Tras una larga carrera como secuestrador de libros —ya bastante apaciguada por los años y las bibliotecas—, uno siempre acumula relatos heroicos, trampas y maniobras para conseguir un ejemplar. Como empecé temprano, una biblioteca pública en mi pueblo decretó mi búsqueda y captura, recompensa mediante, por haber retrasado eternamente la devolución de El Hobbit.
La prórroga perpetua era la técnica más sana para apropiarse de un libro; más inocente que la bolsa distraída, donde iban a dar volúmenes pequeños; y definitivamente menos peligrosa que el libro en el cinto, en la cual el susodicho iba sujeto a la espalda o la cintura del criminal, lo cual obligaba a caminar recto hasta salir del salón, custodiado siempre por el dragón bibliotecario.
Relatos como este tengo bastantes, pero como hoy es el día internacional de los lectores de J.R.R. Tolkien, y dada mi pertenencia desde muy joven a ese club, decidí recordar cómo fue la primera vez que robé —y leí— una novela suya.
Los veteranos recordarán que la edición cubana, o cualquier edición, de El Hobbit, tiene un mapa del norte de la Tierra Media, que señala el camino a Érebor, la Montaña Solitaria. Hasta allí —el más rico de los reinos subterráneos de los enanos— ha bajado un dragón, que ahora deben aniquilar doce guerreros barbados, el mago Gandalf y una criatura apacible y cómoda, amante del tabaco y la buena comida —y ni remotamente aventurera—: Bilbo Baggins.
Recuerdo transcribir una y otra vez las runas del mapa (ya tenía experiencia manejando aquella vieja escritura vikinga por el Viaje al centro de la tierra) y mi alegría cuando empezaron a aparecer las primeras palabras con sentido. Niño al fin, y sabiendo las complicaciones que aquel enigma suponía para los enanos, lo único que quería era gritarles la clave, a través del papel quebradizo y las letras del libro.
No mucho tiempo después llegaron a mis manos El señor de los anillos y El Silmarilion, los cuentos de la Tierra Media, las leyendas fragmentarias y muchos más mapas, genealogías, recuerdos, escrituras y los grandes nombres: Aragorn, Galadriel, Legolas, Elrond, Arwen, Sauron, Saruman, Gollum. Aprendí a trazar las letras tengwar que utilizaban los elfos y perfeccioné las cirth, las runas de los enanos. "Las primeras para escribir con pluma sobre el pergamino", decía Tolkien, "las segundas para labrar inscripciones en la roca, en la madera, o en las lápidas de los muertos".
Tolkien nunca estuvo solo; venía con Stevenson, Verne, Salgari, Dumas, Lewis Carroll, Asimov, Wells y J.K. Rowling. Lo leía con mis amigos, veíamos las películas y asimilábamos palabras en quenya, el alto élfico.
Porque sí: los lectores de Tolkien no son inquilinos de países remotos, sino una cofradía de aventureros que se reconocen por señales y puertas secretas; una sociedad de cómplices en muchos idiomas, que se estrechan la mano en cualquier camino de la Tierra Media. Nadie se cura de haber entrado al universo Tolkien, y cada vez vemos más atlas que detallan la geografía imaginaria de Gondor o la Comarca; catálogos de armas, rigurosos bestiarios o tratados de botánica fantástica.
Entiendo que, al cabo de tanto dicho y hecho para honrar al Gran Hobbit en este día —la misma fecha en que Frodo destruyó el anillo en el Monte del Destino—, agregar algo más no tiene la menor significación pública. Pero considero un deber hacia los niños de siempre que, contra monstruos y dragones, conseguimos sus libros, hacer esta discreta profesión de fe en el viejo mago de las palabras. Namarië.