Se sentó frente al mar. Una bata blanca y vaporosa como la brisa de las seis le cubría apenas el cuerpo, apenas el corazón. A lo lejos un barco, una gaviota, las infinitas olas perdiéndose en el olvido de una tarde común, única para su párpado clavado en las paredes.
Detrás una pendiente, la luna en plena tarde como una obscenidad, las afiladas rocas del desdén, el bullicio que penetra los más sagrados rincones del ocaso íntimo.
Una tarde más, un día menos. Sobre el hombro semidesnudo ya desciende una noche larga y angulosa, un brazo como una lanza mellada. El rostro en penumbra que le bebería la espuma de la piel, el olor de las algas, un horizonte latente tras el pecho blanco como una fruta mordida por Dios.
Bajo una palmera ha quedado un libro abierto, una luz rojiza hace saltar las palabras que una anciana, antes de morir, escribe a su nieta: quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve. La sinfonía de estas sílabas la acaricia, trae un poco de miel sobre el labio desierto, pero ¿qué más pueden las palabras?
Vuelve la espalda al mar, a una gaviota que se desliza bajo la espuma, y es como herirse a sí misma. Se arrodilla en la arena húmeda y caliente, la besa. Al repetir este gesto tiene la revelación que otra mujer en ese instante, en otro espacio, también lo hace. Ella se llama Virginia y la otra podría llamarse Ileana Álvarez.
Yo escribo sobre la piel dorada de las dos, contemplo cómo destrozan con su rabia, con su vientre vacío, otro poema; las olas lo arrojarán sobre una playa que no verán sus ojos.
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.