Félix Anesio (Guantánamo, Cuba, 1950) ha publicado su segundo poemario, El ojo de la gaviota (Ed. Betania, Madrid, 2016), con prólogo de Lina de Feria. En Árbol Invertido acogemos con beneplácito este nuevo título que se suma a las entregas del sello editorial fundado por Felipe Lázaro, otro poeta cubano empeñado en restañar las fracturas de la lejanía entre insilios y exilios. Es la poesía de Anesio una obra que se agradece por las felices conjunciones entre el pathos romántico, la presión sentimental del exiliado, y las posturas de un excelente lector, dialogante con la tradición, que tamiza y afina su discurso en busca de un simbolismo equidistante, cercano al habla confesional y a la más alta poesía metafórica. Me quedo con un momento, imagen sugestiva, cuya vibración se ha extendido hasta el título del libro y traspasa el total de sus poemas, dándonos un lugar y un rasgo que podemos conjeturar sea definitorio del autor, de su destino y su filiación estética, y es ese destello en que cree adivinar la mirada de su padre en el ojo de una gaviota. Todo no dura más que un dudoso instante. Todo no tiene más que el espesor relativo que se reparte entre una posible ilusión, un rayo de locura o la fibra de un milagro dentro del tejido basto de las horas. Sin embargo, todavía escapando, quizás ese sea el horizonte de toda la poesía. Me recuerda, por supuesto, a José Jacinto Milanés frente al océano. Lo que separa su mirada del infinito, de la nada, la reencarnación o la unión con su ser amado, es un verso donde ha vencido o cree haber visto pasar la muerte. Esta situación del hombre trasplantado de su isla, que parte o regresa, como se ve en la poesía de Anesio y en las noticias de las últimas décadas sobre el drama de la emigración, parece que ha relanzado a la poesía cubana a un espacio original, mítico, propio de siglos fundacionales.
Francis Sánchez
EN EL BORDE
De todos los desiertos que habito
ninguno tan cruel
como el de la palma de mi mano.
Aridez surcada por gastados laberintos
que proclaman, de algún modo
que amé
que procreé
que viví.
Hoy debo contemplar imperturbable
esa fecunda aridez extendida hacia lo alto.
Hacia un cielo, ya sin nubes, que derrame
generoso la gota de lluvia necesaria
que permita cantar mi último verso.
En el borde de la palma de mi mano
yace un abismo insondable.
SIEMPRE EL MAR
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
La isla en peso, Virgilio Piñera, 1942.
Dejar atrás los libros de toda una vida,
las fotos y poemas en el cajón apolillado,
los recuerdos más gratos, los más duros;
el beso último y desconsolado de la madre,
la lágrima de un padre que aún desconocía el llanto.
Todas las cosas lo abandonaban de golpe:
las amables puertas del vecindario que tantas veces abriera,
como si fueran propias, con la feliz insolencia de los niños;
las esquinas del amor, el canto del pájaro enjaulado,
los maestros que nunca más volvería a escuchar,
la sopa de la abuela en las tardes más frías.
Habiéndose forjado un mítico universo,
hoy renunciaba a todo en busca de otra tierra
donde inventarse sueños;
y el mar, siempre el mar,
sería el único camino nunca antes transitado.
LA COSECHA
Gaudeamus igitur…
¿Por qué no regocijarnos y cantar las mieses
de la cosecha que hemos sido inexorablemente?
¿Por qué no sentir orgullo, quién lo impide?
¿Por qué víctimas y no hacedores
de nuestras propias vidas soberanas?
Porque a pesar de los pesares—en la Isla—
nos hicimos más fuertes, estoicos, entremuros
sobrevivientes hermosos de una gesta impropia.
No hay generación que no lamente
de algún modo, no haber hecho más
de lo que pudo.
Habiendo, pues, lanzado al fuego la cizaña:
¿Por qué no celebrar la cosecha desde el canto?
*Gaudeamus igitur (Alegrémonos pues), himno universitario.
LA CANCIÓN DEL PUNTO
Es un mínimo signo ortográfico.
Todo un enigma, un arcano
que en sus pretensiones alegóricas
pretende ser un rutilante Aleph,
pero no lo consigue.
Es solo un punto decadente y lánguido
—como nunca lo fuera Marcel Proust—.
Es, quizá, una leve pista que intente
resolver los aterciopelados entreveros
de un filme de David Lynch
visto ayer tarde en compañía
de una vieja amistad que se deshace.
No será entonces una diatriba final;
tampoco el cierre de crónicas pasadas.
Es solo un unánime punto, solitario y falaz.
Aunque bien podría ser
—redimiéndose a sí mismo—
parte de una exclamación
al estilo expresivo de Cioran
y entonces significarlo todo:
inicio
sucesión
y fin
de nuestra vida.
DESTELLOS
He vuelto a ver los ojos de mi padre.
He visto una gaviota suspendida en el viento
etérea, ingrávida, como un sortilegio alado
sobre el mar donde jugamos, mi niño y yo
como nobles hijos de la espuma y el salitre.
He vuelto a ver los ojos de mi padre.
La gaviota gira en círculos concéntricos
en derredor nuestro, como si fuéramos el sol
como si fuéramos la felicidad
Mi padre me ha visto con sus ojos de tiempo
en ese efímero instante dorado de la playa
instante de salitre y espuma, ola tras ola, inmaculado.
La gaviota me mira fijamente y piensa
(si es que acaso las gaviotas piensan):
El hombre es feliz en la leve eternidad del instante.
He visto un destello de emoción en su pupila gualda.
Y antes que se marche hacia otro sitio me pregunto:
¿Por qué me miras
animal
gaviota
con los ojos tristes de mi padre?
A Dylan Thomas, mi nieto menor.