Según Ernesto Guevara, la intelectualidad cubana padecía de un cierto complejo de culpa por no haber participado en la revolución de 1959. Pero, ¿es correcta esa percepción del camarada argentino sobre la contribución de nuestros intelectuales al triunfo del 1 de enero y, sobre todo, a lo que vino después?
Nadie como Fidel Castro comprendió lo erróneo de esa afirmación, a la vez que sus inmensas potencialidades. A ello se debe el que la sacara tanto a colación. Sabedor de que en política no ya un ensayo sino una simple frase pueden más que explicar la realidad, a ratos incluso cambiarla, quiso sacarle provecho. En definitiva para convertir a la Isla en esa extendida finca de Birán que soñaba mangonear hasta en los más nimios detalles desde un jeep, con un buen habano bien agarrado entre los dientes de su poderosa dentadura, necesitaba sacar primero del juego político a una intelectualidad cubana que se alimentaba de una poderosa tradición, y de un muy cercano vínculo con los centros culturales de Occidente. ¿Y qué mejor recurso para neutralizarla que mediante los complejos de culpa?
La realidad, sin embargo, nada tiene que ver con los arbitrios sociológicos del aventurero austral, ni con las maquinaciones políticas de Fidel Castro: los intelectuales cubanos han integrado quizás uno de los grupos más influyentes en lo sucedido en Cuba desde 1959. ¿Pero por qué fue tan relativamente fácil hacerle sentir esos complejos a un considerable sector de la intelectualidad, grupo humano que se supone debe de ser de los menos dados a semejantes sugestiones, o de los más resistentes a las maquinaciones? La razón, además de encontrarse en lo discutible de la idea anterior —o sea, la mayor resistencia del intelectual a las sugestiones y maquinaciones—, parece estar en un error de perspectiva histórica.
Los intelectuales jóvenes iniciaron y luego llevaron el peso fundamental en la Revolución del 30. La caída de Machado y con él de la Primera República Liberal, la abrogación de facto el 9 de septiembre de 1933 de la Enmienda Platt, y con ello de la mediatización de nuestra soberanía, la constitución en un final a una Segunda República Social, tiene todo ello su inicio en la Protesta de los Trece, o en las luchas universitarias dirigidas por ese otro intelectual que era Julio Antonio Mella.
Recordemos tan solo que tres de las más importantes organizaciones anti-machadistas: el partido comunista, el ABC y el Ala Izquierda Estudiantil, fueron organizadas y dirigidas por intelectuales; que si la muchachada de los Directorios del 27 y del 30 se echó a las calles fue en respuesta a las reprensiones de Enrique José Varona, otro intelectual; o que quienes realizaron la revisión de estilo de la Constitución de 1940 fueron nada menos que los constituyentistas Marinello y Mañach, figuras cimeras de las letras y el pensamiento republicano.
La revolución de 1959, por otra parte, no parece haber tenido participación intelectual. Ni el Movimiento 26 de julio, ni el Directorio, ni las organizaciones auténticas (no nos dejemos engañar, los ñángaras no dispararon ni un chícharo contra su ecobio Batista) fueron creación de intelectuales, y tampoco contaron con ninguno en su plana mayor. Esto provocó que, como en esencia la generación intelectual de los cincuenta pensaba al mundo desde las formas de lo hecho por la de los treinta, o desde sus gestos y actitudes, no resultó difícil convencerla de su no contribución al resultado de 1959. Había, sin embargo, otra razón más para dejarse sugestionar, y tenía que ver con la fea e impresentable naturaleza de esa contribución. Una muy oscura, de la que casi nadie, y mucho menos un intelectual, suele sentirse orgulloso a la larga. Una que era mejor no admitir y dejar hundirse en el olvido.
Quizás ya haya notado el lector que escribo revolución a ratos con mayúscula, a ratos con minúscula. La del 30 con mayúscula, la del 59 con minúscula. La razón es muy simple: la primera fue en realidad una Revolución; la segunda, no. Distinción clave en lo que aquí discutimos.
La primera, la del 30, había alcanzado la independencia política y poco a poco la económica. Al menos en el grado realista en que podía o puede serlo Cuba, y no en ese absolutista y disparatado de nación flotando en el vacío cósmico. Idea a la que ciertas minorías nuestras parecen haber aspirado siempre por no asistir a una iglesia en que encauzar de mejor, y menos peligrosa manera, unas ansias trascendentalistas que al no poder expresarse en su natural campo, lo religioso, han tendido a corrérsenos hacia lo político. También, y no resultaba lo menos importante, la Revolución del 30 había terminado estatuyendo una República Social: la de 1940.
Quedaba en los cincuenta ocuparse de los detalles: el primero, recuperar la República del 40 que había derrocado Fulgencio Batista en 1952, aunque sin atreverse a anular nada de la avanzada legislación social y laboral de la misma; el segundo, diversificar el modelo económico cubano. Porque, si desde hacía ya mucho era evidente que si “sin azúcar no había país”, con ella sola tampoco lo habría en un futuro. De haber logrado ambas cosas, la de 1959 habría merecido también una erre mayúscula. Menor, claro está, que la del 30, pero también habría sido ella una Revolución.
No obstante, lo que en verdad se hizo a partir de 1959 fue destruir sistemáticamente la economía, y sustituir a las formas republicanas por las monárquicas. La destrucción de la economía fue tan exitosa que hacia 1972 se terminó por esfumar el último rescoldo de independencia que nos quedaba. A partir de entonces hemos dependido de los EE.UU. como nunca antes en nuestra historia.
Esta paradójica realidad resulta evidente si comprendemos que a partir del megadesastre de la Zafra de 1970, Cuba, sin economía, no ha podido subsistir más que de venderse como el aliado perfecto para quien por tener algo contra los americanos esté dispuesto a asumir el papel de Mecenas de la suprema obra de arte castrista. Quien quisiera jeringar a Washington solo tenía que sufragar los despilfarros pantagruélicos de un Fidel Castro que, a la manera de las vanguardias de principios del XX, se había propuesto la transformación total a su voluntad de una realidad humana.
Ahora, obsérvese bien este detalle: Todo ello, destrucción de la economía, pérdida de la soberanía, en fin, el acabose, el no dejar ni la quinta ni los mangos y tampoco donde amarrar la chiva… tiene su raíz en el establecimiento del dominio monárquico de una especie de artista de vanguardias. Que, y escúchese bien, solo pudo alcanzarse gracias a la sistemática campaña de desacreditación de las formas republicano-democráticas allá en los cuarenta y primeros cincuenta.
¿Y quiénes fueron los principales promotores de esa campaña? Pues quién si no, nuestros intelectuales. Unos más, otros menos, pero muy pocos escapan de esas culpas. No olvidemos a Fernando Ortiz justificando ante el Congreso, allá por el primer lustro de los cincuenta, la supuesta necesidad cubana de un Hombre Fuerte... Si alguien comprendió muy bien esto fue Fidel Castro, que quizás nunca habría sido capaz de escribir un tratado como El Príncipe, pero que en sacarle provecho a unos principios que no habría sido capaz de expresar de modo distinto sí era más hábil que Maquiavelo.
Fidel Castro sabía que quien corona, es capaz también de destronar, y por ello se mostró tan interesado en restarle poder a quienes lo elevaron al trono. ¿Y qué mejor método que destruyendo su autoestima? Más, cuando no podía simplemente deshacerse de ellos enviándolos a una UMAP, porque en sus maquinaciones internacionales, mediante las cuales pretendía conseguir mantener su “santa” voluntad independiente a la vez de la URSS y de los EE.UU., era clave el ganarse el apoyo de la intelectualidad occidental de los sesenta.
Ese sector tan determinante en la opinión pública del mundo libre, que no habría admitido una solución tan radical sin armar la alharaca, y al que por el contrario se lo podía ganar para sus planes si era lo suficientemente hábil para conseguir convencerlos de que acá se edificaba una nueva utopía, a la manera de la del “buen salvaje”: un socialismo igualitarista con libertad de creación, y hasta de expresión.
En la revolución de enero de 1959, y por sobre todo en los caminos que muy pronto habría de tomar, los intelectuales sí fueron determinantes. A su pesar, como comenzarían muy pronto a notar gentes como Gastón Baquero o Lezama Lima, y un poquitico después Virgilio Piñera y Cabrera Infante, quienes en un primer momento se habían prestado muy alegremente a servir de inquisidores en obras y vidas ajenas.
Es cierto que, como observara en su desconocimiento total de los cubanos y sus asuntos el aventurero argentino Ernesto Guevara, los intelectuales no se integraron en ninguno de los grupos de lucha armada contra el gobierno de facto de Fulgencio Batista. Pero esto de ninguna manera quiere decir que no tuvieran una participación fundamental en la revolución de 1959, y sobre todo en lo que vino después.
Los intelectuales cubanos, en su inmensa mayoría, habían tomado allá en los cuarenta y cincuenta una posición de total desencanto, de nihilismo absoluto sobre el futuro de Cuba, que había incluido aneja una salvaje campaña de desacreditación de las formas republicano-democráticas. Actitud y campaña, que unidas a ciertas teleologías místicas paridas por origenistas y compañía, o un tanto más “materialistas”, de parte de ciertos historiadores pretendidamente marxistas, serían en definitiva las grandes justificantes del establecimiento de una monarquía carismática (y acabósica).
Fueron los intelectuales cubanos quienes desde los cuarenta redujeron a polvo el edificio republicano, y esos polvos, a que dudar, no tardaron en convertirse en los lodos que en los sesenta los ahogarían a ellos mismos, antes o después.