Mi casero es un chico tímido. El día en que vine a conocer la renta me habló con el volumen en la primera rayita. Se empeñó en atestiguarme sobre la tranquilidad del barrio y, con una pena contenida, reconoció que de vez en cuando algún grito de un vendedor o un mensajero podría perturbar mi sosiego. “Pero fuera de eso, no se escuchará ningún alboroto”.
Me eché a reír pa' dentro. Quise confesarle que la quietud no era de mis principales características, pero esa no era una buena carta de presentación. Él estaba rentando a un periodista, un escritor, y había una imagen que mantener.
Él no me conoce, no tiene por qué hacerlo. No sabe que yo soy un pájaro desajustado, un solariego desvergonzado y amigable. Él sabe que vengo de la periferia, lo más campestre que tiene la ciudad capital, pero quizás no conozca los códigos que allá se manejan.
El Cotorro está en una zona conceptual intermedia entre lo rural y lo urbano, y maneja los códigos de ambos sitios alternadamente. Sí, hay carretones de caballo y gente que se saluda aunque no se conozca, pero también hay quien pone música después de la medianoche cualquier día de la semana. Se mueven negocios turbios y se fajan a machetazos, pero también se maneja la retórica del ambiente, la infladera demagógica de esquina, en la misma medida en que un aguacate y una mano de plátanos está más barata que en el Downtown.
A todo este trasfondo que me respalda, se añade la pajarería, que tiene su propio corpus teórico y sus propias dinámicas.
El Vedado, que no es Cayo Hueso en la misma medida en que no es Artemisa, maneja sus códigos, y para venir acá como mínimo hay que entenderlos. Hay que conocer el árbol antes de hacer el nido.
Cierre su puerta, y su vida
Lo primero de lo que me percaté al llegar a mi nueva renta en el Vedado fue de un cartel escrito a plumón azul y en horrenda caligrafía en la reja del edificio: “Por la seguridad de todos mantener cerrada la reja”. Cada vez que un amigo me anuncia la visita le recuerdo: me tienes que avisar cuando estés abajo para abrir la reja y luego cerrarla, que estos blancos se mantienen siempre aislados del mundo.
El primer consejo para vivir en el Vedado, y parecer uno de ellos, es establecer tus límites y tu privacidad.
La cerrazón es fundamental en la blanquitud. El respeto al timbre, la sacralidad de la casa cerrada. La puerta que imposibilita al ojo externo ver el drama que se da dentro.
Los decimonónicos palacios europeos son ahora casonas en Playa. El bar que se le cerró al negro y al pobre en la primera mitad del siglo pasado, un siglo marcado por la competencia y meritocracia capitalistas, es la casa del Vedado a la que ahora hay que avisar antes de llegar. Barrios aislados, a los que no entra el sudor sin anunciarse, son herederos –con las deformaciones propias del avance del tiempo y gracias a las oportunas revoluciones sociales– de las calles por las que antes no transitaban hombres sin traje ni herencia.
"El negro es un nómada, un perseguido. La única estabilidad que conoció históricamente fue la del sacrificio."
Permítanme la pausa para acotar excepciones. Blanco y blanquitud no es la misma cosa. Tampoco un fenómeno se restringe a sus antecedentes. Por supuesto que mis vecinos no pasan llave a la reja para que no entre un negro. Por supuesto que la señora del apartamento del frente no se levanta en la madrugada diciendo “¡Qué susto! ¡Soñé que era pobre!” Y por supuesto que todos los blancos no responden a estos patrones ni el Vedado en su totalidad se reduce a la aristocracia. Estoy analizando cómo llegamos aquí.
Por un lado, tenemos entendido que los negros de toda la vida mantienen sus puertas abiertas, del mismo modo que tuvieron que abrir sus mentes a nuevas costumbres y religiones para poder sobrevivir. El negro es un nómada, un perseguido. La única estabilidad que conoció históricamente fue la del sacrificio. Sus casas están abiertas porque no les enseñaron a esconder sus pecados sino cuando apareció un Jesucristo español en su barrio.
"Si quieres parecer hijo del Vedado, decente como el blanco histórico, debes cerrar tu casa y tu vida, privarlas del escrutinio público."
El negro, eso sí, es desconfiado con el blanco pulcro y cristiano del Vedado, pues una de cada dos veces que aparece en su casa, es para moralizarlo, compadecerse de él, o comercializar con su relato y dolor.
La privacidad fue hermosa hasta el día en que –por ser símbolo de blanquitud– se normalizó como superior. El secretismo y la intimidad se ensalzaron sobre la vida en comunidad y la extroversión. El hermoso café que se hace para todo un solar se ha recontextualizado en las casonas coloniales del Vedado, pero otros símbolos históricos de los negros pobres no corrieron la misma suerte.
Si quieres parecer hijo del Vedado, decente como el blanco histórico, debes cerrar tu casa y tu vida, privarlas del escrutinio público. Al fin y al cabo los que siempre fueron jueces no pueden, a su vez, ser juzgados.
La sexualidad es invisible a los ojos
Este Vedado nuestro, tan nuestro que está en todas partes, gusta especular su purismo sexual cristiano.
La monogamia a la cabeza, la virilidad y promiscuidad orgánica en el macho, la indescifrable e inalcanzable sexualidad femenina. Las mismas señoras de los nosecuántos tenedores y platos, que fueron a su vez las adalides de la virginidad intacta hasta la consumación de un matrimonio –a veces hasta concertado– se asoman hoy en las ventanas del Vedado para juzgar a la chiquita que trae un novio distinto cada semana, y miran con recelo al pájaro que llega a las cinco de la mañana cada sábado.
Toda esta generación, instruida en la moral cristiana que zarpó de España en el siglo XV, sostiene la pureza sexual como uno de los últimos bastiones de los años de su decencia, y lo pasan a sus hijos y nietos, como herencia de la época donde la ética católica sobre el cuerpo ostentaba el oro entre todas las filosofías concursantes.
El cristianismo –y sus moralismos dependientes– enseñaron a nuestros abuelos, a nuestros abuelos blancos, a esconder la sexualidad de la esfera pública. Casi todo lo sexual era pecado, así que para no errar, mejor ni hablar de aquello. Mientras reinó el pensamiento cristiano se apedrearon a las putas y a las adúlteras, se castraron químicamente centenares o miles de personas homosexuales y se llevaron a juicio todo tipo de “anomalías” alrededor del morbo y del sexo.
Mientras esto sucedía, las africanas danzaban con sus tetas al aire. Changó se singaba a Oshún, a Oyá, y a Obba, pero también se disfrazaba de mujer si era preciso. Yemayá no dejaba de parir y de inmortalizarse como la de los pechos grandes, mientras un orisha como Inle aparecía para referenciar la homosexualidad. Todo eso llegó a Cuba a través de sus antecesores negros, quienes tuvieron que apuntalar muchas esquinas de su visión sobre el cuerpo y la sexualidad en pos de la supervivencia misma de sus creencias.
Hoy, los hijos e hijas de aquel cristianismo colonizador, cuchichean acerca de los cuerpos libres que sus padres ayer intentaron enjuiciar. Ya no tienen el poder para castrarnos o para meternos en prisión, por lo que no les queda más que apuntar como error un hombre maquillado, como inaceptable la existencia de un chico trans. Moralizan desde la ventana abierta –porque, asere, pareciera que de la omnisciencia de Jehová les quedó la posibilidad de verlo todo– y desde ahí ejercen la supremacía inobjetable que vivieron durante siglos.
"(...) a puertas cerradas se masturbará con la imagen de un Changó que se pasea por todo Oyo con su pinga en perfecta erección."
A cada rato les confirmas que no perteneces a su clase. Si eres mulata les va a recordar la putería de Oshún con tu mera existencia. Tu piel les recordará además que seguramente eres pobre y no sabes hablar. Si eres negro bembón y colorao, vas a destilar violencia antes de aparecer incluso en escena. Eso sí, puede que una vecina se te ofrezca en brazos con un hambre voraz de pinga, porque te ven como una bestia y ninguna expectativa menor es posible.
No es otra la hipocresía del purismo: la blanca española guardará bajo la reja del silencio lo que Cristo le dijo que era pecado, y a puertas cerradas se masturbará con la imagen de un Changó que se pasea por todo Oyo con su pinga en perfecta erección.
Memorice el canon de los buenos modales
Una cosa linda son los buenos modales. Pedir permiso y hablar bajito, dar las buenas tardes y soltar un por favor cada cinco palabras. Eso prueba que usted –más allá de su calidez humana– es una persona preparada, seguramente universitaria.
A ese argumento apeló mi tía en uno de mis ingresos en el Instituto Pedro Kourí. Los pongo en contexto. Yo, paciente VIH, tenía mi palanca. Cualquier catarro, pal IPK. Esa relación de sobrino con una pincho me daba el privilegio de atenderme en uno de los mejores hospitales de La Habana, pero me ponía también en el compromiso de la ejemplaridad, y a mí la ejemplaridad no se me ha dado muy bien que digamos. Casi siempre, incluso, me han cogido más para lo ejemplarizante.
Nada, viene mi ahijado un día al hospital a traerme ropa y un poco de comida. Algún jabón y ropa limpia. No podía usar la ropa del hospital porque no era blanca, y yo estaba de iyawó. Mi ahijado me llama por teléfono y me dice que en la puerta no lo dejan entrar, que no es día de visita. Yo enseguida marco, desde el teléfono del cubículo, al número de la garita. Doy mis buenos días.
-Mire, por favor, no sabía que no era día de visitas, mi ahijado me trajo ropa, estoy de iyawó…
-Eso no es mi problema.
Pum. Colgado.
Niña, me subió una cosa mala.
Volví a marcar al mismo número, y me recordé a mí mismo ser paciente y educado.
-Mire, señora, déjeme explicarle, por favor. Yo sé que el hospital da ropa, pero yo estoy de iyawó. Además, mi ahijado vino desde el Cotorro, yo no quiero visita, solo que me hagan llegar las cosas…
-¿Qué hace un paciente llamando a la garita? Te entiendo, pero eso no es problema mío, hazme el favor y no llames más.
Ya yo estaba en trance.
-Señora, por favor, simplemente escúcheme.
-Oye, yo no tengo que escucharte, tú eres un fresco por estar llamando pa' acá. No voy a dejar entrar nada y punto, y no vuelvas a llamar para acá.
Ay, no.
-Yo voy a bajar y usted me va a decir en la cara que yo soy un fresco.
Y pam. Colgué.
Salí puerta afuera a 60 kilómetros por hora. La enfermera que si "oiga, paciente", la de la puerta que si "niño, ¿pa' dónde tu vas?". Yo no oía ni veía. Ya yo era congo. Cinco pisos por las escaleras (ni en el elevador pensé). Ella me va a decir en la cara, ella me va a decir en la cara…
El cuento corto. Allá abajo se formó la desagradable. Mis amigos saben lo que yo quiero decir porque lo han visto. Querían llamar a la policía. Bajaron a todos los custodios del IPK. A mí me daba lo mismo en ese momento las cantidades industriales de sida que me hubiesen llevado al ingreso. Yo, que nunca he sido decente ni una pinga, dándole a esa malsingada sus buenos días, explicándole mis particularidades, y esa niña, amarga hasta el vómito, sin ganas de existir condenando a todo el mundo a su pregenio. No, mami, tú estás pa' ingreso.
Al otro día en mi cubículo estaban todos los directores de salud de la historia de Cuba. A hacer el cuento como les diera la gana. Habían oído solo la versión de la mongólica de la garita. Pero claro, al final del análisis, yo me había salido del plato. Y en la balanza pesaban más mis “malos modales” que la incomprensión y el maltrato de la empleada.
-Manolito, me dijo mi tía, tú no puedes ir por la vida así.
(Mi tía sabe que este no es el primer espectáculo que doy en el IPK. Unos años antes cerré la garita por capacidad y me cagué en la madre hasta de Louis Pasteur).
-Tú eres un muchacho decente, preparado. ¡Tú eres maestro de preuniversitario!
Estas descomposiciones, según mi tía, eran un indicador de baja educación, y yo debía andarme en el regulador para que todo coordinara: hijo de una blanca, muchacho preparado, buenos modales.
Años después, yo tengo prohibido el ingreso al IPK, y sabrá Dios qué tiempo lleva sin singar la mujer aquella de la garita, o a cuántos pacientes más habrá descompuesto orgánicamente.
Las formas, los modales obligatorios y distintivos de una raza y clase, usuales y obligatorios en lugares hartos en blanquitud como zonas del Vedado, me traen a la mente aquellos años en que la educación no estaba masificada, y solo hablaban “correctamente” los que tenían acceso a estudios. Esos, en su mayoría blancos y ricos, eran los mismos que sabían usar los 7 tenedores en sus 14 tipos de platos, la cuchara de la sopa, la cuchara del postre y cuanta tediosa cuchara inventaron los europeos en su tiempo libre.
"Si eres negro, tu piel, para estos lectores sesgados, sigue encerrando siglos de pobreza y bestialidad."
Los blancos e hijos de blancos debían memorizar completico el canon de los buenos modales, porque, entre muchas otras cosas, poseer este conocimiento era un rasgo distintivo de tu raza y de tu clase. Luego empezaron a aparecer entre ellos los menos blancos y menos pudientes y, para insertarse, tuvieron que aprenderse completico aquel padrenuestro, o sea, blanquearse.
Muchísimos años después aquí estamos. El catequismo no es tan largo ya –dejó de usarse por suerte esa insufrible cantidad de cucharas– pero persiste, en ese blanco aristócrata del Vedado criado a la vieja usanza, que se presume en cualquier bar como un sommelier de quinta generación, conocedor de marcas caras (ni tanto), el empeño de distinguirse del negro, del pobre y del no academizado.
Si eres negro, tu piel, para estos lectores sesgados, sigue encerrando siglos de pobreza y bestialidad. Congo no sabe leé, congo no sabe cribí, suena un mambo palero. Tu cráneo sigue en discusión científica y sigues siendo el chiste. Te sigue quedando tan cerca el apodo de “mono” como a ellos ese racismo que aspira a ser fascista en todo tiempo. Te repiten, con sus “buenos días”, sus bufandas y su “por favor, hable bajito”, que estás entre ellos pero no eres uno de ellos.
Me recuerdan lo que hace la revolución castrista con la raza negra. Ese discurso fatal de “mira, no tenías nada y ahora lo tienes todo” para implorar una gratitud idólatra.
La revolución de Fidel te hizo persona, mi negro, es un favor que te hizo. Te enseñó modales, te quitó la jícara y te entregó el tenedor.
Ahora te toca demostrar diariamente que te mereces el lugar que te han dado.
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