El cine (me refiero a la sala de proyecciones) como yo lo recuerdo y lo concibo, en verdad, es como aquel de mi pueblito natal, que una vez fue propiedad de mi padre, con películas de celuloide y potentes proyectores que permitían contarle los pelos al bigotico de Jorge Negrete y hasta oler la pólvora de las gloriosas películas soviéticas.
Con sus carteleras con escenas de las cintas, sinopsis atractivas y los nombres de filmes y protagonistas en grandes pinceladas de colores brillantes; las tandas corridas de más de un filme alternando con noticieros, cortos animados, avances de otras cintas e incluso pequeños capítulos de series de acción.
Su bien pensada promoción (hoy diríamos mercadotecnia) con días gratis para mujeres y niños, tandas infantiles dominicales y el carro altoparlante que recorría las calles sonsacando en sus mismas casas a los potenciales espectadores, e incluso un proyector móvil que llevaba el espectáculo hasta el más recóndito de los parajes.
Recuerdo también las bocinas de trompeta en las afueras del cine regalando música desde unas horas antes hasta que el vals Voces de primavera identificaba el momento preciso del comienzo de la proyección. Todo estructurado en un inteligente esfuerzo capaz de hacerle frente hasta a los pequeños circos que de tarde en tarde «aterrizaban» en la zona.
El cine de ahora es bien distinto, casi un cadáver heredado del pasado milenio que aún no ha muerto clínicamente gracias la respiración artificial (entiéndase presupuesto) que le insufla el Ministerio de Cultura, y el Estado en última instancia, en un loable empeño por mantener vivas esa y otras tantas tradiciones.
Pero claro que no basta. Porque un cine semivacío será siempre un absurdo, una derrota, aun cuando exista el periodo especial con sus zancadillas para acceder a copias en celuloide y proyectores tradicionales con sus lámparas de arco eléctrico, además de la tremenda competencia que significan los «paquetes» informáticos, los DVD y la televisión.
El reto consiste, entonces, en saltar esos obstáculos con el rescate de viejos y probados conceptos enriquecidos con ideas renovadoras, en las que predomine la inteligencia y el sentido de pertenencia de los trabajadores del sector, al punto de que la almohada les resulte dura el día en que a su cine sólo entren cuatro o cinco espectadores, insuficientes siquiera para pagar la electricidad consumida.
Y así se irá a la búsqueda de incentivos como poner en los lobby de las salas televisores con escenas de los filmes en proyección, colocar afiches en lugares concurridos y hacer promoción en la radio y la TV, sin descontar la búsqueda de cintas de calidad y musicales, cortos y otros materiales con los que se pueda conformar una verdadera, variada y atractiva cartelera.
Y si de variedad y atractivo se trata, qué mejor que combinar las puestas en pantalla con otras manifestaciones artísticas propias para esas salas, siempre que las condiciones lo permitan, entre las que pueden estar cantantes solistas, pequeñas agrupaciones musicales, grupos de teatro, conferencistas, humoristas, colectivos danzarios.
De esta manera los cines dejarían de ser la especie de agujero negro en que se han convertido y ganarían la principal de las batallas: llenarse de espectadores. Como la sala de mi pueblito natal, cuando era propiedad de mi padre, antes de ser intervenida por el Estado. Ahora con la ventaja de las nuevas tecnologías que hacen del séptimo arte un espectáculo mucho más interesante.