posiciones frente al enemigo. Yo creo todo lo contrario. Yo creo que si la crítica está bien hecha, si es eficaz, si es profunda y nos ayuda a superar los problemas que tenemos y las debilidades que tenemos, nos hace más fuertes y menos manipulables. Yo tengo ese criterio".

El tema de la muerte —junto al amor, el tiempo, la tolerancia y la historia— alimentó toda su producción, que en la década del noventa empezó a compartir con Juan Carlos Tabío, otro de los más importantes realizadores cubanos.

Guantanamera (1996), su última película, no solo revisa el contorno temporal del castrismo sino que se vuelve una procesión —amarga, demoledora— por el espacio geográfico de la isla. Un cortejo fúnebre recorre Cuba desde su extremo más oriental hasta La Habana, atravesando las ciudades más importantes de la isla (o lo que queda de ella, tras la crisis y el desamparo soviético).

La difunta, una vieja cantante que marchó desde joven al extranjero, muere de amor o por sobrecarga sentimental, al reencontrarse con su amante de antaño. La sobrina que acompaña al cadáver, una profesora de economía política que ha abandonado la docencia, encarna ella misma su propia historia de amor pospuesto y frustrado: está casada con un burócrata, un "cuadro" de oficinas funerarias obsesionado con reivindicarse ante sus superiores.

Paralela a la caravana de la muerte avanza la otra, la de la nueva vida y el amor que tanto ha esperado la profesora Georgina —interpretada por Mirta Ibarra— en la forma de un antiguo alumno suyo, ingeniero devenido chofer de carga.

No seré el primero en afirmar que Guantanamera es el testamento de Titón, que en el momento de la filmación se iba apagando él mismo dentro del cáncer que le había presagiado su propio final, desde los tiempos de Fresa y chocolate.

Y si bien el filme parece adolorido por el desengaño de ver cómo nada cambia en la isla —y si cambia es para derrumbarse en el olvido y la desidia— Gutiérrez Alea se abandona a lo esencial: la lealtad al amor, a la intimidad del cariño, a la resistencia del espíritu aunque Cuba se fracture con la crisis, todas las crisis, con las cuales la salación la ha signado.

Al cabo de medio siglo, Titón dejaba su crónica final de un proceso duro, conflictivo y que tanto a él como a muchos otros, había hecho creer que la última utopía del siglo XX hubiera sido posible. La figura del funcionario gris y desesperado, en el cementerio de la película, parecía ser la angustia de todo un aparato que sobrevivió a Titón y que, casi tres décadas después, continúa en el mismo pedestal de la tribuna.

Qué nos queda después de Guantanamera, después de la amargura de su lección y la dureza de sus imágenes, sino cargar nuevamente en peso a la isla, sudados y con la esperanza puesta en una nueva y limpia utopía. Quizás descolorida, gastada por los martillazos del destino, pero confiada en que la isla sigue a flote, naufragando en este ficción rara y compleja que es Cuba, batallando en silencio con nuestro propio futuro.

Hombre joven
El joven Titón. | Archivo del ICAIC

Xavier Carbonell

Xavier Carbonell

(Camajuaní, Cuba, 1995). Escritor, periodista y editor. Ha realizado estudios de filología, comunicación y filosofía en distintas universidades. Trabajó como investigador y profesor en la Biblioteca Diocesana "Manuel García Garófalo". Es editor de la revista Árbol Invertido y corresponsal de SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación. Recibió el Premio "Paco Rabal" de Periodismo Cultural por su crónica "Mi canon sentimental del cine cubano", y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara por su novela El libro de mis muertos. Con El fin del juego obtuvo el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Gastrónomo por vocación, aunque no por oficio, y furibundo fumador de puros. Espera el apocalipsis en muy buena compañía y sobrevive tras las trincheras de su biblioteca. 

 

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