La pasión de tener es casi siempre más que la pasión de tener eso, aquello y lo otro. Es la pasión de tener más que el otro, o por lo menos más que algunos, pues la pretensión de tener más que todos es ilusoria —aunque mucha gente lo cree—, porque el hecho de que el emperador tenga más que sus súbditos individualmente, no le permite tener más que todos en conjunto. Estos fanáticos del tener nunca disfrutan realmente de algo, siempre necesitan más, por la necesidad de la competencia y porque la propiedad en sí y hasta la suma de las propiedades les resulta indiferente.
Se puede esperar todo de Dios. Se debe esperar todo, y mucho más bien inimaginable, de Dios. Por lo tanto, no se puede ni se debe esperar todo de alguien. Ni siquiera de la persona amada, la madre o el padre, o el cónyuge. Se puede y se debe esperar mucho de algunos. Se puede y se debe esperar algo de otros. De la mayoría no se debe esperar nada, pero sí se debe agradecer el algo que alguien de esa mayoría nos conceda, aunque sea por interés o por equivocación. Y especialmente si es mucho, o por inesperado amor. Se puede y se debe esperar. Es imposible no esperar. Somos criaturas de la espera. Somos criaturas para la espera. Carecemos. Carecemos de todo, incluso de todo lo que realmente tenemos, que es muchísimo. Carecemos de Dios.
Tenga. Mire lo que realmente tiene, y tenga. Tenga, ante todo y para todo, su propio inconcebible ser.
No me considero por encima de nada ni de nadie. No soy superior a una piedra, una planta, un animal carnívoro: ellos son inocentes, yo no. Tampoco veo por qué deba considerarme por debajo de un dictador, un millonario, un terrorista. Quisiera estar a la altura de mí mismo, pero para eso tendría que ganarme la santidad. Intento estar, pues, no demasiado por debajo de mí, y ya eso me cuesta la vida.
El hombre moral comienza por conocer y reconocer sus propias limitaciones morales. Pero el hombre moral es escaso. Y padeciendo su singularidad, su aislamiento en medio de una multitud de personas con menos exigencias para vivir, y luchando contra sus propias limitaciones o admitiéndolas con desesperación, debe además soportar que esas personas que no reconocen sus propias limitaciones y que además las consideran como absolutos, puesto que son las de la inmensa mayoría, le atribuyan unas limitaciones que no son las propias, sino las de ellos. Esa mayoría ni siquiera imagina que para el hombre moral ciertas exigencias de buena conducta resultan tan naturales como comer o dormir. Como esas exigencias no son suyas, las consideran como extravagancias más o menos perdonables, sobre todo cuando se dirigen potencialmente a sus enemigos; y como verdaderos abusos, cuando se ponen en acto y les perjudican.
Los egoístas creen conocer al ser humano, como un ser egoísta. En eso no se equivocan. Lo que pasan es que creen que todos son solo egoístas, sin una sola gota de verdadero desinterés, y en la forma en que son egoístas ellos. Eso no coindice con una multitud de datos de la realidad, incluyendo el simplísimo del tipo que se mete en una casa incendiada a sacar un niño que ni siquiera conoce, y lo salva y lo paga con la vida. Ningún egoísta conoce al ser humano, ni a nadie, ni siquiera a sí mismo. El egoísmo no los deja verse y mucho menos ver a los demás, sobre todo si el otro no es egoísta. No se cansan de cuestionar el altruismo y a los que lo practican o por lo menos lo predican. Siempre buscan defectos o motivaciones bajas para lo que no es otra cosa que la alegría de la entrega, que desconocen, o el imperativo del sacrificio, que ni siquiera sospechan. Para estas personas dar algo sin esperar nada, por no hablar de darse, es horrible, incomprensible, muy dudoso. Los infelices, que es otro modo de decir egoístas, como escribió el Homagno.
Los intelectuales de la dictadura pretenden que se les respete su opción. Como si la opción por la esclavitud fuera personal, neutral, indiferente, algo así como escoger entre Miguel Ángel o El Greco. Tu opción por tu esclavitud es tu opción por mi esclavitud. Y puedo tenerte mucha lástima, pero no puedo tolerar esa infamia. Me es incómoda, no me conviene. El que opta por la esclavitud es un esclavo que a la vergüenza de serlo suma la maldad de ser esclavizador. Los esclavizadores existen porque existen esclavos esclavizadores. Los esclavos esclavizadores suelen amar la esclavitud, lo que el esclavizador no ama nunca. Es verdad que muchos esclavizadores, especialmente los comunistas, terminan siendo más esclavos que el último de los suyos. Pero son esclavos de sí mismos, y de todos, pero nunca de alguien; y no aman esa esclavitud, ni ninguna otra. Esclavizaron al resto para ejercer su libertad más absoluta: se equivocaron. En cambio, no hay nadie más libre que un intelectual. El intelectual habla naturalmente el lenguaje de la libertad. Por eso secuestran el término de opción —maniobra para imbéciles. Porque la opción por la esclavitud ni siquiera es opción: la opción es un acto de libertad. En rigor debieran pedir que se les respete la sumisión al poder esclavizador. No. Porque tu sumisión te esclaviza. Porque tu sumisión me esclaviza. Y además, aunque vivieras en las antípodas, me da asco.
Ningún mal es inevitable. El Bien sí es inexorable.
No tengo que demostrarle nada a nadie, puesto que ya Dios me ha demostrado su Amor. Soy.
Previsible, inevitable y óptimo que haya no creyentes con amor. Combaten y equilibran a los falsos creyentes. Auxilian las debilidades y contradicciones, las fallas y los disparates de los creyentes. Liberan a los creyentes del peligro mayor: creerse más amorosos que el resto, y más eficaces en el amor. No es cierto, y es soberbia. Algunos son no creyentes poramor. Todo previsible, óptimo.
En cibernética se definen los sistemas estables y los ultraestables. El hombre es un sistema. Hay personas estables y ultraestables. Nunca una calificación moral de ningún tipo. Como hay gente bajita o alta, da igual. Los estables, estar conforme con la vida sobre la tierra sin trascendencia, está bien. Significa que la vida sobre la tierra tiene una legalidad que se basta a sí misma. No es para menos, la hizo el Creador. Es más, hay que seguir luchando por el esplendor de la vida humana sobre la tierra. Es uno de los destinos del hombre según el Creador: cultivar el Jardín. Cuando hablo de esplendor no tengo en mente entretenerse con un palo y una bola en un ondulado césped en Mar-a-lago, edificio ostentoso y picúo al que Wright le hubiera dado candela incluso pagando por la satisfacción. Hablo del Jardín y su imposible, del esplendor de la Epopeya y de la Tragedia sobre la tierra. Pero siempre ha habido y habrá personas ultraestables, para las que la vida limitada a la aventura terrenal se le antoja un aperitivo sin chef. Como decía el padre Castor Álvarez, dando misa en la arena, de espaldas al mar resplandeciente de la playa de Santa Lucía en Camagüey: la Vida es de ahí para más.
¡Más! Santa Lucía, dile que me deje ver.
La vida ultraestable es la clave de la vida estable. Pero la práctica de esa fe puede convertirse en costumbre muerta, incluso en burocracia.
La vida humana jamás es estable. El embrión se convierte en feto, el feto en bebé, el bebé en niño, el niño en púber, el púber en adolescente, el adolescente en joven, el joven en… y siempre está amenazada por el accidente, la desgracia, la enfermedad y la muerte. La inestabilidad de la vida humana está diseñada para que pensemos en la unidad y estabilidad definitiva del ser individual. Puede inferirse, pero no demostrarse. Es un asunto de filosofía, y de fe. Es también un asunto de amor a la vida.
¿Puede desaparecer en la nada esta maravilla, este Colmo de Amor?
La fe es posible porque hay fe. La fe es imprescindible porque no se puede tener fe. El recién nacido sonríe, confía: la vida es un estado de fe. Pero no se alcanza a tener fe en lo bueno que no hemos visto y que consideramos más que improbable, imposible. La fe es una lealtad a la vida. La fe es para cuando no se puede tener fe. Me inclino frente a los judíos que cantaban Escucha, Israel: hay un solo Dios que es tu Dios, mientras caminaban hacia la cámara de gas.