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Opinión | Cuba, 63 años y 25 minutos

"Escucho la emisora Radio Rebelde antes de salir al trabajo —bien temprano en la mañana porque debo advertir que Saltillo tiene una hora menos de diferencia con relación a La Habana—, así me mantengo al día..."

Bus de turistas por las calles de La Habana.
Bus de turistas por las calles de La Habana.

Cerramos un año, empezamos otro y la rueda vuelve a girar. Como suele acaecer en la mayoría de las naciones, cada inicio de ciclo justifica jolgorio, trazarnos nuevas metas —menos de la mitad de las cuales serán cumplidas—, quizás esbozar una breve retrospectiva sobre cómo nos ha llevado la vida y hallar un par de excusas que nos anime a seguir avanzando en pos de un futuro mejor.

En Cuba esto último no siempre resulta fácil. En una tierra donde las oportunidades de desarrollo personal escasean, hallar un solo motivo para mantenernos en movimiento hacia un lugar —físico o espiritual— que denote adelanto en lugar de retroceso implica todo un desafío. Hallar un par ya evoca la utopía.

A menos que formes parte de la cúpula del gobierno donde cada primero de enero se suma una rayita más al tigre. Van 63 con este que recién cruzamos. Una edad adulta para el felino que ha devorado cientos de miles de vidas y mantiene a millones dando tumbos para aquí y para allá, encandilados por la sempiterna promesa de un futuro mejor a la par que recuerda la frase del astuto tendero: “hoy no fío, mañana sí”.

La nueva normalidad no les ha traído a los cubanos más que viejas desgracias. Hambre, desabasto, ausencia de libertades, ahora con la complicidad del COVID-19, compinche perfecto del imperialismo yanqui, la mafia anticubana de Miami, Otaola y cuanto enemigo sea necesario sacarse de la manga para justificar lo injustificable: un sistema político e ideológico inoperante.

Lo importante es que la pachanga no falte porque el cubano lleva la alegría en la sangre y la risa siempre dispuesta. O más o menos eso dicen las revistas de turismo.

Lo curioso es que las fiestas no escasearon este primero de enero. Secuela fiel de fin de año para el pueblo, donde el recalentado, la música y el buche de ron no pueden faltar. Bueno, lo del ron no me queda muy claro porque sé que también se ha perdido en una tierra que presumía tener las mejores destilerías del mundo. Pero de un modo u otro, lo que no se consigue en la bodega se saca del mercado negro. Eso sí, al triple del precio y para asegurar un tercio de felicidad. Lo importante es que la pachanga no falte porque el cubano lleva la alegría en la sangre y la risa siempre dispuesta. O más o menos eso dicen las revistas de turismo.

Por más de seis décadas el gobierno ha aprovechado esta costumbre popular para destacar el júbilo del pueblo por el advenimiento de la revolución. La composición es chusca y funciona solo en extranjeros y bobos. Es como ponerle música al epiléptico mientras convulsiona. El cuerpo se retuerce y Díaz-Canel lleva el ritmo de las palmadas. Pero ¿qué más da? Hay que celebrar.

¿Qué será de Cuba este nuevo año?

¿Habrá otro 11 de julio? ¿Aprobará la Organización Mundial de la Salud alguno de los candidatos vacunales? ¿Logrará el peso recuperar su valor? ¿Industriales será campeón? Imposible vaticinarlo. El más simple pronóstico se erige siempre sobre reglas y tendencias. El problema es que Cuba viola las primeras, y las segundas no apuntan a nada bueno.

No quisiera cerrar estas disquisiciones sin antes compartir una especie de nota al pie:

Este texto lo escribo el 4 de enero de 2022 y, como casi cada día en los últimos años, escucho la emisora Radio Rebelde antes de salir al trabajo —bien temprano en la mañana porque debo advertir que Saltillo tiene una hora menos de diferencia con relación a La Habana—, así me mantengo al día con la versión oficial de las noticias del terruño y las puedo contrastar con las versiones que provienen de otras fuentes. Manías de periodista, supongo.

A veces son noticias importantes; otras, intrascendentes, y no pocas están cargadas de ese peculiarísimo sinsentido criollo que no por moderno le debe menos a lo real maravilloso defendido por Carpentier. Esas son mis preferidas.

Por ejemplo, hoy escuché el estado de la ruta de trenes interprovinciales. Y resulta que la ruta 16 que cubre el trayecto Holguín-Habana iba a llegar 25 minutos tarde. Un retraso —cito al conductor del programa— “imperceptible”. Mi esposa, que también escuchaba la información me observa de inmediato y descubro incrustado en su rostro —como criatura alienígena— el gesto de incredulidad. Pero antes de que me increpe con una andanada de preguntas retóricas al estilo de “¿En serio? ¿Dijo 25 minutos imperceptibles? ¿Cómo puede?”, le respondo a las interrogantes que aún no lanza. “Es Cuba, amor. ¿Qué son 25 minutos de espera para quien ha aguantado 63 años de revolución?”.

Edgar London

Escritor Edgard London en Árbol Invertido.

(La Habana, Cuba; 1975) Escritor y periodista. Por su labor intelectual ha sido reconocido con varias distinciones, entre las que destacan el Premio Internacional de Ensayo Agustín de Espinoza, México, 2008; Premio Nacional de Cuento Criaturas de la noche, México, 2007; Premio Nacional Eliseo Diego y Premio Nacional 13 de marzo, en Narrativa, Cuba, 1998. Son de su autoría los libros de cuentos: El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Más información en: www.edgarlondon.com

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