Nacido en la ciudad de Brantford, en Ontario, en 1885, Lawren Harris es uno de los pintores más conocidos de Canadá. Fue un visionario que ayudó a moldear la forma en que los canadienses ven su propio país y un buscador constante, que llevó la pintura del paisaje más allá de sus límites para mostrar con ella no solo la naturaleza, sino también, y sobre todo, el efecto que su contemplación produce en el espíritu humano.
Su evolución como artista lo condujo desde sus primeras pinturas del entorno urbano de Toronto, muy marcadas todavía por la vanguardia europea de inicios del siglo XX, hasta una original representación de las tierras del norte, con sus montañas y sus mares helados, y finalmente a una pintura abstracta de singular capacidad expresiva.
Harris ofreció al panorama artístico canadiense una mirada nueva sobre lo nacional, anclada en la fuerza, la serenidad y la vastedad de la naturaleza. Su obra no buscaba simplemente retratar los lugares que veía, sino transmitir la experiencia casi mística que esos paisajes suscitaban, convirtiéndolos en símbolos del carácter trascendente de la relación entre el ser humano y su mundo.
Como fundador del famoso Grupo de los Siete, Harris desempeñó además un papel clave en el nacimiento de un arte distintivo de Canadá, libre de la imitación europea y arraigado en su propia geografía. A propósito de ese empeño y de los retos que debió enfrentar para lograrlo, dijo una vez: “Nos advirtieron, muy seriamente, que nunca existiría arte canadiense porque no teníamos tradición artística”. Su propia obra, y el generoso apoyo que ofreció a otros artistas, ayudaron a forjar esa tradición.
Una visión personal
Desde sus primeras obras, Harris mostró un profundo interés por el paisaje como medio de expresión interior. En sus pinturas tempranas los barrios obreros de Toronto, con sus líneas precisas y sus tonos fríos, revelaban ya una sensibilidad particular para lo esencial y lo estructural. Había estudiado en Alemania con maestros como Adolf Schlabitz y Franz Skarbina, y en sus viajes por Europa había conocido de primera mano la actitud radical de los nuevos movimientos artísticos. Con esa formación, tras su regreso a casa en 1908, había comenzado a buscar su propio estilo.
Sin embargo, no fue hasta finales de la década del diez que su lenguaje visual comenzó a transformarse. Sus visitas al norte de Ontario, y más tarde a las Montañas Rocosas, a la península de Labrador y a las islas del Ártico, depuraron su mirada. Así, poco a poco sus composiciones adquirieron una simplicidad que liberó el enorme potencial alegórico de esos paisajes. Montañas solitarias, árboles estilizados, glaciares y cielos vacíos dominarían esta segunda y prolífica etapa de su creación, donde la presencia humana desapareció por completo de sus cuadros.
Harris no buscaba ya documentar la realidad, sino evocar una experiencia de lo sublime. Su arte se alejaba definitivamente de la representación para acercarse a lo abstracto. Y los colores sobrios, los contrastes acentuados, la simplificación de las formas, la soledad del encuentro con la naturaleza, realzaban la atmósfera meditativa que le interesaba trasmitir.
El camino hacia la abstracción
La evolución artística de Harris es, en muchos sentidos, una búsqueda interior. Bajo el influjo de las corrientes filosóficas orientales y la teosofía, Harris fue sintetizando sus composiciones hasta convertirlas, más que en retratos de lo visible, en proyecciones de sus estados de conciencia. Las montañas se volvieron geometrías puras; los colores, cada vez más simbólicos; y las composiciones, estudios visuales sobre lo eterno.
Este proceso no fue una ruptura, sino una progresión lógica: de la naturaleza como alegoría del alma, a la forma abstracta como manifestación directa del espíritu. Harris creía que el arte debía elevar al ser humano, y que el paisaje canadiense ofrecía una vía hacia lo trascendente. Así, en su período de madurez, los elementos del paisaje quedan muchas veces reducidos a formas básicas flotantes o estructuras luminosas cuyo vínculo con el mundo físico se halla cada vez más filtrado en el tamiz de su conciencia.
“El arte no es un entretenimiento, ni una distracción, ni, como muchos sostienen, una vía de escape de la vida —escribió—. Al contrario, es un elevado entrenamiento del alma, necesario para su crecimiento y desarrollo.”
Influencia y legado
Lawren Harris fue una figura decisiva en la historia de la plástica canadiense. Su compromiso con la espiritualidad y su tránsito hacia la abstracción abrieron caminos que en las décadas siguientes otros artistas seguirían, tanto dentro como fuera de Canadá. La modernidad, en su vertiente más contemplativa y simbólica, le debe mucho a su visión sobre el arte. Aún hoy, sus paisajes siguen invitando al silencio, a la reflexión, y a una forma única de sentir nuestro vínculo con la Tierra.
Pero la importancia de Harris no se limita a su obra individual. Como promotor incansable del arte, fue uno de los fundadores del Grupo de los Siete, una agrupación de artistas que, en el contexto de principios del siglo XX, buscó crear un arte nacional desligado de las influencias europeas. Su enfoque era más que estético: era una afirmación cultural, una forma de construir una identidad visual para su país.
Regresar al inicio