No sé si a ustedes les pasa, pero a mí algunas veces me parece que nada cambia, que todo esfuerzo de libertad choca con el muro de los autoritarismos, de los totalitarismos, del poder sin pudor y sin freno. Con frecuencia nos sorprenden los desmanes sin fachada. Pero, sobre todo, nos ofende ser considerados imbéciles, atontados o ciegos. La manipulación pérfida de la verdad llega a niveles insospechados. Al bien se le llama mal y al mal se le considera como bien. A los esfuerzos por la paz se les llama violencia y a la violencia se le llama tranquilidad ciudadana. Es nauseabundo.
Aunque cada vez son menos los lugares geográficos donde esto ocurre, provoca tal consternación y estupor que la mayoría sensata se escandaliza, a otros se les nublan los mecanismos de discernimiento, y todos podemos caer en la desilusión y en la parálisis. En realidad, esta puede ser una reacción emocional, superficial y derrotista. Es precisamente este tipo de reacciones las que más favorecen a los que trastocan la vida de los pueblos.
Profundizando un poco, caemos en cuenta de que la mentira vive de la apariencia. Que la maldad se sostiene de la falsa imagen de bondad con que se disfraza. Entonces, reflexionemos: Si el que vive del disfraz se quita la careta, está suicidándose. Está mostrando su verdadero y terrible rostro. La crueldad es mala pero convincente. No deja lugar a dudas. La maldad al descubierto vence al propio malvado y convence al ingenuo. Lo mejor para que venza el bien es que el mal se muestre tal cual es. Lo peor para los que viven de los mitos y la imagen es mostrar lo que verdaderamente son detrás de la fachada.
El que persevera, triunfa
Por eso, que las cosas vayan a peor, aunque nadie lo desea, sirve para calibrar bien las dimensiones de la maldad, la profundidad de la mentira y el peso del sufrimiento. Vivir lo peor, aunque nadie lo quiera vivir, sirve también para escarmentar, para aprender las lecciones de la historia, y ojalá sirva para que, nunca jamás, nos dejemos engañar con falsos mesianismos, con promesas redentoras, con las leyendas de que vamos a construir el paraíso aquí en la tierra.
Nuestros abuelos repetían, con más frecuencia que ahora, un refrán que está lleno de verdad y desbordado de ejemplos que lo demuestran en todas las latitudes y en todos los momentos de la historia: el que persevera, triunfa.
Es la lucha del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas, y nadie ha dicho que el parto de la libertad esté exento de dolor. Nadie ha dicho que las cadenas sean de papel, ni que la bota sea de seda. Lo que sí sabemos por la historia y por la experiencia de cada uno, que el que persevera haciendo el bien, tarde o temprano vence al mal. Precisamente porque el mal va contra la naturaleza humana.
Por el contrario, el que se cansa, pierde. Y eso es lo que busca la maldad. Busca desalentarnos, desmotivarnos, engañarnos para que pensemos que este mundo no tiene arreglo, para que desconfiemos de la fuerza de lo pequeño, para que creamos que se secaron todos los manantiales. Para que abandonemos los espacios pensando que el trabajo que hacemos es estéril, es por gusto. La maldad prefiere que las naciones se desintegren huyendo a que perseveren permaneciendo.
El que se cansa, pierde. No pierde por ser vencido, sino por rendirse ante el desánimo. El que se cansa es porque no conoce sus propias fuerzas internas. El que se cansa es porque no administró bien sus reservas de energía y resistencia. El que se cansa es porque cree más en el mal que combate que en sí mismo. O es porque cree más en sus solas fuerzas que en Dios.
Y todos nos hemos cansado física y psicológicamente. Pero no es a ese cansancio al que me refiero. Ese se quita con descanso, con treguas, con inteligencia y dosificación. Nos referimos al cansancio existencial. A ese cansancio de ser lo que somos, de pensar como pensamos, de sentir lo que sentimos. Es el cansancio de ser fieles a nosotros mismos, a nuestros principios y valores. Es cansarnos de ser virtuosos. Es el cansancio de ser fieles a Dios y a la Patria.
Ese cansancio de nosotros mismos es lo que quiere la maldad. No le demos el gusto. No entreguemos nuestra reserva de energía más potente, que es seguir siendo lo que somos, aunque haya que descansar, aunque haya que cambiar otras cosas, aunque haya que buscar ayuda y solidaridad en otros. Nadie puede solo. Precisamente, la soledad moral, el aislamiento y la duda sobre lo que creemos y exigimos, son los instrumentos más eficaces para que gane la oscuridad.
Encender en uno mismo una pequeña luz interior es apresurar el amanecer para todos. ¿Creemos esto? Vale la pena vivir solo para mantener encendida esa pequeña luz. Eso esparce claridad en medio de la noche. Eso contagia esperanza en las peores circunstancias. Eso da sentido a la cruz y acelera la resurrección de Cuba. Y solo es cuidar que no se nos apague la pequeña luz interior.
Propuestas
- Seamos fieles a lo que somos y coherentes con aquello por lo que luchamos pacíficamente. El primer recurso para no cansarse es creer. Creer en nosotros mismos, creer en que hay otros a nuestro lado, lejos y cerca. Creer que el bien siempre triunfa sobre el mal. Creer que la fuerza espiritual es más fuerte que las cadenas, los palos y las balas. Creer que la pequeña luz enciende esperanza en los otros. En fin, es abandonarse y confiar en Dios que es el supremo asidero para los que creemos que Él no solo existe como Verdad, Bondad y Belleza absolutas, sino porque creemos que Él está de nuestro lado.
- Cada vez que la realidad tenga un revés, que pareciera que se tuerce el sendero, que el tiempo pasa, que se atornilla la maldad, pensemos que todo pasa, que jamás se ha visto que algo de este mundo dure para siempre. Que caigan esos mitos para mostrar la maldad desnuda es la mejor señal de esperanza. Créanlo. Y eso es lo que está pasando.
- Aprendamos a dosificar nuestras fuerzas físicas y psicológicas, pero también velemos para que no se apaguen las fuerzas espirituales. No dejemos que el desgaste intencionado apague lo que somos, lo que pensamos, lo que queremos, lo que soñamos. Los sueños son mejores que las actuales pesadillas. Es necesario aprender de los deportistas: entrenar nuestro espíritu, dosificar nuestros esfuerzos, tener clara la meta y, sobre todo ponerle cuerpo, alma, corazón y vida a lo que le da sentido a nuestra existencia, a nuestra vocación personal y a nuestra misión en este mundo y en este país.
Es verdad que el que se cansa, pierde. Pero también es verdad que el que persevera, triunfa.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
(Publicado originalmente en Centro de Estudios Convivencia).
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