En mis brazos oscilaba la resistencia.
Enferma, divagando, ya no podía asegurar
que el barco continuara hasta puerto seguro.
Bajo el signo confuso de la verdad que se oculta,
se amontonaban límites de un ancho lomo;
parecían pájaros de hierro, esqueletos prehistóricos,
las sombras que debíamos asir bajo la tormenta.
En un relámpago, vislumbré mi propio cuerpo.
Con la cabeza encorvada, girando sobre sí mismo,
huía de un naufragio que creía inevitable.
Mis hijos temblaban bajo mi falda mojada.
Cómo puedo, pensé, abandonarlo todo
sin un último ardor, sin el alarido final del que
con la lanza hundida en Utopía, no se rinde.
Perseveraba condensándome como un punto primigenio
en mi propia negrura.
Un resplandor secreto, inusitado, lancé sobre las crestas
y el pico abierto de las extrañas, terribles criaturas
que emergían ávidas de la raíz de nuestro asombro.
Vislumbré las manos implorantes de mis hijos,
sus labios resecos por el salitre,
la confusión, el desamparo.
El viento más furioso no evitó otorgarles la dulzura
que aún goteaba la rosa rosa de la canción más mía.
Fue instintivo el mínimo gesto de madre,
pero bastó para calmar el hambre sin fondo del mar.
En el horizonte,
como regresan las garzas a la tierra removida
donde asoman relucientes insectos,
y bajo círculos de luz recién nacidos,
veía acercarse mi cuerpo roto
y avergonzado por la fuga.
Respiré hondo.
Como a un hijo pródigo sabría perdonarlo.
(Obligada al exilio, en el trayecto, escribí este poema. I.A.)
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.