Con expectación y sosiego esperé la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024. Pensé: al fin tendremos un oasis de deporte sano, fraternidad universal, belleza y cultura, aún más, siendo en París. La mezcla de historia de las olimpiadas modernas y del país sede, los lugares icónicos, la literatura, la música, las artes visuales, con la deportividad, me hicieron recordar aquello de “mente sana en cuerpo sano”.
El número de las delegaciones, su pluralidad, la alegría de los atletas, la novedad de una inauguración fuera de los estadios, en pleno río Sena, todo parecía hablar del alto nivel cultural y de los eternos valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Creía yo que estarían despojados de toda ideología o política.
El broche de oro, el timbre de gloria, el monumento a la resiliencia humana se vistió de blanco, se subió a la Torre Eiffel y cantó al mundo entero el Himno al Amor, poniendo esta virtud suprema en lo más alto de la humanidad por parte de una mujer excepcional, una de las mejores voces de todos los tiempos, que, a pesar de su enfermedad, se superó a sí misma para cantarle al amor: era la inigualable Céline Dion. Quisiera, de verdad, quedarme con esa imagen, con la interpretación de esta diva; hubiera querido también quedarme con la última frase del Himno al Amor que había inmortalizado Edith Piaf: Dieu réunit ceux qui s’aiment, “Dios reúne a los que se aman”.
Pero, desgraciadamente, no ha podido ser así. No quiero quedarme en el incidente, ni en la queja inútil. Quisiera contribuir con una reflexión un poco más profunda, sin ser por ello menos crítica.
El propósito: la inclusión
Uno de los propósitos más anunciados, antes y durante la ceremonia, ha sido la inclusión. En efecto, esta es una de las banderas más enarboladas, más argumentadas, más revestidas de una tal humanidad, más adornada de colores, más puesta como condición de cualquier proyecto social, político, cultural, religioso y deportivo. Sin duda la inclusión es uno de los valores del siglo XXI.
La inclusión tiene como base el respeto a la diversidad de toda sociedad, de la misma naturaleza y del universo. Pero aún más en profundidad, la inclusión se cimienta sobre una roca inconmovible: la condición humana compartida por todas las personas sin distinción, y que exige el respeto y el aprecio de la dignidad humana que es atributo inherente a esa condición universal.
El incidente
En medio de la larga y variopinta ceremonia ocurre en uno de los puentes sobre el río Sena lo que hoy se llama una performance, es decir, una “escenificación que integra con frecuencia un componente de improvisación y en la que la provocación, el asombro o el sentido de la estética juegan un rol importante”. Hasta aquí una definición de lo que también se llama “arte en vivo”, unido al body art y al arte conceptual.
Lo que pudo ver el mundo entero fue una parodia de la Última Cena de Jesucristo, momento cumbre de la religión cristiana, y reproducida por miles de artistas a lo largo de los siglos con todo respeto y consideración al hecho y a los millones de seguidores de esta religión a la que me honro en pertenecer.
La parodia era interpretada por las extravagancias de unas drag queens (vestidos y maquillajes de mujer exagerados con intenciones cómicas, satíricas, burlescas o dramáticas) sentadas detrás de una mesa en cuyo centro había una de ellas con un halo de santidad sobre su cabeza y haciendo la señal de un corazón con sus dedos sobre su pecho, en franca alusión a Jesucristo y a la obra inmortal de La Última Cena, de Leonardo da Vinci, realizada entre 1495 y 1498. Hasta aquí el hecho.
Valoraciones
La Conferencia de Obispos Católicos de Francia, con la inmediatez y la argumentación que requieren hechos ofensivos como este, publicó un comunicado en el que denuncia y deplora que “en medio de momentos de belleza, alegría, rico en emociones y universalmente saludados” ocurrieron “escenas de escarnio y burla al cristianismo”.
Entre las muchas reacciones de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos cristianos, se destaca que esta repugnante y sacrílega escena no tenía nada que ver con el deporte y el espíritu de respeto universal de los fundadores franceses de las Olimpiadas modernas. En una reconocida agencia de prensa argentina, Infobae, se hace referencia a una nota de Ferghane Azihari, analista político y ensayista, de familia musulmana, investigador en dos destacados think tanks franceses, en la que el analista denunció “la manía de ciertos artistas, o pretendidos artistas, de destacarse no por su obra en sí sino por la capacidad de provocar y de asquear”. Azihari se pregunta cuál es la concepción de un supuesto arte detrás del que está “el placer venenoso de burlarse del prójimo”.
“Cuando todo vale, nada vale. Cuando el mal y el bien no pueden ser distinguidos es la humanidad toda la que se pierde, se hunde y se pudre.”
Otras valoraciones, que además nos acusan a los creyentes de no tener cultura, han hecho la interpretación de que se trata de una fiesta de los dioses griegos y el personaje del centro no es Cristo sino Apolo. Respeto esas interpretaciones, pero constato que la inmensa mayoría, incluidos ateos, islámicos, analistas, periodistas, y los mismos obispos franceses que tendrán la mayor información posible, se han sentido aludidos al percibir una referencia a la Última Cena. Por si caben dudas, siempre se ha escuchado que una obra de arte no necesita ser explicada, pues es lo que sus espectadores perciban. Ese es el lenguaje de las artes.
Tres argumentos históricos
Primero: Francia tiene a la religión cristiana católica en su matriz fundacional cuando su primer rey Clodoveo se convirtió al cristianismo y fue bautizado por San Remigio, obispo de Reims, a finales del siglo V, después de Cristo. San Dagoberto, rey y mártir de los francos, fue uno de los que consagraron París como capital del reino, ayudó a unificarlo y fundó la famosa abadía de Saint Denis, donde está enterrado.
Segundo: El fundador de la Olimpiadas modernas fue Pierre de Fredy, Barón de Coubertin, educado en la religión cristiana, y su estrecho amigo, el sacerdote dominico Fray Henri Didon, fue el creador del lema de las Olimpiadas: Citius, Altius, Fortius, “Más rápido, más alto y más fuerte”.
Tercero: La primera Olimpiada de los tiempos modernos se inauguró en Atenas, el domingo 24 de marzo de 1896, Día de la Pascua de Resurrección de Jesucristo, fiesta principal de la religión cristiana, cuando el rey Jorge de Grecia pronunció por primera vez las palabras que hoy se repiten: “Declaro abiertos los primeros Juegos Olímpicos Internacionales de Atenas”.
Ideologías fanáticas disfrazadas de inclusión
El propósito de la inclusión en los Juegos Olímpicos, en este caso, de París 2024, ha tenido un error colosal al ofender a la religión cristiana, burlándose de uno de los momentos más sagrados, el de la Última Cena de Jesús, faltando así al respeto debido a 2 mil 300 millones de seguidores de Jesucristo en todo el mundo. La inclusión no puede incluir la falta de respeto y la burla a una sola persona, cuanto más a toda una religión considerada la más numerosa del mundo en 2023. Inclusión no puede ser sinónimo de “todo vale”, eso es relativismo moral, que es el mayor de los males del siglo XXI. Cuando todo vale, nada vale. Cuando el mal y el bien no pueden ser distinguidos es la humanidad toda la que se pierde, se hunde y se pudre.
Las ideologías no valen más que la ética. Las ideologías, sean cuales fueren, no valen más que el respeto a la dignidad de toda persona humana. Una vez más, esta vez en una “noche oscura” en la “Ciudad Luz”, se nos impone a millones de personas una ideología sin ética y con el lema de todo vale, contraria a la aspiración olímpica de cada vez más veloz, más alto, y más fuerte. Y lo peor es que esas ideologías que ofenden y dividen vienen envueltas en un disfraz de luz, progreso, modernidad e inclusión. Nunca cayeron tan estrepitosamente las máscaras de las ideologías. El mundo entero lo vio. Estemos alertas a estos métodos de penetración cultural y de imposición ideológica disfrazadas de progresismo woke.
“Esas ideologías que ofenden y dividen vienen envueltas en un disfraz de luz, progreso, modernidad e inclusión.”
En esta afrenta al cristianismo, religión que no responde violentamente a los que la ofenden, se ha abusado de la vocación humanista y de paz de la religión de Jesús de Nazaret, se ha negado el lema olímpico haciendo un poco más lenta la redención de la humanidad, poniendo un poco más bajo el nivel moral al que debemos aspirar y haciendo más débil la convivencia, más endeble la libertad, más falsa la igualdad y más lejana la fraternidad. Y, el colmo, es que esto ocurra donde la guillotina quiso eliminar para siempre la esclavitud, la desigualdad y el odio. He aquí una muestra del fracaso de la violencia, de las revoluciones cruentas y de las ideologías mesiánicas.
Por suerte y como signo del triunfo final del Amor, sobre las turbias aguas de aquel puente del Sena se levantó, hasta lo más alto de la Torre Eiffel, la voz de luz de Céline Dion, como anunciando que ninguna de estas tinieblas jamás podrá vencer al sereno resplandor del amor, porque como culmina el glorioso himno: “Dios une a los que se aman”.
Creamos, pues, en la fuerza digna y pacífica del Amor.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
(Publicado originalmente en Centro de Estudios Convivencia).
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