La poesía de Magali Alabau (Cienfuegos, Cuba, 1945), su lectura, ofrece una experiencia estética muy distinta en el devenir de la literatura cubana contemporánea, por su original fuerza expresiva, su densidad dramática, el compás narrativo y ese estado de lucidez crítica desde el que habla siempre un sujeto fragmentado entre infinidades de personas o máscaras, las de la memoria y el deseo, las domésticas y las sociales, las de los sueños y las de las pesadillas.
Atrapa, encandila esta poesía sólida —claridad concentrada, simetrías que se condensan en vitalismo— y no como una inofensiva luciérnaga dentro del cuadro de la noche, sino como una llama escapada del infierno, en que arde esta mujer con sus balbuceos, sus historias minúsculas que parece que nunca dejarán de multiplicarse, crecer, morir y renacer, con sus dioses y demonios, consumiéndose en la luz de su voluntad, porque su letra es el espectáculo de una voluntad de las más laboriosas y firmes. Escribe, encerrada, desde un punto en el mapa sin bordes de la diáspora cubana, pero se la lee como entrar a una cascada humana, saliendo a las superficies y profundidades de la vida activa.
Su más reciente poemario, Amor fatal (Ed. Betania, Madrid, 2016), con prólogo de Manuel Adrián López y edición de Felipe Lázaro, me ha confirmado en el disfrute y la valoración que ya me había hecho de su obra. Este libro, dividido en dos actos, como una pieza teatral, ofrece en más de 100 páginas un recorrido nada tranquilo ni tranquilizador por los espacios de la memoria, fabulativos y fantásticos de un sujeto esencialmente traslaticio, posnacional. Manuel Adrián López, afirma en el prólogo:
"Magali Alabau no ha escrito un libro común sobre el amor, sin embargo desde los primeros versos se percibe ese agridulce sabor que está relacionado con el sentir y también el pensar. La fatalidad en las relaciones humanas, el desgaste que a veces nos lleva hasta los golpes. Ella poetiza una época, textos con ribetes biográficos, aunque no lo son en su totalidad. Tiene el don de saber tejer magistralmente, e intercalar fragmentos de sueños esporádicos y ruidos de una ciudad que devora".
Poesía con elementos sin duda biográficos, pero que invoca y evoca mucho más, conduce ruidos que vienen del recuerdo, el amor y la efervescencia urbana, en una ciudad global como Nueva York, donde las maletas traídas casi vacías desde Cuba abren y cierran, cargan y descargan, siendo viajes interminables del eros y sus enfermedades. ¿Resulta una poesía cubana y exiliada? Ceo que sí, y en gran medida, pero sin que tales contextos constituyan su cerradura, sino todo lo contrario, porque por estas inflexiones de una nación, una época y una erosión política, es que se nos empieza a levantar y revelar con otros sesgos, más hostil, menos manipulable, que nace de más hondo y no se dejará poner un cuño fácilmente.
Tiene el don de hacerse comunicativa, afectiva, y no permitirse fruslerías o cursilerías, tiene la facultad de ensartar ricos campos semánticos, dispersarse en espirales de connotaciones y sostener un impulso austero. Muchos de sus libros, y es el caso también de Amor fatal, se leen como novelas o dramas, poseen esa virtud. Tragedias líricas, cuya acción avanza a la velocidad de las emociones, bajo el fatum de la poesía, con versos cortos, entrecortados, que impactan por su función fundamentalmente preposicional, auxiliar respecto a las parábolas, pero que no dejan de causar la impresión detenida de lo bello, lo razonado y dispuesto con recelo cartesiano.
La poesía de Magali Alabau es una lección y un regalo inesperado. No parece cuestión de fechas ni aduanas, si tratamos de endosarle una generación o una circunstancia. Por su calidad y modernidad, su discurso parece arrojado hacia delante para ser contrastado, leído en los umbrales de días permanentemente postreros.
Francis Sánchez
¿Por qué una canción,
un rostro nos arroja hacia el pasado
que ya no puede recorrerse?
Apareces en pedazos de sueños.
Cobras vida por un momento.
Cuando despierto, siento tu amor.
El amor que tiene que perecer,
que no puede recrearse por el día
porque es como invocar un muerto.
Muerto que cava hoyos en el pecho,
huecos profundos de vergüenza.
Reconocerme en tus besos,
el toque mágico para poder seguir,
para levantarme y comer las estrellas.
Lo que he sido después, lo que he buscado
en esos espectros y radiologías del tiempo,
ha sido pretender odiarte y odiar todo.
Somos dos preparaciones para morir,
hasta el final tus ojos me persiguen.
Tu mirada hizo que escribiera una palabra
y luego dos, que fuera la mejor o la peor.
Fueron tus pupilas laberintos en que nos encontramos.
Una historia se unió con la otra.
El deseo en cada una se vació
dejando un poco de ti en cada molde.
Tú, ahora, con ojos azules o grises,
yo, gritando barbaridades
por esta picazón constante de la vida.
Uno debe confesar en la cima,
sacar fuerzas para recitar las últimas líneas del script.
Tocar el corazón una vez más, rescatarlo.
Voy al teléfono,
no apareces.
Pudiera rogar
a los que te esconden
como si les hubieras prohibido
dar tus señales,
pero no, no pido nada,
ellos son personajes secundarios
que no imaginan ni la melodía
ni mis labios fundidos en el instante
en que tu lengua estrangula mi voz.
Esa actriz se parece a ti.
Tu tez mediterránea
cierra este capítulo que dejo
en la morgue.
¿Estarás en un hospital con miedo
y una maleta vacía?
Es hora de confesar.
El tiempo es un carro que echa afuera
lo innecesario y tú has quedado.
Cuánta grima
por ir al fondo de lo falso,
de lo que se pudre y fermenta.
Cercenar los labios, coserlos.
Aprovechar los insultos,
aceptarlos,
y así creernos redimidos.
Fue la ciudad, la noche
y el principio de otra década.
El ángel exterminador aún no tocaba a las puertas.
Frente al espejo,
con la música a todo volumen,
girando, conjugo la noche.
La ropa preparada para el impacto
y la admisión al vórtice.
Pasos y poses ensayadas
de entradas y salidas en los bares.
Escenarios donde me pierdo.
Manhattan late cortada en fragmentos,
tajadas en cada bar
desplegadas en pistas.
Imprescindible oscuridad
de humo y licor,
lunas en los vasos,
y copas de océanos rojos.
Trincheras de mujeres
desenfrenadas
anticipan el frenesí en la cama.
Los espejos crujen entre gesticulaciones
y sudor perfumado.
La temperatura aumenta
con la posibilidad del encuentro.
Vísceras y pelvis se restriegan
contorsionadas de placer.
Precipitas tu mano en mi cabeza
acercándose un poco el dolor.
El abrazo entre cuerpos sin conocerse,
torsos, rechinando
temblorosos, palpitan.
Tus dedos expulsan la tela, los botones
y mis senos.
Aterrizajes en la llama del piso,
el vértigo,
leña quemando
pastillas y vino
hasta volverse ceniza.
Nos entregamos al ritmo engendrado
desde el alma de Harlem.
Iglesias transformadas en guaridas secretas,
misas de gemidos,
demonios y dioses exilados
oficiando misterios.
No era tanto llegar al cuarto
o las camas,
era vivir el arrebato,
mantenerlo vivo hasta el próximo viernes.
Los sábados entre sábanas blancas
entregadas al polen
y al registro carnal,
sucumbían al cansancio.
El domingo trazamos el mapa
del principio y del fin.
Ilusión o nada.
Lleno de violencia,
el amor se expresa
en ciertas formas de besar.
El útero clama
un orgasmo
que se aguanta
y sube hasta la espalda desgarrado.
Alrededor, tacones,
pintalabios, botellas
destilando vapores que trastornan.
Ritmo brutal al golpe de Disco.
¿Qué hacemos aquí?
La embriaguez nos monta en un taxi.
El carro nos transporta
a los brazos de Shiva.
Solo mirarnos,
un enchufe eléctrico nos amarra.
Olvidamos dónde dejamos la ropa.
Nos entregamos desde la boca hasta el infinito.
Nuestros dedos entrelazados
abren esferas celestiales,
nos revolcamos entre ellas.
En el espacio grabamos
un nacimiento y una muerte.
Una esfera para llenarla
de dulce hiel.
Un año,
unos meses,
una semana.
Que me sorprenda la muerte.
Que traiga rosas, un ramo
como tú me trajiste el primer día
en ese afán de conquista.
Pensé ordenar los poemas,
que estuviesen listos,
legibles.
Pasar a una caja
los ya terminados
y los insatisfechos
ponerlos en otra
con una nota póstuma.
Ahora no hay ahora.
Solo existe el reloj
compitiendo con ese otro
de los condenados.
Los que no logre reescribir,
al fuego conmigo
en la misma caja de pino,
y que ardan con mi cuerpo
en ese crematorio desconocido.
A última hora alguien traerá un folder,
o varios y se pagará extra
por esa inesperada quemazón de papeles.
El encargado, un amigo o el ángel de guardia
seguirán las instrucciones hasta el último detalle.
El ángel recuerda
tu voz baja,
tus ojos tristes
ante mi vozarrón
haciendo temblar el edificio,
digo, el teatro.
Juntando poemas,
uno escrito antes
se une a otro escrito ahora.
Mientras el reloj no camina
respiro este largometraje.
Me daba vergüenza besar a otra mujer.
Prefería besar a mi padre.
Era fácil, simple.
Una natural disposición
para invitarlos y luego
olvidarme que existían.
Pensé, quizás, me dijeron, quizás,
eso de que era una abominación.
Mi madre y mi tía repetían: qué asco.
Cuando pronunciaban la palabra pecaminosa
hacían una mueca como si fueran a vomitar.
Se referían a mi otra tía que según ellas,
padecía de la enfermedad.
No solo era una enferma,
es que era mala, nació mala,
una mujer sin sentimientos.
No quería a nadie.
Mira cómo abandonó a la madre
y se fue al Norte a los veinte años.
Siempre fue un problema
con eso de los escándalos
y las amigotas.
Jarros de agua fría,
agitadas, las urracas vociferan
que hubieran preferido una puta
a ya tú sabes qué.
A los dieciséis comencé el asalto.
Seduje al empleado de la ferretería,
al dueño de la mueblería,
a un electricista,
al trigueño medio árabe en la piscina,
al tipo que haló mi mano debajo de la mesa
en la fiesta de graduación
haciéndome palpar su delirio.
Para empeorar las cosas
me dio por tener novio.
Las visitas del prometido al apartamento,
sentados los dos en el sofá por falta de sillones
con mi abuela y mi madre como dos generales
vigilando si nos dábamos un beso.
Mi futuro hablaba todo el tiempo
y aunque tenía un trabajo fijo,
usaba siempre saco y corbata
y se afeitaba meticulosamente,
me aturdía.
Según él, me presentaría
a personajes importantes.
Trató de impresionarme
con un gallego de boina y mostachos.
Director de un teatro,
calvo, bonachón
y con dos dientes de oro,
me dio mi primer papel
en las tablas.
Sin siquiera
auscultar mi talento
para las artes escénicas,
me confió el rol de Estrellita.
Después de ensayar unos días
en el Centro Gallego,
me plantó en un andamio
al aire libre,
y recité
La Rosa Blanca.
En un parque de un barrio habanero
se oyeron los primeros aplausos
que llenaron mi cabecita
de cuervos.
Fueron tantos que tuve que recitar
a tan perceptiva audiencia
"los zapaticos me aprietan,
las medias me dan calor
y el anillito que tú me diste
lo llevo en el corazón."
Fue tanto la alharaca,
que el gallego me presentó
al Director Provincial de Cultura.
Amigo de Otilio Alfarero
y Zenaida Acosta,
Eulogio Escolapio
lo primero que hizo
fue mostrarme una foto
de un niño negro y una niña rubia,
paleteando ambos
un castillito de arena
en la playa.
No me di cuenta del mensaje
de ocultos menesteres
porque mi ambición
era escalar la montaña
lo antes posible,
mejor dicho,
largarme de la casa.
De facciones etíopes
y largas uñas,
un día me presentó
a un robusto poeta
que me regaló
un librito verde pálido
llamado Dador.
Mi novio, el culterano,
nunca se enteró de mi infidelidad.
Cuando fui al campo a alfabetizar,
se apareció en la manigua
con cajas, maletas, mochilas,
y una sortija de compromiso.
Ya una vez en La Habana
haciendo otras fechorías
le mandé el anillo de vuelta.
¡Qué me voy amarrar
a tal palo y dar luz
o dar tinieblas!
Con los gritos que mi tía lanzaba
cuando parió a mi primo,
con tantas palanganas de agua caliente
y tantos paños de sangre que vi
entrar y salir de la habitación,
quedé puesta y convidada.
Esos alaridos no eran de ninguna
cigüeña ni de ningún oso.
Eran abismales picotazos
que le daban a aquello
para que saliera
el bulto.
Con los aquelarres de mi madre,
maldiciéndome,
porque por poco, según ella,
se va en una hemorragia
cuando me tuvo,
y con la repetida zarabanda
de su arrastre hacia el teléfono
porque estaba sola
y el agua se rompía.
¡Romperse el agua!
¡Qué manera de hablar!
No sabía hablar,
pero sí parir, parir y parir
anormales.
Con ese espectáculo
quedé en vilo,
porque era verdad,
el segundo jonrón
fue mi hermana.
Tengo todavía la fotografía.
A los cincuenta y cinco años,
mi tía dándole leche en un biberón.
Malditas ratas.
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Sobre esta edición, ver en el sitio de la editorial Betania: https://ebetania.wordpress.com/2016/05/18/amor-fatal-de-magali-alabau