Todo parece tranquilo. Tenía deseos de unos besos, unos de esos en que la lengua va más lejos, cuando estiro la protuberancia húmeda, para saborear casi toda la cara del que beso. Cuando estoy así no tengo deseos de más nada; la entrega es tanta que definitivamente, solo me interesa besar. Celebro mucho cuando me encuentro con seres así, los que no se apresuran a la posesión, la penetración, a marcar el territorio con el chorro denso de semen. Ya sea en la boca, en el pecho, o en el ano. Llegar al orgasmo siempre es un acto de territorialidad, de conquista, como si al expulsar el semen (leche) se estuviera alzando una bandera, como si ese cuerpo al menos por ese instante te perteneciera. Ese acto de embarrar, ensuciar, es tan parecido al acto de orinar que hacen los gatos para marcar un terreno.
Puedo quedarme noches enteras detenido en unos labios. Casi todos hablan de ir escalonando gradualmente. Si una boca se entrega al placer de los besos, me cuesta avanzar a otras zonas del goce. Es más, pienso que lo que llaman avanzar, sería todo lo contrario.
La gente habla de cambiar el forro de los cojines, el color de las cortinas, cambiar las tazas donde con frecuencia tomamos té, o café. ¿Acaso esos cambios no serán hacer turismo, salir de visita, experimentar nuevas cosas? Pero si estoy frente a tu boca no quiero nada más, me aburre lo desconocido. Es contradictorio porque lo que debería ser harto conocido es tus labios, pero no es así; esa concavidad, por mucho que voy a ella no se me acaba de revelar del todo. La única permanencia cierta que tengo es tu boca.
Hace mucho no encuentro a nadie con una boca así, no es tan fácil.
"...A veces el exceso de sinceridad es horrible. Sobre todo cuando ese exceso es lo único que atesoras"
Vuelvo al lugar que siempre regreso: la sala de video porno gay. Es un lugar que rechazo y amo. En tantísimas ocasiones al salir del sitio me he dicho que nunca volveré. Pero termino yendo sin saber. Termino escribiendo, deseando lo mismo.
El sol está tras mi espalda. Los jardines artificiales de pequeñas plantas plásticas se mantienen verdes, frescas, las hojas de esas imitaciones se ven jóvenes, como los hombres que visitan la sala de videos. En esta semana tengo el estremecimiento que experimenté días antes de salir de Cuba. Digo que no me preocupa ese estremecimiento, pero me engaño. A veces el exceso de sinceridad es horrible. Sobre todo cuando ese exceso es lo único que atesoras.
En la acera del frente un hombre de unos 45 años de edad camina con su perro, lleva una camisa de mangas largas, estampada, con flores azules, abotonados todos los ojales. Se ha quitado la chaqueta para parecer informal, pero mantiene la elegancia de los empresarios. Lleva audífonos, a su mascota le falta una pata, el perro camina dando saltos. El animal tiene un pelaje negro, con manchas blancas, no es un dálmata, se ve saludable (bien cuidado). Pero ni el hombre, ni su mascota se necesitan, no se miran entre ellos, no hay señales de afecto. La ausencia de la pata del animal humaniza la imagen, si al perro no le faltara esa parte del cuerpo, la imagen sería demasiado perfecta, como la de las plantas artificiales, la de los jardines verticales que cubren las fachadas de los edificios.
No me interesa ese hombre, ni siquiera saludarle por equivocación. Lo que me importa es saber qué cosa miran sus ojos, qué es lo que le emociona, cuál es el paisaje común de sus días. He pensado mucho en lo que ven los demás, y cómo lo ven. Nadie se percata de lo que hago aquí, sentado, solo, mirando la calle desde un café en la González Suárez. Algunos pensarán que espero a alguien: un amigo, un amante llegará en algún momento. Pero la verdad es que no disfruto esperar a nadie, llevo demasiado tiempo esperando.