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Historias de árboles | En busca del árbol más solitario del mundo

Algunos árboles, erguidos en la vastedad desolada de su entorno, despiertan nuestra imaginación y se convierten en poderosos símbolos de supervivencia.

El árbol de Tenere.
El árbol de Tenere.

Algunos árboles, erguidos en la soledad de su entorno, despiertan nuestra imaginación y se convierten en poderosos símbolos de supervivencia. El significado que su aislamiento y fortaleza tienen para comprender nuestro lugar en La Tierra, y la inspiración que nos ofrecen tanto por su belleza como por su fragilidad, son desde siempre un motivo para admirarlos y aprender de ellos. En este artículo, exploramos la historia de tres de los árboles más solitarios del mundo.

El Árbol de Tenere

En el desierto del Sahara, rodeado por un paisaje árido de polvo y dunas, existió durante siglos un árbol solitario. Era el único árbol en un radio de más de 400 kilómetros, por lo que se convirtió en un punto de referencia para las caravanas tuareg en su tránsito entre las comunidades de Agadez y Bilma. El Árbol de Tenere, como se lo llamaba, era un signo de vida en medio de la inmensidad inhóspita del desierto, un lugar para descansar y orientarse en las arduas travesías y un símbolo de resistencia en uno de los entornos más duros del planeta.

Se lo consideraba como “el árbol más solitario del mundo” y, por su importancia, fue el único que los cartógrafos mostraron en un mapa a gran escala. Para los bereberes del Níger, esta acacia perdida en el desierto era sagrada. Cuando se reunían en torno a ella los viajeros no usaban sus ramas para encender el fuego ni permitían que sus camellos comieran de su follaje.

“Hay que ver el árbol para creer en su existencia”, escribió en una crónica el comandante Michel Lesourd el 21 de mayo de 1939, mientras cumplía su misión en el Servicio Central de Asuntos Saharianos. Por aquellos años se había cavado un pozo a pocos metros del árbol de Tenere y se pudo comprobar que sus raíces se hundían más de treinta metros en la tierra hasta alcanzar el manto freático.

Estudios posteriores explican que el Árbol de Tenere era en realidad el último superviviente de un inmenso bosque que cubrió la región sahariana cuando todavía era húmeda y fértil, y su edad se estimó en alrededor de 300 años.

La fama de este centinela solitario crecía desde que, en 1934, el etnólogo francés Henry Lhote lo viera por primera vez y elogiara su belleza. En su segundo viaje a través del Sahara, ya en 1959, Lhote volvió a encontrarse con el Árbol de Tenere, aunque ya en esta ocasión su experiencia fue distinta. Así lo describió entonces:

Anteriormente, este árbol era verde y con flores; ahora es un árbol espinoso, sin color y desnudo. No puedo reconocerlo: tenía dos troncos distintos, ahora solo hay uno, quebrado más que cortado a un metro del suelo. ¿Qué le sucedió a este pobre árbol? Simple, un camión que se dirigía a Bilma lo golpeó.

Pero el árbol sobrevivió a este accidente hasta que, en 1973, un camionero libio, supuestamente borracho, chocó contra él, derribándolo.

La pérdida del Árbol de Tenere causó gran tristeza y consternación. Los restos del árbol fueron trasladados al Museo Nacional de Níger, en Niamey. Y en el lugar donde antes se irguiera solitario, se colocó una estructura metálica en forma de árbol como monumento conmemorativo. Este sencillo símbolo aún se mantiene en pie, recordando la historia del que hasta entonces fuera "el árbol más solitario del mundo" y su importancia cultural para la región.

El Árbol Perdido

El árbol perdido.
El árbol perdido.

Durante décadas, la imagen del Árbol de Tenere simbolizó la capacidad de supervivencia de la vida incluso en el aislamiento y la aridez más extremos. Su trágico final dejó un vacío no solo en el paisaje desértico del Sahara, sino también en nuestra imaginación colectiva sobre la soledad en la naturaleza. Pero, ¿existen hoy otros árboles que puedan reclamar el título de “los más solitarios del mundo”?

Quizás nunca hallemos otro árbol con la misma asombrosa singularidad del Tenere. Sin embargo, hay aún muchos árboles que desafían la adversidad en entornos remotos y se erigen como símbolos de vida en medio de la desolación. Dispersos en paisajes yermos donde la lucha por el agua es constante, estos solitarios sirven como puntos de referencia para las comunidades nómadas y los viajeros, recordando el espíritu del Árbol de Tenere en su capacidad para prosperar donde casi nada lo hace.

Un ejemplo de ello lo encontramos en el propio desierto del Sahara, en la misma región del noreste nigeriano donde antes vivió el Árbol de Tenere. Es el llamado “Árbol Perdido”, otra acacia no tan esbelta pero igualmente aferrada a la existencia, con las raíces semidesnudas hurgando en las arenas de una pequeña colina.

A su sombra se regaron en 1983 las cenizas del motociclista francés Thierry Sabine. En 1977, mientras participaba en el Rally Abiyán-Niza a través del Sahara, Sabine había perdido el rumbo y se adentró en la poco frecuentada zona del Tenere, donde permaneció varios días errante hasta ser rescatado. “El desierto me marcó profundamente y desarrolló en mí un instinto y una sensibilidad muy particulares. Y, sobre todo, unos deseos insuperables de volver”, dijo después Sabine. De aquella experiencia surgió la idea del Rally Dakar, que finalmente logró fundar dos años más tarde.

Thierry Sabine murió en Mali, en 1986, víctima de un accidente de aviación, y de acuerdo con su voluntad, sus cenizas se regaron en aquel lugar donde casi diez años atrás se había perdido, al pie de ese árbol junto al cual una tarja recuerda su osadía: “Para quienes aceptan el reto, para quienes siguen un sueño”.

La picea de la isla de Campbell

Picea sitchensis de la isla Campbell.
Picea sitchensis de la isla Campbell.

Pero el Árbol Perdido no es hoy el más solitario del mundo. Ese record corresponde a una picea de Sitka (Picea sitchensis) que crece en la gélida isla de Campbell, en la zona subantártica del archipiélago de Nueva Zelanda. A miles de kilómetros de cualquier bosque, azotada por el viento y el salitre, esta planta nativa de Norteamérica no debería vivir allí, casi en las antípodas del resto de su familia. Y en realidad no lo haría si no hubiese sido porque Lord Ranfurly, gobernador de Nueva Zelanda a inicios del siglo XX, decidiera sembrarla él mismo, cuando la isla era refugio frecuente para los cazadores de ballenas y focas, e incluso hogar para los intrépidos colonos que intentaron cultivar su escaso suelo.

Al contrario del Sahara, la isla de Campbell tiene un clima frío, con vientos fuertes y lluvias durante casi todos los días del año. Allí, en condiciones tan diferentes a las del oeste americano, acompañada únicamente por arbustos, hierba y musgo, esta especie de conífera ha logrado sobrevivir durante más de cien años. Y más que sobrevivir, parece muy bien adaptada.

Pero la picea de la isla de Campbell no es importante solo por ser el árbol más solitario del mundo, sino también por la información climática que contiene su longevo tronco. En 2014, un equipo de meteorólogos tomó una muestra de su tronco para estudiarla y, a pesar de cuán remota es su ubicación, encontraron en sus anillos un valioso registro de radiocarbono que es testigo de las pruebas de armas nucleares realizadas durante el pasado siglo. Por esa razón, la picea de la isla de Campbell se considera no solo un símbolo de la resistencia y adaptabilidad de la vida a las condiciones adversas, ni solo un ejemplo de cómo el ser humano modifica su entorno con la introducción de especies exóticas, sino también uno de los indicadores más fiables del comienzo del Antropoceno: la era geológica —todavía negada por muchos— en que el impacto de los seres humanos en el planeta afecta globalmente el equilibrio de los sistemas naturales.

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Daniel Diaz Mantilla

Daniel Diaz Mantilla

(La Habana, 1970) Es Licenciado en Lengua Inglesa, narrador, poeta, ensayista y editor. Ha publicado las colecciones de relatos Las palmeras domésticas (Premio Calendario 1996), en·trance (Premio Abril 1997), El salvaje placer de explorar (Premio Alejo Carpentier 2013, Premio Anual de la Crítica Cubana 2014); la novela Regreso a Utopía (2007); los cuadernos de poesía Templos y turbulencias (2004), Los senderos despiertos (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2007), Gravitaciones (2018), y Words Colliding / Colisiones verbales (edición bilingüe, 2023).

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