Permítame, culta audiencia,
que en un breve romancillo
refiera las amarguras
de un desdichado diablito
integrante del Consejo
Editor del municipio.
Llega a mí la boticaria
con ranas y pajaritos
aspirante a Dora Alonso,
aunque no la lean los niños,
a quien elogian a coro
los abuelos y los tíos.
Como quiero ser con ella
imparcialmente objetivo,
se ofende, pues le señalo
la ñoñería de su estilo
y con esta acción suicida
el suministro me privo
de importantes medicinas
que en parte alguna consigo.
Si le digo al Carnicero:
“Tu cuento está mal escrito”
(el nudo no le aparece
y el desenlace es manido),
él, que se cree un Onelio
porque alguno se lo ha dicho,
para su coleto piensa,
mirándome de hito en hito:
“Te voy a tumbar tres onzas
cuando venga el picadillo”.
Y la tendera, que escribe
un cartapacio infinito
de sonetos cursilones,
se ofusca cuando le digo:
“Tienes que hacer una poda
de gerundios y adjetivos
y de lugares comunes,
como primer requisito
para que la Editorial
pueda publicar tu libro”.
Y ella, que se cree Carilda,
recoge su manuscrito
mirándome, despectiva,
como si yo fuera un bicho
y pensando la taimada:
“Deja que este escritorcito
me pida a final de mes,
del arroz, un anticipo”.
Por último, el funerario
ayer por la tarde vino
a mostrarme con orgullo
unas décimas que ha escrito
a la vida y a la muerte,
tema por demás muy visto,
con los versos recargados
de asonancias y de ripios,
aunque dice a todo el mundo
que es discípulo de El Indio.
Pues bien, cumplí mi papel
de justo y honesto crítico
y con ello me he ganado
al más temible enemigo:
me ha retirado el saludo
y por todo el pueblo ha dicho
que mi nombre está en la lista
de su próximo pedido.
Y como esto es demasiado
para este pobre diablito,
hoy presenté mi renuncia,
verbalmente y por escrito,
a mi cargo en el Consejo
Editor del municipio.