Después de pensar en las montañas cubanas, noto que tengo una obsesión tremenda con el Escambray, en el centro de la isla. Que me fascina mucho más que la célebre Sierra Maestra, la cordillera que ayudó a terminar una dictadura y vio nacer otra. Que no me importa si es más bajito el Pico San Juan que el Pico Turquino. Nada de eso me convence. Yo me quedo con el Escambray, que es donde me he sentido más libre, cada vez que recuerdo lo difícil que es obtener permisos para visitar la Sierra Maestra o las advertencias de cuán militarizado está el Macizo Nipe-Sagua-Baracoa —es como si fueran cordilleras presas, y el Escambray, aunque perdió su guerra, hubiera quedado libre.
Cada vez que visito Guamuhaya —nombre oficial e ignorado del Escambray— siento entre sus lomas cierta frustración por toda la libertad que allí terminamos de perder, por los muertos de los dos bandos, por los guerrilleros y los alfabetizadores, por los colaboradores de los alzados y los informantes del gobierno, por los campesinos reconcentrados contra su voluntad —no en la guerra mambisa sino en los sesenta— y por los milicianos que pelearon por la causa del poco pan y la ninguna libertad. No los creo equivalentes en metas o ideas, ni ahora procuro entenderlos o perdonarles sus errores: no me atrevo a tanto. Simplemente me duelen.
Como me duelen ciertos sitios demasiado crueles con la verdad. Hace años recorrí con indignación el trinitario Museo de la Lucha contra esos rebeldes a los que el enemigo les puso bandidos porque peleaban por su libertad con la misma dureza con que habían peleado los de la Sierra, un museo repleto de historia manipulada y odio. Le debo un paseo a La Campana, el antiguo campamento y hoy museo donde fusilaron a tantos cubanos prisioneros —¿a cuántos por fin?, ¿publicarán la cifra algún día los de aquí?
Y le debo muchas páginas al comandante Eloy Gutiérrez Menoyo, que fue hombre de armas antes de convertirse en un afable hombre de paz, y que conocí, ya anciano en su apartamentico de San Agustín en La Lisa, lleno de ideas y de resquicios ocultos de nuestra historia, atrincherado en su férrea voluntad de cambio con respeto y diálogo. Aunque la facilidad con que los hombres de esta isla han ido a la guerra me asombra, y miro con cierta desconfianza tantas antiguas violencias nuestras convertidas en mitos respetables –qué mal ejemplo para nuestros hijos en las escuelas si queremos enseñarlos a resolver sus problemas con paz, qué trago amargo para nosotros los que queremos cambiar este país sin golpear y no tenemos historia cubana de donde asirnos— lo que ocurrió en el Escambray me confunde.
Claro que fue una guerra, y como sucede siempre, todos los bandos tuvieron manchas. Seguro que hubo víctimas, por no ser suficientemente anticomunistas, o por no ser suficientemente comunistas. Eso es lo malo de las guerras, que no importa el ideal que defiendan, terminan salpicando sangre. Pero al menos quedó la evidencia de la tanta gente que entendía la palabra libertad, y que se lanzó en batalla casi suicida para conseguirla. En el Escambray, mirando las lomas y las cañadas de los arroyos, se me quita un poco la vergüenza de amar un país acostumbrado a llevar la cabeza agachada, y decir que sí cuando piensa que no.
A lo mejor en otros posts hablo de la infinita cascada de Guanayara —la más alta de la región y la más bella de Cuba—, de un templo que la naturaleza se hizo a sí misma: El Nicho —solo por quedarme ahí cerca me habría metido en peleas por esas montañas—, de cómo me discriminaron por ser fotógrafo cubano ante el embalse de Jibacoa, y de los 5 CUC que el estado y La Gallega querían cobrarme solo por armar mi casa de campaña. A lo mejor otro día. Hoy no quería hablar de cercanías con la naturaleza. Hoy quería hablar de cercanías con la libertad.