Hace unos días Lazarito Saavedra me confundió en la puerta de su casa con uno de esos viejitos que venden veneno para cucarachas. Se paró detrás de la reja y me dijo que no, que no quería el producto. Después evalué la situación en privado y caí en la cuenta del descojonamiento que he experimentado en los últimos tres o cuatro años. Es la sumatoria de un desgaste de más de medio siglo, que se proyecta victorioso hacia el futuro como una dentadura postiza en una de esas broncas en la cola de la bodega.
Este depósito de ancianos en que se ha convertido Cuba, este rebaño de estómagos cansados, pastoreando de la cola del pan para la del pollo, cuyo único divertimento es una telenovela vomitiva de factura nacional, aguarda con ansias el regreso de sus contemporáneos que partieron años atrás al espacio exterior. Casi viven por verlos volver, a falta de no poder partir ellos mismos. Como en la fábula einsteniana de los viajes a la velocidad de la luz, cuando los familiares y amigos regresan a la Tierra, encuentran a sus hijos convertidos en ancianos resistiendo a como de lugar la muerte-vida que les tocó en este lado del experimento.
Estamos envejeciendo de incertidumbre, cagalitrosos del miedo, incapaces de alzar la voz con la esperanza de que la eutanasia programada no se nos aplique antes del tiempo que ya ha sido establecido. En realidad hemos marcado en la cola de una funeraria, creyendo que vamos al bailable prometido.