diario del sibarita | 1
Un viejo manual de gastronomía criolla está entre mis libros predilectos. Parece escrito por Juan Izquierdo, el mulato cocinero de Paradiso, o por Doña Augusta, cuyo genio combinó “la arrogancia de la cocina española con la voluptuosidad y sorpresa de la cubana”.
De ese recetario, Para comer sabroso —compilado en realidad por J. P. Legrán en 1864 y publicado también con otros nombres—, nos llega el eco de una fortaleza: el conocimiento de nuestras comidas más antiguas y entrañables, los platos que llegaron de la península y se aplatanaron. En esas páginas se renuncia al aceite de oliva y se prefiere la grasa del puerco; las ollas podridas se trastornan hasta llegar al ajiaco; y la piña impera sobre una corte de aguacates, guayabas y cremosos batidos de chirimoya.
El gastrónomo resucita palabras que no utilizamos —azumbre, agraz, anisete—, trucos para rebajar y purificar las bebidas, como arrojar una cabeza de pescado al barril de vino, o quizás polvos negros de marfil o crémor tártaro.
Hay algo ominoso en esta biblia del sibarita: las recetas se dictan con voz grave, despierta, la misma de las abuelas cubanas o de un monje oriental. Haz esto, mezcla lo otro, vigila por tantos minutos hasta que se dore.
¿No nos damos cuenta de que son instrucciones para dominar la materia, una alquimia de lo maravilloso cuyo destino es el paladar?
Nota al pie del diario
“No tengo un saber, me queda un sabor”.
José Kozer
Nada es memorable si no merece un habano, una comida o una conversación. Nada se fija realmente en el recuerdo si no lo acompañamos de un sabor o una imagen, si no se le rinde culto a los sentidos. Estos brevísimos textos —el diario de un sibarita— son intentos por describir los pequeños placeres de la nostalgia.
Barroco al fin, el sibarita es pródigo donde otros son tacaños; moroso cuando le exigen prisas; no es solemne excepto para comer, para fumar, para departir. El cubano viejo —de puro, taburete y guayabera— fue siempre así. Cuando afilo el cuchillo para rebanar la carne, o dejo respirar el vino; cuando quemo en redondo, con precisión ritual, la boquilla del tabaco, siento que en ese gesto íntimo hay una reivindicación que destruye todo los exilios, todas las muertes —pasadas y actuales— del sibarita.
El manual de gastrónomo, el humidor, los objetos de una colección, la sabiduría en el comer, la buena compañía. Son los talismanes del cubano gozón, del señor barroco; sibarita entrañable que —desafiando la cuaresma y el frío— siempre retorna a la mesa.
Salamanca, 15 de febrero de 2022.
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