En el tránsito del siglo XX al XXI, el problema de la interpretación del arte ha alcanzado uno de sus puntos más candentes y, hay que decirlo, abstrusos. La cuestión de una hermenéutica del arte, en particular, constituye uno de los tópicos de mayor debate, a la vez estético, filosófico y culturológico. Sobre este tema quisiera permitirme algunas reflexiones de carácter muy general.
Michel Foucault, en su obra Las palabras y las cosas, en la cual figura su célebre análisis de Las meninas de Velázquez, adelantó una definición muy simple y rotunda de la hermenéutica, relacionada con su propia concepción de la semiología o semiótica: “Llamamos hermenéutica al conjunto de conocimientos y técnicas que permiten que los signos hablen y nos descubran sus sentidos; llamamos semiología al conjunto de conocimientos y técnicas que permiten saber dónde están los signos, definir lo que los hace ser signos, conocer sus ligas y las leyes de su encadenamiento”.1
Hermenéutica y lenguaje
La hermenéutica surgió, en la noche de los tiempos —sus remotos orígenes vinculados con la exégesis helenística y la exégesis bíblicas—, en estrecha relación con los estudios del lenguaje idiomático, sus vínculos con la reflexión acerca del lenguaje han ido variando: primero desde sus nexos con la filología; luego, a partir de su relación metodológica, aún existente, con la lingüística propiamente dicha; después en sus conexiones profundas con la filosofía.
Tales contactos sucesivos de la hermenéutica con el lenguaje, y en particular con el lenguaje en términos de idioma, han venido marcando la reflexión estética y, por esa misma vía, la interpretación del arte. En sus consideraciones sobre la estética de Raymond Bayer —y en particular sobre su obra L´esthétique de la Grace—, Eco apuntaba que Bayer, empeñado en diferenciar el disfrute de la obra de la crítica de arte, insistía en que existe un espacio de reflexión entre el momento del enfrentamiento a la obra artística como percepción inmediata, con frecuencia acrítico, y el momento final de un reconocimiento de la obra en todas sus características estructurales y de valor estético, instante en que, a juicio de Bayer, se alcanza el placer pleno, crítico y consciente.2
Esta última actitud debe llevarse a la práctica de manera científica, insistencia que Bayer formula desde una posición evidentemente neopositivista. Es interesante observar cuál es el juicio de Umberto Eco respecto de la actitud de Bayer:
Frente a esta serie de aporías existe para Bayer una solución: el “fenómeno vocabulario”, la palabra misma, la noción generalizante, el predicado, la categoría. La crítica, ese laboratorio de nociones, ha elaborado definiciones que logran determinar los rasgos comunes a varios fenómenos cualitativos: “gracioso”, “sublime”, “barroco”, son nociones homogeneizantes. Aplicarlas a la realidad del objeto, significa dar razón de él del único modo científico posible. El objeto en toda su concreción se pierde, es cierto, pero al menos puede hablarse de él con seguridad científica. Y he aquí que el fenómeno vocabulario se alza frente a la experiencia viva como un aparato formal que da carácter científico a los resultados estéticos reduciéndolos a categorías comerciables.3
El lenguaje de la crítica
En su crítica a la concepción estética de Bayer, Eco no desecha la necesidad de un lenguaje de la crítica, sino que propone una concepción de esta que resulte “liberada” de la noción neopositivista de cientificidad. Para el semiólogo italiano, “el método hubiera debido apuntar hacia la justificación de un lenguaje que, sin pretensiones de cientificidad, resultara instrumento de comprensión, transparencia de la cosa ante nosotros y de nuestro discurso ante los que pretenden aproximarse a la cosa”,4 es decir, en este caso, al hecho artístico propiamente dicho.
La advertencia de Eco que se percibe en la cita anterior, se proyecta no sobre el uso de un metalenguaje semiótico en servicio de la interpretación y la hermenéutica del arte, sino ante todo sobre el abuso de ese metalenguaje. Pues como ha apuntado con cierta soterrada ironía Omar Calabrese:
Bastará dar una ojeada a los catálogos de las galerías de arte, de las muestras colectivas, de las presentaciones de los pintores, de las recensiones en las páginas de los diarios. El semiólogo está por todas partes, el semiólogo es cualquiera, basta que use las palabras passe-partout “signo”, “significante”, “semántica”, “referencia” y pocas más. A todo esto se agrega una tendencia general de parte de los artistas contemporáneos a teorizar en sentido semiótico su propia obra, saltando la interpretación del crítico e introduciendo en la obra también las instrucciones para su uso. También esta operación pertenece a la historia. Permaneciendo en el ámbito del siglo XX podemos citar a Paul Klee, Piet Mondrian, Vassily Kandinsky y muchos otros. Pero hoy se trata de una tendencia ya generalizada en corrientes artísticas enteras: se puede pensar en el conceptual art, en la poesía visual, en el narrative art, todos implicados, en alguna forma, en el análisis del lenguaje.5
Hay que decir, sin embargo, que, si “el semiólogo está por todas partes”, la actitud del artista de teorizar a partir de su propia obra no es una novedad: ya Serguei Eisenstein hizo una serie de reflexiones sobre el lenguaje del cine, precisamente a partir de su propia obra fílmica, en su libro La forma en el cine.6 La focalización de Eco sobre el problema de la comprensión, que coincide en esencia con la dirección del pensamiento de Foucault en cuanto a la hermenéutica, es uno de los puntos fundamentales del pensamiento hermenéutico de Paul Ricoeur, quien, en Teoría de la interpretación, subraya que la interpretación proviene de una dialogicidad entre la obra y su público:
Es parte del sentido de un texto el estar abierto a un número indefinido de lectores, y, por lo tanto, de interpretaciones. Esta oportunidad de múltiples lecturas es la contraparte dialéctica de la autonomía semántica del texto.
De ello se deduce que el problema de la apropiación del sentido del texto se vuelve tan paradójico como el de la autoría. El derecho del lector y el derecho del texto convergen en una importante lucha que genera la dinámica total de la interpretación. La hermenéutica comienza donde termina el diálogo.7
Y más adelante añade: “La interpretación, vista como la dialéctica de la explicación y el entendimiento o la comprensión, puede ser rastreada hasta las etapas iniciales del comportamiento interpretativo”.8
El arte como integración de lenguajes diversos
En este orden de cosas, por tanto, uno de los primeros problemas a dilucidar es si el arte, en sus más variadas realizaciones, es o no un lenguaje. Esta reflexión conduce a una cuestión de capital importancia, de innegable raíz histórico-social y perceptual. La concepción de lenguaje que la cultura occidental ha venido manejando, tiende a tomar —de manera consciente o inconsciente— como modelo de lenguaje el lenguaje idiomático. De aquí ha provenido uno de los más difíciles problemas teóricos, dado que la lingüística parte de una concepción especializada —y estrecha— de signo, como entidad estructurada a partir de una doble articulación, la cual resulta muy cuestionable extrapolar a una serie de manifestaciones del arte: la pintura, la música, la fotografía, el cine, la escultura, la arquitectura, etc.
Es la comprensión de esta frecuente integración de lenguajes diversos en la obra de arte lo que hace que el destacado compositor, director y pianista Pierre Boulez, al configurar una estética de la música, dedica atención al problema de la integración de sonido musical y palabra.9 La percepción de esta complejidad de los lenguajes que integran el arte, justifica las inteligentes reflexiones de John Barnicoat acerca de la interacción entre el cartel y la norma lingüística popular en sus dos vertientes —la que emana del uso cotidiano, incluso, del arte popular, y la que proviene de la cultura de masas—.10 Calabrese, al preguntarse si, en efecto, el arte es lenguaje, desarrolla una reflexión de sumo interés en cuanto a este punto. Comentando este autor el pensamiento de Emilio Garroni, señala:
Los modelos de la lingüística general de ningún modo pueden explicar el arte, porque éste mantiene siempre alguna parte resistente al análisis. Además es imposible construir un sistema de categorías riguroso como es el de la lingüística, ya que los sistemas artísticos se presentan como irreductibles a la pertinentización total de sus partes.11
Por esto mismo, la interpretación de la obra de arte, en particular en el campo de las artes plásticas —aunque no sólo en este—, deviene un punto fundamental para la hermenéutica y, además, para la semiótica, precisamente porque no es reductible a los patrones de análisis realizados a partir de la lingüística. Al respecto, Calabrese señala con razón: “Entonces el problema de la comunicación visual escapa al terreno de la lingüística y, por otra parte, muestra los límites de un acercamiento lógico puro. Pero a pesar de los esfuerzos los resultados han sido bastante débiles y discutibles por mucho tiempo”.12
Esta valoración es, por más de un motivo, indiscutible. En efecto, la semiótica del arte carece todavía de bases metodológicas precisas capaces de guiar de manera incontestable —neopositivista se siente uno tentado a decir— cualquier tipo de análisis del texto de una obra artística. Esta limitación de la semiótica del arte rebota, inevitablemente, sobre una hermenéutica del arte, de la que se seguiría esperando un sistema de conocimientos y técnicas que permitan descubrir los sentidos de la obra artística.
Ahora bien, una serie de consideraciones específicas son necesarias al respecto de una semejante concepción utópica de la hermenéutica del arte. Sobre todo una reflexión acerca del arte como lenguaje. Esto es particularmente importante, dado que, a diferencia, por ejemplo, del arte literario, construido en lo más general a partir de los idiomas (el lenguaje idiomático o verbal), buena parte del resto de la producción artística trabaja con varios lenguajes integrados.
Por ejemplo, el arte danzario hace confluir signos visuales, musicales y cinéticos. En las demás artes escénicas, con la sola excepción del mimo, se integra también el lenguaje verbal, desde el teatro dramático hasta la ópera. El cine ha sido llamado con razón una amalgama de varias artes, ars gratia artis. Las artes plásticas, y en particular a partir del siglo XX, han venido apelando a diversos tipos de signos (cromáticos, de luz y sombra, de diseño y perspectiva, etc.).
De modo que es obligado, al menos en la segunda parte de estas reflexiones, dedicar consideraciones específicas a la cuestión del arte como estructuración de lenguajes.
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1 Michel Foucault: Las palabras y las cosas. México. Siglo XXI Editores, 1999, p. 38.
2 Cfr. Umberto Eco: La definición del arte. México. Ediciones Roca, S.A., 1990, p. 94.
3 Ibídem.
4 Ibíd., p. 100.
5 Omar Calabrese: El lenguaje del arte. Barcelona. Ed. Paidós, 1997, p. 165.
6 Cfr. Serguei Eisenstein: “El lenguaje del cine”, en su: La forma en el cine. Buenos Aires. Ed. Losange, 1958.
7 Paul Ricoeur: Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. México. Siglo XXI Editores, 1998, p. 44.
8 Ibíd., p. 86.
9 Cfr. Pierre Boulez: Hacia una estética musical. Caracas. Monte Ávila Editores, 1966, pp. 53-63.
10 Cfr. John Barnicoat: Los carteles. Su historia y lenguaje. Barcelona. Ed. Gustavo Gili, 1972, pp. 183 y sig.
11 Omar Calabrese: ob. cit., p. 141.
12 Ibíd., p. 143.
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