Desde la antigüedad, la noche ha despertado en el ser humano una mezcla de fascinación, temor y contemplación. Si bien durante siglos predominó una visión simbólica o religiosa del crepúsculo y la oscuridad, fue a partir del Romanticismo que la noche comenzó a cobrar vida propia en el arte occidental, especialmente en el paisaje. Pintores como Caspar David Friedrich, Vincent van Gogh o Iván Aivazovsky plasmaron en sus lienzos la atmósfera nocturna como escenario emocional, filosófico y estético; otros, más recientes, hacen de ella un símbolo de las tinieblas del alma y reflejan a través de ella el terror, la locura y la deshumanización. En todos, sin embargo, la noche es un poderoso motivo para reflexionar sobre el ser humano y su lugar en el mundo.
Lo sublime del silencio
El Romanticismo del siglo XIX marcó un antes y un después en la representación de la naturaleza. La noche, lejos de ser solo un telón oscuro, se convirtió en un símbolo de lo sublime, de lo infinito y de la introspección. Un ejemplo emblemático es La salida de la luna sobre el mar (1822) de Caspar David Friedrich, donde la luna, reflejada en el agua, proyecta una serenidad que invita a la contemplación. El horizonte se disuelve en la penumbra, y la figura humana se muestra diminuta ante la inmensidad natural. La noche, aquí, no es amenaza: es misterio, espiritualidad, y la inmensidad del cosmos no provoca angustia, sino un recogimiento donde se reconoce el vínculo entre el ser humano y la naturaleza.
Gran intérprete de la noche fue asimismo el maestro de la pintura marina Iván Aivazovsky. Obras como Mar tempestuoso en la noche (1849) y La novena ola (1850) muestran el mar bajo la luz del amanecer, pero muchas de sus escenas nocturnas —con lunas brillando sobre aguas turbulentas o tranquilas— combinan el dramatismo y serenidad del encuentro entre esas dos inmensidades: el mar y la noche. Aivazovsky dominaba la luz y la atmósfera, logrando que el mar nocturno tuviera una cualidad casi cinematográfica, anticipando en cierto modo la sensibilidad de artistas posteriores.
Menos conocido fuera de Polonia, Stanisław Masłowski abordó también la representación de la noche con un lirismo cercano al de los pintores impresionistas. Sus paisajes y escenas al anochecer reflejan la tranquilidad del mundo rural o semiurbano, a menudo bajo una luna difusa. Aquí la noche no es grandiosa ni trágica, sino íntima, cotidiana y bella en su sencillez.
A fines del siglo XIX, Vincent van Gogh aportó una visión más emocional y subjetiva de la noche. En La noche estrellada (1889), el cielo gira y vibra con remolinos de luz y color. No se trata de una representación realista, sino de una visión interior, casi mística, de la noche. Van Gogh transforma la oscuridad en un espacio lleno de energía y dinamismo, donde la naturaleza se funde con el estado anímico del artista.
Otra interesante representación de la noche es la Medianoche lluviosa (1890), de Childe Hassam, donde también el color responde más a la intención de expresar un estado emocional que al deseo de captar la luz real de la escena. Los tonos claros de azul, apagados y fríos, y la ligereza de los trazos, muestran la fugacidad de un ambiente donde lo cotidiano se nos figura casi incierto, produciendo una mezcla de soledad y nostalgia que luego, entre los paisajistas urbanos del siglo XX, adquiriría una dimensión mayor de extrañamiento.
Goya: la noche como espejo del alma
En contraste con estas visiones del Romanticismo, Francisco de Goya representa la noche no como un espacio natural o espiritual, sino como una metáfora de los aspectos más oscuros de la humanidad. Para él, la noche es un lugar donde la razón se disuelve y las sombras revelan los miedos, las pasiones y las crueldades del ser humano.
Una de sus obras más impactantes, Saturno devorando a su hijo, muestra al dios romano del tiempo engullendo a uno de sus hijos en un acto de locura y violencia. La figura de Saturno está casi completamente rodeada de oscuridad, y la iluminación de la escena se concentra en el acto macabro. No hay luna ni estrellas, solo una atmósfera opaca que sugiere un profundo abismo emocional. Goya no necesita una representación literal de la noche, pues su oscuridad es psíquica: un reflejo del terror humano.
En El sueño de la razón produce monstruos (1799), Goya había utilizado ya la noche como un símbolo del inconsciente: en la escena, un hombre dormido sobre su escritorio, rodeado por las criaturas temibles que emergen de su mente, ilustra el riesgo de que, al apagarse la razón, los monstruos del miedo y lo irracional se apoderen de nosotros.
Con sus “Pinturas Negras”, y especialmente en Saturno..., Goya fue más allá. Si para Friedrich o Van Gogh la noche era un espacio de espiritualidad, melancolía o consuelo, aquí el pintor español nos advierte, usando la noche como símbolo, que la oscuridad puede ser no solo un espacio íntimo de serena reflexión, sino también, en tiempos de crisis, un reflejo de la desesperación y la decadencia social.
Varios artistas posteriores a Goya recogieron esa visión de lo oscuro no como tema decorativo, sino como una indagación en lo humano profundo. Odilon Redon, James Ensor, Edvard Munch, Zdzisław Beksiński, entre otros, continuaron esa línea.
La soledad moderna
En el siglo XX, muchos artistas exploraron el paisaje urbano nocturno como escenario de aislamiento y silencio, aunque desde una nueva perspectiva muy diferente a aquella que era propia del Romanticismo. Obras como Calle de Nueva York con Luna (1925), de Georgia O'Keeffe, o Halcones nocturnos (1942), de Edward Hopper, presentan esa conjunción de la ciudad y la noche como un entorno donde el ser humano parece haber perdido su dimensión trascendente y reducirse entre la dureza de las líneas rectas y la opresión del entorno artificial. Las luces eléctricas contrastan con las sombras, y, mientras en O'Keeffe la ausencia de figuras humanas resalta lo carente de vida del paisaje; en Hopper las personas parecen atrapadas en una especie de pausa existencial donde la noche ya no es naturaleza, sino rutina y vacío.
Por otro lado, Leonora Carrington, una de las figuras más relevantes del surrealismo, aborda la noche desde una perspectiva más fantástica y simbólica. En Cómo hace el pequeño cocodrilo (ca. 1998), una barca navega por un mar oscuro, con figuras enigmáticas que emergen de la oscuridad. La obra, inspirada en un poema de Alicia en el País de las Maravillas, fusiona la narrativa surrealista con una atmósfera onírica. Aquí, como en Goya, la noche vuelve a ser un espacio de lo inconsciente, pero lo que en él era terrífico, se torna en Carrington mágico, sugerente de otras realidades ocultas tras lo cotidiano y a las que solo la noche permite acceder: un refugio para lo místico, lo sublime y lo surreal.
También adquieren un marcado carácter simbólico la noche y los dos elementos que se contraponen en la icónica pintura Caballo y tren (1954), de Alex Colville, aunque sin el misticismo que distingue a la obra de Carrington. Aquí, la veloz carrera de la máquina y el animal, acaso indetenibles, y el previsible desenlace de su colisión, insinúan de cierto modo el conflicto entre lo natural y lo artificial, entre la libertad del corcel y la determinación que los rieles imponen al tren y, por extensión, al ser humano.
La polisemia de un símbolo
La representación de la noche en la pintura occidental ha ido más allá de lo meramente visual: ha sido un medio para explorar el alma humana, sus miedos, deseos, fantasías y traumas. Desde la serenidad contemplativa de Friedrich hasta la angustia visceral de Goya, la noche se convierte en un espejo de las emociones y los dilemas más profundos del ser humano.
En la medida en que la humanidad va transformando su entorno y su propia sensibilidad, el tema nocturno evoluciona. Pero sigue siendo un poderoso vehículo de reflexión sobre la condición humana, ya sea en el marco de la naturaleza sublime, en la oscuridad más inquietante del alma, en la ominosa rutina de los espacios urbanos, o como un lugar misterioso e íntimo, lleno de magia y revelación.
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