El 24 de octubre de 1894 publica Martí en Patria su muy señalado y jamás estudiado artículo Los pobres de la tierra. Comentaba el periodista la jornada de trabajo voluntario de los obreros exiliados en la fecha del 10 de octubre, a fin de recaudar fondos para la Revolución. Utilizo estos términos a propósito: ese trabajo era realmente voluntario, porque no había ninguna presión de un inexistente estado sobre los obreros, y la Revolución era la lucha por la independencia, entendida como democracia emergente, como veremos enseguida.
El título del trabajo evoca de inmediato los versos escritos por Martí unos años antes: Con los pobres de la tierra / Quiero yo mi suerte echar: / El arroyo de la sierra / Me complace más que el mar. La demagogia de los comunistas canta estos versos sin ni siquiera considerar que el gusto por el arroyo de la sierra contrapuesto a la grandeza del mar, apunta a la humildad y la intimidad, dos presupuestos que se excluyen dentro del proyecto milenarista marxista, soberbio y grandilocuente. Y que echar la suerte es un desafío, no una certeza teórica. El propio Martí era de origen muy modesto y vivió siempre en la más despiadada pobreza. Un análisis elemental de sus fotos nos permite ver cuán deteriorada estaba la ropa y el calzado que usaba, lo que no le impedía, según sus contemporáneos, exhibir un aire de arte y aristocracia. Su pobreza era voluntaria, como la de cualquier monje: Abdala significa Siervo de Dios. Este blanco bautizado católico que adopta un nombre de negro islámico sabe lo que hace. Sabemos además lo que no hizo: pudo haber destacado en Wall Street como abogado de los poderosos, como haría apenas unos años después el italiano Orestes Ferrara, que acababa de terminar la Guerra, a la que vino con fervor internacionalista, con el grado de Coronel. El martiano Ferrara también huyó de la codicia de Wall Street, porque era un patriota y un político; pero ya se había entrenado en la adquisición de dinero. El Siervo de Dios Martí en cambio ni lo piensa en su asunción de una pobreza que rechazaba su gusto, pues era un hombre sensual interesado en las orquídeas, los abanicos y la decoración de interiores, sino una exigencia de su servicio como siervo. De manera que cuando defiende a los pobres lo hace siendo él, a todo riesgo, incluyendo el de la ruptura familiar, un pobre, un pobre mucho más pobre que todos los otros, puesto que podía ser rico y no le interesaba (lo que a su esposa le resultaba inhumano y escandaloso). Pocos trabajos mejor pagados que los de la diplomacia, y Martí renunció a cobrar por sus servicios nada menos que en la Conferencia Monetaria Internacional de 1891, cuyo informe final redactó. Un aristócrata de la pobreza, un monje laico que no poseía sobre la tierra absolutamente nada que no fuese la opulencia de su amor, de su genio y de su heroico destino, estaba obligado a sentirse muy bien en la intimidad de los humildes, y a defenderlos.
Pero cuidado. Por esas mismas razones Martí no era un pobrerista. No le inventa un papel mesiánico a los pobres, aun cuando en este mismo artículo celebra a los héroes de la miseria que fueron en la guerra de antes el sostén constante y fecundo; y de hecho está recabando su apoyo para la guerra nueva. Se ha exagerado mucho el aporte de los obreros a las arcas martianas. Cuando Martí acude a pedir ayuda a nadie menos que al dictador Porfirio Díaz, a quien había rechazado en su juventud, y acepta el dinero que el dictador le da de su bolsillo, no del estado, y sin prometerle ningún apoyo como presidente de México, podemos hacernos una idea de lo magro que era el fondo obtenido de los pobres, en relación desde luego con las necesidades de la preparación de la guerra. Hay una carta de Martí en la que él suplica dinero a Eduardo Gato, dueño de tabaquerías. Los cubanos ricos y patriotas eran pocos, pero dieron bastante, Gato en primer término. Julio Antonio Mella nunca supo qué hacerse con esa colaboración, pues su marxismo le impedía entender qué eran las clases, los individuos y el progreso social. Martí, líder real y exitoso, entendía con claridad absoluta. En este mismo artículo lo dice: Ni se ha adulado, suponiendo que la virtud es sólo de los pobres, y de los ricos nunca. Tampoco compromete su política con intereses de clase: ni se ha ofrecido sin derecho, en nombre de una república a quien nadie puede llevar moldes o frenos, el beneficio del país para una casta de cubanos, ricos soberbios o pobres codiciosos. Nadie tenía más derecho que él, un funcionario electo anualmente por voto directo y secreto para presidir la política independentista hasta tanto se conformara el parlamento de la República en Armas, para hacer promesas o establecer alianzas y compromisos. Pero él entiende que carece de ese derecho, que es función de una república a quien él no le propone ni siquiera moldes: Martí murió en el momento en que se dirigía a Camagüey para formar el parlamento mambí, que estaba organizando con Gómez, pero no dejó una sola línea acerca de la inevitable Constitución, porque lo suyo era la defensa ardiente, hasta la hora de morir, del derecho igual de todos los cubanos, ricos o pobres, a la opinión franca y al respeto pleno en los asuntos de su tierra. Ricos y pobres, derecho igual, opinión franca, respeto pleno. Retengamos esos conceptos.
Según sus enemigos de entonces y de ahora, Martí era un soñadol. Inventó una república moral para cubanos, con la utopía de que fuera con todos. Todos es una cosa indefinida, lista para ser convertida en organizaciones de masa, y manejada con un megáfono. Hay una verdad y es que Martí es un autor difícil. Si usted lee la Fenomenología del Espíritu ya tiene una idea de qué pensó Hegel. Pero Martí es un autor disperso, porque su pensamiento es inseparable de la acción, entendida como servicio de Abdala. Escribía y hablaba actuando y para actuar, no para iluminar —y por eso mismo sigue iluminando.
Hay que leer mucho y estudiar bastante antes de entender a Martí, algo que pocos cubiches están dispuestos a hacer, porque significa esfuerzo, y esfuerzo sostenido, tristeza inconcebible para alguien tan gozador y tan naturalmente inspirado como el cubiche, sobre todo si pasa por intelectual o político. Pero hay otra dificultad, que ya va viendo el lector por estos comentarios, y comprobará leyendo sus textos: Martí es muy, muy denso. Las ideas le venían en ramazones, como decía él, y esa articulación abrumadora de las ideas hubiese dejado pasmado al minucioso Hegel. Solo en Giambattista Vico he encontrado un estilo igual. Obsérvese que cuando Martí reniega de moldes o frenos, palabras que cualquiera entiende, está pensando en lo que ahora describiríamos como estructuras de compromiso, intereses de clase, política reaccionaria. A fuerza de decir mucho y de decirlo claro, y de decirlo en forma articulada y popular, Martí se vuelve exigente: léasele con calma, reflexionando. Y léasele completo. Para el que crea que lo de Con todos del famoso discurso es demagogia de soñadol, por favor, acceda al discurso del día siguiente, la Oración de Tampa y Cayo Hueso, donde se verá ese todos persona a persona, clase a clase, familia a familia, edad por edad. Hasta los niños entran en el todos de Martí, y con esa fuerza se construyó el Partido y se organizó la guerra. Y no lo hace desde una teoría complaciente y uniformizante sobre lo que es el pueblo. Sigamos leyendo:
Un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se rebela: de la soberbia, que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo: de los derechos y opiniones de sus hijos todos está hecho un pueblo. y no de los derechos y opiniones de una clase sola de sus hijos: y el gobierno de un pueblo es el arte de ir encaminando sus realidades, bien sean rebeldías o preocupaciones, por la vía más breve posible, a la condición única de paz, que es aquella en que no haya un solo derecho mermado.
Cuando el año pasado se desataron los acontecimientos del barrio de San Isidro, yo, que fui marxista en mi juventud, esperé una reacción inmediata de las autoridades a fin de paliar la rebeldía: mejorar de inmediato las condiciones de vida de los pobres del barrio. Dejando a un lado la demagogia y la moral, era lo que cualquier marxista hubiese hecho, con cabeza fría. Cuando los teóricos de Joven Cuba afirman que el gobierno no es marxista, tienen en cuenta escándalos como este. Por otro lado, ser adepto de una teoría de la soberbia, como es el caso del marxismo, no lo convierte a usted en su esclavo absoluto: se puede reaccionar humanamente ante ciertos conflictos claves. Pero ahí siguen las aguas albañales y la gente sin comida, en esa Habana Vieja donde nació Martí. Desde luego, si un conato de rebeldía logra un mejoramiento del barrio, el resto de la miseria popular pudiera rebelarse también. Pero me pregunto si esa es la clave de la cuestión.
¿No será más bien que al mayimbato no le interesan las rebeldías y preocupaciones a las que se refiere el Apóstol como lo más natural de la vida social y política, y mucho menos el sufrimiento de unos pobres con los que no se identifican, porque viven como ricos? ¿No será que el mayimbato no solo no sabe, ni imagina ni puede, lograr una condición de paz en los que los derechos de todos, y especialmente de los pobres, no se vean mermados, sino que por el contrario, una atmósfera de ausencia de paz, de conflicto soterrado o explicito, es la garantía de sobrevivencia del mayimbato, un elenco de militares que viven muy por encima del nivel de los pobres? El mayimbato teme a un estallido social, y solo en eso coincidimos, pero ¿esta política de ciega soberbia, y las continuas amenazas en los medios, no está llamando a un determinado tipo de estallido social, a fin de que su represión violentísima haga desistir a los pobres de cualquier preocupación o rebeldía? Sería bueno que las autoridades reflexionaran sobre esa definición de la democracia popular claramente descrita por Martí en Los pobres de la tierra, que en este momento son los pobres de San Isidro y de toda Cuba.
Sufro implacablemente viendo cómo mi país padece una incapacidad para respetar, y ni soñar con asimilar, el pensamiento de sus profetas. Resulta más fácil convertirse en alemán e importar una teoría fallida de la que además sus adeptos saben poco o nada, y que en la práctica desdeñan, o en ruso para adoptar un Comité Central que ni siquiera existía en el partido histórico de los comunistas locales. Pero a estas mixtificaciones estamos acostumbrados por décadas. Sin embargo, la rebelión de San Isidro ha destapado un extravío mucho mayor y más peligroso. Resulta que esa rebelión es lo peor que hay, porque no es fina, porque usa lenguaje grosero popular, con el que jamás podrá construirse una democracia. El lado valioso de este planteamiento reside en que en efecto la democracia debe ser el objetivo, pero en mi caso, y en el de tantos, sería esa democracia descrita por Martí, que es la nuestra: la sincera democracia definida en el Manifiesto de Montecristi. Ah pero no, esa gente del pueblo, chusma, con esos gestos y esas palabras obscenas, qué horror, qué error. Para ayudarlos, permítanme recordar que la ausencia de lenguaje obsceno definía al patriciado decimonónico. Era un símbolo de la identidad nacional rechazar el violento lenguaje obsceno del que hacía alarde el colonialismo español. Esa finura del patriciado, incluyendo el francés de Ignacio y Amalia, llega al colmo en la prosa política y epistolar de Martí, un caso de literatura extrema que seguimos sin apreciar. El hombre decimonónico apreciaba el autocontrol en todas las esferas de la vida, incluyendo el sexo, como una exigencia de su dignidad personal. Estas costumbres sobreviven en nuestro país durante la primera mitad del siglo XX, y un personaje de Onelio Jorge Cardoso llega a decir que un hombre lo es no por lo que hace, sino por lo que evita hacer. Sujetar la pasión y la lengua era entonces un signo de masculinidad. En mi casa, ni los hombres decían obscenidades. Mi tía Argelia dejó de ver televisión para siempre cuando oyó la palabra mierda en una telenovela cubana. Pero en la segunda mitad del XX estas costumbres desaparecen en nuestro país, como en todo el mundo. A la exigencia de autocontrol, confundida con represión freudiana, se opone el descontrol del individuo, que ha renunciado a cualquier idea de honor, o dignidad, o compromiso social o fe religiosa en aras de ese descontrol, en el que cifra su felicidad y, peor aún, su sinceridad y su identidad. Esta es una idea grosera del ser humano, aunque eluda palabras feas; y también las usa y las promueve. Es electo a la presidencia de los Estados Unidos un millonario que dice groserías por la televisión, y lo eligen precisamente porque las dice. ¡Es un hombre groseramente sincero, uno como nosotros! Y si Robert de Niro toma entonces el micrófono para su esperado discurso, y grita solamente: Fuck you, Trump!, el público lo ovaciona y los medios lo difunden. Doscientos años de esa democracia concluyen con un ambiente sórdido, que hubiera indignado a Roosevelt y a Eisenhower por igual.
En la hermética Cuba el aire se respira peor. Porque si bien la grosería verbal es mala, la grosería institucional es letal. Hasta donde recuerdo, el doctor Fidel Castro nunca pronunció obscenidades en un discurso público. Más allá de decirle mentecato a Rafael Caldera, el hombre que liberó a Chavez, fallo en encontrarle ese vicio. Haber institucionalizado, incluso a nivel constitucional, los derechos y opiniones de una clase sola de ciudadanos, los mayimbes, se me antoja una grosería mayor, aunque se diga exquisitamente como vanguardia (autoproclamada) de la sociedad o democracia de partido único. Si a esta grosería de base se añade el lenguaje exquisito y dulce de los medios restregándonos en la cara eso mismo década tras década, y la grosería asombrosa de un país agrícola en donde no hay comida y el pollo es un animal exótico, la demanda de que los que más sufren y padecen de alguna forma de incultura hablen como prohombres de un parlamento metafísico, resulta una grosería contra la que la justicia, martianamente, se rebela. Lo que conspira contra la democracia sincera no es el lenguaje obsceno ni las maneras zafias, sino la obscenidad del silencio y el desprecio por el sufrimiento del prójimo. Es una pena que los que debieran defender la democracia descalifiquen la expresión sincera de unas personas, de unos grupos sociales que están en pleno derecho de manifestarse como son, no como otros quisiéramos que fueran. Y si no se manifiestan como son, nos gusten o no, jamás habrá sincera democracia. Esas groserías son la sincera expresión de los humillados y ofendidos, y eso es fundación de democracia.
Y para que no quede nada en mi tintero barroco: yo soy un escritor que dice y escribe obscenidades como rebeldía contra el mal, como la palabra hideputa en el Quijote o las Gracias y desgracias del ojo del culo, de don Francisco de Quevedo y Villegas.
Nada sería menos democrático que convertir este conflicto en una batalla contra los errores de unos ciudadanos. Todos nos equivocamos. Pero precisamente porque las ideas son fundamentales para la construcción de la democracia, debemos reflexionar sobre qué entendemos por democracia y a cuál democracia aspiramos. Enfrente está el reciente ejemplo de un lenguaje multitudinario, no de pobres sino de gente de clase media, gritando en el Capitolio y en las redes, sin una sola obscenidad: Hung Pence! Ahorcar al vicepresidente electo, a la segunda persona de ese mismo grupo de opinión, en nombre de la democracia. ¿Son chusmas? No. ¿Pasan hambre? Se les ve muy completitos. ¿Son incultos? Título universitario y academia militar. ¿Son homosexuales? Bueno, algunos aullidos suenan un poco ambiguos, pero en general son padres de familia que luchan contra el aborto ajeno. ¿Cómo es que esa democracia ha ido a parar a semejante grosería mortal? Eso sería tema de otro análisis, pero les recomiendo que visiten las ideas en ramazones de Vico, ya que no les gusta Martí. Pero puedo adelantarles que se trata, entre otros fallos de la idea democrática, del concepto de Superioridad. Hay gente superior, más bien blanca. Esa Gente Superior tiene dinero y habla bonito, pues fíjense que para pretender colgar al vicepresidente electo por ellos mismos, ni siquiera tienen que usar el dolido, trágico singao de San Isidro.
Cuba es y ojalá siga siendo una nación con una vocación popular, claramente manifiesta en su música y en la humilde voluntad de servicio de sus profetas. Aún no hemos logrado la sincera democracia popular de Martí. Nada nos asegura que algún día la tengamos. Pero por favor, alejémonos de la idea de Gente Superior Cubiche, que tiene derecho a determinar qué es grosero o no, qué es democrático o no, qué tiene futuro o no, qué futuro nos conviene o no. Porque un rechifla, una trompetilla unánime puede afearnos la que debiera ser una conducta de solidaridad y consenso.
La desesperación por alcanzar un país decente, noble, de convivencia y acuerdo, con todos y para todos, donde cada cubano sepa que está en la obligación de respetar la dignidad del otro como si fuera la propia, o no podrá ejercer la suya, esa sociedad posible a la que aspiramos sin acierto durante casi doscientos años, explica en parte la oposición a lo que algunos pueden entender como fealdad traicionera o inservible. Pero aquí podemos volver a Los pobres de la tierra:
En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano.
Humildad, compatriotas. Reflexión.
Con Los pobres de la tierra, en nombre de mis hermanos de San Isidro.
(En abril, aniversario de la Constitución de Guáimaro)