La complejidad de senderos expresivos por los que transita la narrativa para niños y jóvenes en Cuba ha facilitado que un género, subestimado durante mucho tiempo por la crítica ortodoxa, considerándolo subalterno en la historia literaria, se encuentre hoy por hoy en el centro de muchas discusiones entre creadores y analistas culturales.
Es indiscutible el hecho de que las casas editoras nacionales y territoriales, siempre subvencionadas por el Estado, al sufrir recortes presupuestarios y la exigencia de rentabilidad, han privilegiado la producción y comercialización de la literatura infantil y juvenil, ante la demanda garantizada de un consumidor protegido (los padres, quienes compran y escogen por los menores, intentan priorizar su disfrute y formación). Incluso, motivados por esta explosión comercial, muchos autores con una trayectoria reconocida en otros géneros, se han arriesgado a incursionar en este, y no siempre se percatan que sus receptores, cada vez más exigentes y suspicaces, no se satisfacen con facilidad. Si bien es cierto que los libros para niños han ganado en impresión y visualidad —al llegar acompañados, por lo general, de sugerentes ilustraciones que complementan o desbordan los mensajes de los textos—, dentro de tanta proliferación se vislumbra un modo de hacer que reitera temas, asuntos, situaciones, recursos del lenguaje y hasta formas de estructurar y ambientar las ficciones, lo que revela cierta falta de originalidad y cansancio expresivo.
Al público joven, no pocas veces le aburre la manera en que se reproduce el mundo de duendes, brujas y vampiros y otras subespecies familiares que han poblado durante siglos los cuentos de la tradición oral, así como le parece gratuita la mala copia de modelos foráneos, a partir de los códigos de la “fantaciencia”, entre otros. Abordados a veces con el único afán de transgredir, por otra parte, los llamados “temas difíciles” no tienen siempre el tono y el pulso preciso para un lector que está comenzando a formarse.
Por difícil y compleja que sea, no hay situación humana vedada a niños y adolescentes; ellos están inmersos en las amarguras y tristezas de la vida, las padecen en carne propia, y la literatura puede prepararlos para conocerlas o enfrentarlas con dignidad, pero de la maestría del escritor dependerá siempre la tensión apropiada del cómo, o la transgresión legítima, sin que las audacias temáticas se conviertan en abusos o actos de violencia literaria, que ignoren la existencia de edades psicológicas. Hoy, temas como el abuso sexual, la prostitución, la discriminación racial o por preferencias sexuales, el alcoholismo, las drogas, la muerte y las enfermedades, entre otros males, son favoritos de escritores y jurados de concursos. Pero la imaginación, la apropiación de la magia y la sugestión del lenguaje para nombrar lo bueno y lo malo de este mundo, no pueden echarse a un lado en las creaciones dedicadas a enriquecer y fortalecer el espíritu de los más pequeños.
Un par de libros para adolescentes, escritos por dos mujeres que viven y crean entre los avatares de la provincias del interior en Cuba, me han otorgado satisfacción y placer, y también la certeza de que dentro del gran conglomerado de publicaciones para el género, hay quienes se distinguen por su originalidad y exigencia estética. Estos libros son: Mi amigo el corredor (Ed. Gente Nueva, La Habana, 2015), de Maylén Domínguez Mondeja, y El niño congelado (Ed. Casa de las Américas, 2015, Premio Casa de las Américas), de Mildre Hernández. Ambas, desde ópticas diferentes, se detienen en los problemas y contradicciones que gravitan dentro de la sociedad y que condicionan el mundo interior y el actuar del niño. Ambas cuentan historias que, a pesar de situaciones de comicidad, y sin ser abiertamente aleccionadoras, comunican y advierten sobre una realidad conflictiva y lacerante.
Maylén Domínguez (Cruces, Cienfuegos, 1973), más apegada al realismo, cuenta la historia de Lara, una niña que aspira simplemente a ser feliz. Como toda criatura sensible y generosa, Lara se percata de que, la suya, consiste en la obtención de la felicidad de los demás, en este caso de los miembros de su familia y sus amigos, seres carcomidos por la soledad, la incomunicación y las frustraciones. Ella piensa que, si logra permutar su casa enorme y desvencijada por tres casitas donde su tía Angélica, su abuela y sus padres, puedan realizar sus sueños, todo se solucionaría, pero, desgraciadamente, ello no va a ser posible. La solución es otra, y la encuentra el padre ingeniero que no ejerce y su madre peluquera, en irse, en emigrar, dejándolo todo atrás, para comenzar de nuevo. Entonces descubre que, ese cambio, que para los padres constituye en sí el éxito, quizás para ella sólo resulta un inicio traumático de la búsqueda necesaria de la felicidad. Lara vive intensamente, despidiéndose de los espacios de la infancia, y de los amigos, como el corredor de permutas (el agente inmobiliario cubano), que es un olvidado poeta de provincias que le enseña a mirar las cosas y las personas con ojos diferentes; y al final se lleva consigo una paloma, símbolo de la memoria afectiva: “Ahora ya sé por qué me gustan las palomas, porque aunque las lleven lejos, siempre encuentran la forma de volver...”
Maylén ha encontrado un estilo elegante y sugerente para comunicar problemáticas dolorosas de la Cuba de hoy, como la difícil situación económica de la familia cubana que obliga a tres o más generaciones a convivir, la emigración y sus consecuencias. Se vale del humor, la ingenuidad y la sinceridad con que nos transmite la historia a través de un personaje bien caracterizado. Transparente mirada de niña que tamiza lo mucho que de tragedia hay en los treinta y dos pequeños capítulos de esta novela.
Mi amigo el corredor es una historia dignificante, de aprendizaje y crecimiento, que analiza la sociedad cubana contemporánea con especial sensibilidad y actitud crítica. Una historia escrita con lirismo y sencillez, sin intentos de epatar y sorprender con malabarismos o vulgaridades de moda, y una de cuyas principales ganancias consiste en la captación de esa mínima luz que también habita dentro de la inercia y la cotidianidad del cubano.
Midre Hernández (Sancti Spíritus, 1972), tiene un talento especial para este tipo de literatura, y transita del poemario a la novela, del verso a la prosa, con una soltura y una gracia que pocos exhiben en el panorama nacional. Sus múltiples premios aún no han sido suficientes para visibilizar lo que aporta al panorama de la literatura cubana con cada una de sus entregas. En El niño congelado, Mildre explora los límites del género, juega con potencialidades que ya anunciaba en libros anteriores pero que aquí explaya con toda la fuerza de la imaginación a que nos tiene acostumbrados. Aquí lo inverosímil y el disparate, como en los dibujos animados, nutren la realidad de forma natural. Es un libro donde están presentes los ingredientes típicos del género de aventuras, con mezcla de literatura de ciencia-ficción y policíaca, pero con un fuerte trasfondo sociológico.
Mildre cuenta la historia de Begonia, una estrafalaria mujer de “bajos ingresos” que vive con dos mascotas que hablan, su altanero gato Eurípides y un depresivo e hipocondríaco puerco de nombre Betún, al que, por lástima, su dueña le retrasa “la hora de su muerte”. Todo está, a pesar de la dura cotidianidad, más o menos bien en el estrecho mundo del apartamento en que viven los personajes, hasta que la singular protagonista recibe por correo un paquete que contiene una nevera con un niño congelado. Aquí entonces se abre la trama hacia vericuetos que no se sospechaban en el primer capítulo, y, utilizando como recursos la parodia y la sátira, con guiños a libros y autores clásicos, en específico al Momo de Michael Ende, comienzan a aparecer una serie de personajes negativos, como el Gran Maestro, El Sumo Director, los hombres Beiges, y lugares como La Gran Escuela, donde se pretende la sumisión de los niños a través del miedo.
El niño congelado, a mi entender, es un libro sumamente audaz que se apropia de algunas características de las narraciones distópicas. Su esperpéntica historia puede leerse también como una advertencia sobre los universos totalitarios que aniquilan a los individuos y los convierten en máquinas, coartándoles la capacidad de imaginar y sentir. Este es, sin duda, otro tema difícil —dentro de Cuba especialmente, no es de los más transitados por la narrativa juvenil—, pero nunca encontraremos aquí parrafadas correctivas. Con una trama bien urdida, acciones que se suceden sin respiro y solo te dan tiempo a disfrutar y continuar la lectura, el texto desarrolla la defensa de la diferencia, de una identidad basada en lo auténtico y la solidaridad, la búsqueda de la emancipación individual, nuestro Yo esencial —el “Jaitá”, según la autora—, cuyo camino se señala e ilumina en lo cotidiano. Todo el tiempo pesa una advertencia: el miedo y las convenciones sociales e ideológicas pueden aniquilar lo que de bello y original tienen los niños.
Con el sabor del placer de la lectura, la narradora conduce al lector por la reflexión sobre la sociedad moderna, en un mundo muy suyo, pero que no por imaginativo y disparatado es menos real y cercano, porque —según apreciación del jurado que la distinguió con el premio internacional—, en la realidad nada tranquilizadora y surrealista mostrada por Mildre Hernández “todo está a la vista de quien quiera enterarse”.
Maylén y Mildre, en una sociedad patriarcal como la cubana, dignifican la literatura escrita por mujeres, imprimiéndole el vuelo de la imaginación, pero también visiones signadas por su feminismo y sus experiencias de la vida en lo intrincado de la isla, así potencian la obra dedicada a los niños con muy diversos trasuntos, libres de ñoñerías y mal gusto. A pesar de sus notorias diferencias estilísticas, tienen en común la gracia, el humor y la soltura expresiva, sin manifiestos didactismos, con que abordan las situaciones más difíciles y dolorosas por las que pueden transitar niños y jóvenes.