Me ha ofrecido usted, amigo querido, toda clase de artefactos, regalos y golosinas para que cayera en su trampa. Pero era necesario, antes de revelar por escrito mi secreto —que no por ser un patrimonio familiar deja de involucrar a mi persona— que yo lo pusiera a prueba, que avalara su hondura intelectual y humana antes de obsequiarle por fin esta confesión. Es propio de los viejos dejarse seducir por los jóvenes; y también es justo que a su insistencia, su obsesión, su desatino, condescienda yo con este relato.
Usted quiere escribir ese libro sobre don Pedro Acquaviva, un oscuro bibliófilo al cual solo me une —y por casualidad— la sangre. Me envía artículos, genealogías y fichas que, pronto lo verá, muy poco valen.
Es cierto que don Pedro fue mi bisabuelo, pero esto nada significa. Entre un niño y su pariente más remoto no se tejen lazos fuertes, ni experiencias relevantes, sino la circunstancia común de ser los inútiles de la casa, los prescindibles.
Esa marginación compartida entre el viejo y yo, las mentiras que llegó a contarme y que no podía entender, la antipatía que le profesaba la familia —y que yo atestiguaba con lástima canina—, son la parca memoria que conservo de don Pedro. Lo recuerdo en el butacón, recio y polvoriento como el mueble, con un libro cerrado sobre el regazo. Frente a él, en el suelo o trepado en el asiento contiguo, leía yo los Cuentos del Alhambra de Irving o Los tres mosqueteros.
Jamás levantó la vista para verme jugar.
Pero he aquí que la memoria de un niño es un objeto maravilloso, y que los viejos son descuidados al hablar frente a nosotros —disculpe usted si me rejuvenezco por el espacio de esta carta—: una tarde, siendo mi padre su favorito de entonces, los escuché discutir las implicaciones, para la historia nacional y su tradición simbólica, de la siguiente anécdota.
Don Pedro, como todos los ermitaños, sentía la compulsión de dejarse ver por los otros, de acrecentar la fama de su demonio, y por lo tanto exigía un café vespertino en El Louvre, ocupando siempre la misma mesa y emitiendo gruñidos cuando los jóvenes vociferaban sobre política.
La pasión dominante de la época era la ausencia de un fundamento remoto, un mito que justificara la nación. No había una epopeya, un caudillo ensangrentado y glorioso, un gabinete de sabios que forjara el antecedente, el dato, el íncipit. A don Pedro le exasperaban esas discusiones de imberbes, en las cuales a menudo intervenía.
—Ustedes —les gritaba con saña, antes de dar un portazo que conmovía las banquetas de El Louvre— serían capaces de inventar lo que no hay y darlo por cierto, raza de incautos y mentirosos.
Ahora todo parece excesivo, rotundo, pero en aquel momento —decía mi padre— el vacío nos llenaba el estómago y la imaginación, y esa insuficiencia de símbolos había retrasado las guerras de independencia, la confección de una bandera insurgente, una heráldica, en fin, había cancelado o pospuesto toda vocación patriótica.
Muchas cosas fue mi bisabuelo —abominables algunas—, pero siempre se jactó de conocer como nadie el destino de su país, de haber visto crecer esa potencia en el mar de las naciones y presenciar el nacimiento de sus emblemas. Pero entendía también —y a pesar de las diatribas que lanzaba contra los jóvenes en las tertulias— que en las repúblicas nuevas toda tradición era un artificio; todo signo, un engaño útil.
Meditó en esta dificultad mientras gastaba muchos tabacos —a cuya cultura, por cierto, él otorgaba rasgos fundadores—, fajado por los pocos libros que se habían escrito entonces en estas tierras y por las leyendas de otras naciones, ya independientes y encaminadas al progreso.
La respuesta le vino, como todo, en forma de palabras y tinta.
No creo haber mencionado que, antes de acaparar títulos y pesetas, mi bisabuelo fue un humilde impresor. Conocía bien el gremio y la técnica, y además era un aficionado a las musas, por lo que reincidió en esa molesta manía de versificar —tufo neoclásico, acento mitológico, ripios— que parece ser uno de los rasgos de nuestra literatura.
No ha habido texto más apropiado y profético para nosotros que el engaño que perpetró mi bisabuelo.
Tenía afinidad con la historia, y todo lo que me fue contado sobre Napoleón —su predilecto Napoleón—, las revoluciones y guerras europeas, la conquista americana y esos siglos de hierro y aventura, se lo debo a don Pedro. Sin embargo, en la adultez descubrí que lo que yo tenía por verdadero había sido alterado y retocado por él, para burlase de mí o de otros.
Un profesor me desmintió, para vergüenza mía, cuando afirmé perentoriamente que el Emperador era mallorquín y no corso, y que había vencido al imperio ruso en Trafalgar; y mi primera esposa solía recordar a los amigos que yo estaba escribiendo una tesis sobre la influencia del atuendo árabe en el uniforme de la Guardia Suiza. Para qué añadir más, si aquello que yo recibía con fascinación luego se volvió circunstancia humillante, como suele pasar con todo lo que atesoramos en la infancia.
Combinando ambas pasiones —la mala escritura y la historia simulada— don Pedro Acquaviva se entregó a su proyecto.
Enrumbó sus pasos a la iglesia del Espíritu Santo, cuyo archivo es el más vetusto de la ciudad, y previo soborno al escribano logró un buen número de folios quebradizos. Conocía la fórmula para elaborar la tinta de la época que se proponía duplicar, entendía el estilo y estaba bien informado sobre los personajes. No tuvo que abandonar su biblioteca para encontrar fuentes precisas, que le permitieran la nota auténtica, colorida, que siempre falta en los textos apócrifos.
Inventó una caja china para su relato: un obispo ilustrado —del cual poco o nada se sabe, pero que iba a ascender inmediatamente al nicho de fundador— aprovechaba los papeles catedralicios para componer la primera historia nacional; dentro de ella aparecía un escribano piratesco y corrupto, que para justificarse a sí mismo ante el rey daba cuenta de sus hazañas a través de un poema épico.
Tal poema —cuyo argumento estaba aún por definir— iba a ser el documento que fundamentara la fábula, las letras y el surgimiento de la patria.
Dadas las condiciones técnicas, Don Pedro se impuso por tres años la tarea de falsificar —subvirtiendo y amplificando los datos disponibles— el texto del obispo, que organizó en libros y cronologías. Pero debió afilar la pluma al llegar al supuesto poema, porque si bien la narración que lo enmarcaba era más reciente en el tiempo, los versos del escribano databan de varios siglos atrás, y tanto el estilo como la forma debían ser distintas.
Ahí demostró Don Pedro su talento poético, pues si era mediocre en lo original, resultaba brillante como imitador.
Talló cada ripio, cada errata, cada referencia, como si anticipara las dudas que usted, amigo, y que tantos investigadores se han planteado. No hay nada inauténtico en ese famoso poema, salvo el hecho —insignificante, si me preguntan a mí— de que es falso. Pero quién puede arrebatarle el mérito de haber fundado la nación que habitamos, o las ficciones que nos quitan el sueño.
El tabaco y su hechizo encaminaron el argumento de la epopeya. Lo tendría todo, pero en suave y deliciosa burla. Somos la única nación del mundo cuyo origen no está en generales y conquistadores, sino en tramposos y contrabandistas, piratas y gente hambrienta, ninfas desnudas y escribanos de alquiler.
(Bien mirados los tiempos de nuestra patria, no ha habido texto más apropiado y profético para nosotros que el engaño que perpetró mi bisabuelo.)
Una vez dispuesto el manuscrito, cosidos los folios como antaño, Don Pedro recurrió una vez más a la compra del silencio: un bibliotecario dispuso el libro en las estanterías que frecuentaban nuestros jóvenes ingenios, poetas y atolondrados, para que lo descubrieran allí, como por casualidad.
En efecto, uno de aquellos bardos dio con el códice y pasó muchas tardes copiándolo página por página, pues don Pedro había dado instrucciones precisas de no cederlo en préstamo a nadie.
Las revistas y gacetas se encresparon de notas y adelantos del manuscrito, que iba a ser publicado en breve por el cenáculo de poetas descubridores. Se prometía una hazaña mayor que la del monje Ossián, que Roldán o el destierro del Cid, se aseguraba el talante inaugural de Homero, la genialidad de Goethe, de Racine, e incluso —que Dios me perdone— la picardía de Cervantes.
Y cuando los muchachos se encontraban en lo más efervescente de su devoción, mi bisabuelo retiró el manuscrito de la biblioteca y lo quemó, para que su autenticación fuera imposible.
Reinó el desamparo en la comunidad de los jóvenes, pero ya habían copiado los versos: ya estaba hecha la obra del viejo, que era enamorar, seducir, llenar la ausencia con la quimera de una posibilidad. No tengo que decirle lo que sucedió después: atesoramos ese pésimo poema como el patrimonio más remoto de nuestra memoria. Nos impulsó a hacer la guerra, incorporó valores desconocidos a nuestra literatura, y cada cierto tiempo —cuando se imponen las crisis y las revoluciones— vuelve a ser moda de academias.
Todo, sin embargo, estuvo destinado a la burla momentánea.
Y estoy seguro de que si el viejo no hubiera muerto de enojo, de encabronamiento radical y orgulloso, cuando escuchó mucho tiempo después a un paladín de la crítica —café y puro en mano, en una mesa de El Louvre— mofarse, por simplones, de los versos del escribano, hubiera tenido a bien destruir la farsa, es decir, descomponer la nación.
Aquí tiene usted, amigo mío, todo lo que se sabe en mi familia sobre don Pedro Acquaviva, mi bisabuelo, y de ese texto que usted —víctima de la vanidad y de la inexperiencia— se ha empeñado en desmantelar.